¿Cómo eran las primeras sociedades y los primeros lenguajes humanos? ¿Qué aspectos de la condición humana están inscritos en nuestros genes y cuáles forman parte de nuestra herencia cultural? Este volumen es un riguroso compendio del estado actual de nuestros conocimientos sobre la identidad de Nuestra especie, en el que el prestigioso antropólogo Marvin Harris aborda interrogantes y enigmas que afectan por igual a toda la humanidad desde una perspectiva panhumana, biosocial y evolutiva» que, a partir del dato concreto y local, le permite presentar un amplio panorama de la evolución material y cultural del hombre.
MARVIN HARRIS
NUESTRA ESPECIE
ePUB v1.0
hermes 1012.09.12
Título original:
Our Kind
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Marvin Harris, 1990.
Traducción: Gonzalo Gil, Joaquin Calvo, Isabel Heimann.
Editor original: hermes 10 (v1.0)
ePub base v2.0
¿Les interesa tanto como a mí saber cómo, cuándo y dónde surgió por primera vez la vida humana, cómo eran las primeras sociedades y los primeros lenguajes humanos, por qué hanevolucionado las culturas por vías diferentes pero a menudo notablemente convergentes, por qué aparecieron las distinciones de rango y por qué las pequeñas bandas y aldeas dieron paso a jefaturas y éstas a poderosos Estados e imperios? ¿Sienten la misma curiosidad que yo por saber qué aspectos de la condición humana están inscritos en nuestros genes y cuáles forman parte de nuestra herencia cultural, en qué medida son inevitables los celos, la guerra, la pobreza y el sexismo, y qué esperanzas de sobrevivir tiene nuestra especie? En tal caso, sigan leyendo.
A juzgar por la difusión universal de los mitos que explican cómo se creó el mundo y cómo adquirieron los antiguos las facultades del habla y del dominio de las artes útiles, en todo el mundo las gentes desean conocer las respuestas a estos interrogantes. Pero quedan advertidos: la historia que voy a contar no va dirigida a ningún grupo ni a ninguna cultura en particular, sino a los seres humanos detodas partes. ¿Están dispuestos a mirar más allá del humo de sus propias chimeneas? ¿Están dispuestos a ver el mundo en primer lugar como miembros de la especie a la que todos pertenecemos y sólo después como miembros de una tribu, nación, religión, sexo, clase, raza, tipo o muchedumbre humanos particulares? ¿Sí? En tal caso, sigan leyendo.
El descubrimiento de que un buen número de estudiantes universitarios son incapaces de reconocer los contornos de su propio país en un mapa mudo o de determinar de qué lado lucharon los rusos en la Primera Guerra Mundial ha suscitado acalorados debates en torno al problema de los conocimientos que cualquier persona debe poseer para ser considerada culta. Un remedio muy en boga consiste en elaborar listas definitivas de nombres, lugares, acontecimientos y obras literarias capaces, se garantiza, de sacar al inculto de su impenetrable ignorancia. Como antropólogo me preocupa tanto la promulgación de tales listas como el vacío que pretenden colmar. Redactadas fundamentalmente por historiadores y celebridades literarias, se centran en acontecimientos y logros de la civilización occidental. Además, guardan silencio sobre las grandes transformaciones biológicas que llevaron a la aparición de nuestros antepasados sobre la faz de la Tierra y dotaron a nuestra especie de una singular capacidad para las adaptaciones de base cultural. Y también guardan silencio sobre los principios evolutivos que configuraron la vida social de nuestra especie a partir del momento en que nuestros antepasados iniciaron el «despegue cultural». De hecho, por tratarse de listas son intrínsecamente incapaces de enseñar nada acerca de los procesos biológicos y culturales que condicionan nuestras vidas y enmarcan nuestro destino. O para expresarme de una forma más positiva, considero, como antropólogo, que la misión mínima de toda reforma educativa moderna consiste en impartir una perspectiva comparativa, mundial y evolutiva sobre la identidad de nuestra especie y sobre lo que podemos y no podemos esperar que nuestras culturas hagan por nosotros.
Al defender una perspectiva panhumana, biosocial y evolutiva no deseo restarle importancia al tradicional conocimiento local y particular. Vivimos y actuamos en contextos locales y particulares y no tenemos más elección que empezar a conocer el mundo desde dentro hacia fuera. Pero un exceso de particularismo, no poder ver el mundo desde fuera hacia dentro, constituye una forma de ignorancia que puede ser tan peligrosa como no saber las fronteras de los Estados Unidos. ¿Tiene sentido conocer la historia de unos pocos Estados, pero no saber nada de los orígenes de todos los Estados? ¿Debemos estudiar las guerras de unos cuantos países, pero no saber nada de la guerra en todos los países?
Ahora que ya he hecho constar mi protesta contra los redactores de listas, permítaseme confesar que tenía algo parecido in mente al escribir este libro. En efecto, me he preguntado qué he aprendido como antropólogo sobre nuestra especie que considere que todos sus miembros deberían conocer. Y he tratado de presentar los resultados de esta autorreflexión, ciertamente no en forma de lista, pero sí en forma de narración concisa y ágil.
Debo formular ahora otra advertencia. Por favor, júzguese este libro por lo que abarca, no por lo que deja fuera. Quiero contarles lo que he aprendido. Por desgracia, no he aprendido todo lo que me gustaría saber y por eso hay tantas lagunas en mi relato. En particular, me hubiera gustado poder decir más cosas sobre la evolución de la música y las artes, pero estos son aspectos de la experiencia humana difíciles de comprender desde el punto de vista de los procesos evolutivos. No tengo la más remota idea, por ejemplo, de por qué algunas tradiciones artísticas ponen énfasis en las representaciones realistas, en tanto que otras lo hacen en el dibujo abstracto o geométrico, ni tampoco de por qué los ritmos africanos son generalmente más complejos que los de los amerindios. Tal vez sepamos algún día más sobre las dimensiones emotiva, estética y expresiva de la vida humana o puede que estas dimensiones resulten ser cosas que sólo cabe conocer desde dentro y de manera particular, nunca desde una óptica general. Entretanto, hay mundos más que suficientes para explorar. Por tanto, permítaseme comenzar.
Me gustaría dar las gracias a Marjorie Shostak y Melvin Konner por confiar en que podía escribir un libro que, en palabras suyas, «lo contase todo». Saber que alguien pensaba que un libro así era posible y que yo era capaz de escribirlo me ayudó a seguir adelante en momentos difíciles. Desearía dar las gracias también a los muchos colegas y amigos que me han facilitado información, proporcionado referencias y expresado sus buenos deseos, en particular a Barbara Miller, Linda Wolfe, Leslie Lieberman, Otto von Mering, Shirley von Mering, Maxine Margolis, Jerry Milanich, Gerald Murray, Carol Bernard, Russ Bernard, Charles Wagley, Cecilia Wagley, Murdo Macleod, Sheena Macleod, Ronald Cohen y Bill Keegan.
Asimismo, desearía dar las gracias a David Price por su trabajo bibliográfico y sus sugerencias concretas, a Phyllis Durell por mecanografiar el texto y a Ray Jones y Delores Jenkins por su generosidad e intrepidez como bibliotecarios.
He tenido el placer de trabajar con Harper Row en este proyecto, en especial con Carol Cohen y Eric Wirth. Asimismo, ha sido un placer estar representado por Murray Curtin, que es a la vez un magnífico agente literario y un fiel amigo. Por último desearía dar las gracias a Madeline Harris por ayudarme a hacer realidad un sueño imposible más.
En un principio era el pie. Hace cuatro millones de años, antes de adquirir el uso de la palabra o de la razón, nuestros antepasados ya caminaban erguidos sobre dos pies. Otros simios conservaban el pie en forma de mano, propio de nuestro común pasado trepador y arborícola. Seguían, pues, dotados de cuatro manos. Los dedos de los pies eran grandes como pulgares y podían tocar todos los demás; servían para colgarse de rama en rama y alcanzar la fruta alta, situada lejos del suelo, pero no para soportar todo el peso del cuerpo. Cuando bajaban a tierra, para ir de una mata de frutales a otra caminaban generalmente a cuatro patas, tal vez como los gorilas y chimpancés modernos, que se desplazan con ayuda de patas cortas y gordezuelas, provistas de pies planos con el dedo gordo muy separado y largos brazos en línea recta desde los hombros hasta los nudillos. O quizá utilizaran las manos como los orangutanes modernos, para caminar con los puños. Al igual que los grandes simios, podían permanecer de pie o caminar a dos patas, aunque sólo momentáneamente y pequeñas distancias. Sus pies no sólo eran inapropiados para permanecer o caminar erguidos, sino que sus patas y nalgas carecían de los músculos que mantienen en posición vertical a los seres humanos. Asimismo, la columna vertebral describía un simple arco, carente de la convexidad estabilizadora que los humanos presentan en la región lumbar. A dos patas, más que caminar se tambaleaban, por lo que alzaban los brazos para guardar el equilibrio, quedando éstos inútiles para transportar objetos, excepto en distancias cortas.
Nuestros antepasados simios eran diferentes. Tenían pies como los nuestros, cuyos dedos no podían doblarse para asir o recoger objetos y que servían principalmente para permanecer de pie, correr, saltar o dar patadas. Todo lo demás era responsabilidad de las manos.
Mientras las manos tuvieron que hacer el trabajo de los pies, quedó menguada su habilidad como tales manos. Los grandes simios tuvieron que desarrollar un pulgar corto y regordete para no pisárselo al caminar con los nudillos o con los puños. Cuando el pulgar se hizo más largo y robusto, nuestros antepasados simios empezaron a poseer los más poderosos y tenaces, y sin embargo los más delicados y precisos cuartos delanteros manipuladores del reino animal.
¿Por qué creó la naturaleza un simio que caminase a dos patas? La respuesta tiene que encontrarse en la capacidad con que una criatura tal cuente para medrar en el suelo. Ningún animal grande camina por las ramas de los árboles y, menos aún, salta con dos patas de rama en rama. Pero el simple hecho de vivir en el suelo no sirve para explicar que vayamos erguidos. Vivir en el suelo es, ni más ni menos, lo que mejor hace la mayoría de los mamíferos, que, sin embargo (de los elefantes a los gatos, caballos y babuinos), se desplazan a cuatro patas. Un simio bípedo y bimano sólo tiene sentido desde el punto de vista de la evolución, porque podía hacer en el suelo algo que ninguna otra criatura había hecho nunca tanto ni tan bien: utilizar las manos para fabricar y transportar herramientas, y utilizar herramientas para satisfacer las necesidades cotidianas.
La prueba, en parte, se encuentra en nuestra dentadura. Todos los simios actuales poseen caninos protuberantes —los colmillos— que sirven para abrir frutos de cáscara dura, para cortar bambú, y también como armas que enseñan para amenazar o que se emplean en combates contra depredadores o rivales sexuales. Pero nuestros primeros antepasados bípedos y bimanos carecían de colmillos. Los incisivos que tenían eran ya de por sí pequeños; los molares, anchos y planos; las mandíbulas funcionaban más para moler y triturar que para herir y cortar. Luego, estos antepasados descolmillados, ¿eran inofensivos? Lo dudo mucho. La dentición humana transmite un mensaje diferente y más inquietante: son más de temer quienes blanden los palos más grandes que quienes enseñan los dientes más grandes.