—La pequeña criatura venusiana —dijo Lucky— tenía facultades muy peculiares. Podía detectar las emociones. Podía transmitir las emociones. Incluso podía imponer las emociones. El comandante abrió desmesuradamente los ojos, pero Panner dijo con voz ronca: —Ya había oído rumores a este respecto, comandante. No los tomé en serio.
—Hizo mal. Es verdad. De hecho, comandante Donahue, mi intención al pedirle esta entrevista fue hacer los arreglos necesarios para interrogar a todos los hombres del proyecto en presencia de la V-rana. Quería obtener un análisis emocional.
El comandante seguía sin recobrarse de su asombro.
—¿Qué hubiera logrado con eso?
—Quizá nada. Sin embargo, quería intentarlo.
Panner intervino:
—¿Quería intentarlo? Ha empleado el pasado, consejero Starr.
Lucky miró solemnemente a los dos oficiales.
—Mi V-rana ha muerto.
Bigman añadió furiosamente:
—La han matado esta mañana.
—¿Quién la ha matado? —preguntó el comandante.
—No lo sabemos.
El comandante se apoyó en el respaldo de su silla.
—Así que su pequeña investigación ha terminado, supongo, ahora que el animalito ha muerto y no puede ser reemplazado.
Lucky dijo:
—No pienso retrasarla. El simple hecho de la muerte de la V-rana me ha revelado muchas cosas, y la cuestión se ha agravado. —¿Qué quiere decir?
Todos le miraron fijamente. Incluso Bigman alzó la vista hacia Lucky con profunda sorpresa. —Le he dicho que la V-rana tiene la facultad de imponer emociones —explicó Lucky—. Usted mismo, comandante Donahue, tuvo ocasión de comprobarlo. ¿Recuerda lo que sintió al ver a la V-rana ayer en mi nave? Se encontraba bajo una tensión considerable, pero cuando vio a la V-rana... ¿Recuerda lo que sintió, señor?
—La criatura me cautivó —tartamudeó el comandante. —¿Sabe por qué, en este momento?
—No, ahora que lo pienso, no lo sé. Era una criatura muy fea. —Sin embargo, le gustó. No pudo evitarlo. ¿Habría sido capaz de hacerle daño? —Supongo que no.
—Estoy seguro de que no. Nadie que tuviera emociones habría podido. Pero alguien lo hizo. Alguien la mató.
—¿Quiere explicarnos la paradoja? —solicitó Panner.
—Es muy fácil de explicar. Nadie que tuviera emociones. Sin embargo, un robot no tiene emociones. ¿Y si en alguna parte de Júpiter Nueve hay un robot, un hombre mecánico, con la forma perfecta de un ser humano?
—¿Se refiere a un androide? —exclamó el comandante Donahue—. Imposible. Estas cosas sólo existen en los cuentos fantásticos.
—Creo, comandante —replicó Lucky—, que no está usted al corriente de la habilidad de los sirianos en la fabricación de robots. Creo que pueden haber empleado a algún hombre de Júpiter Nueve, algún hombre verdaderamente leal, como modelo; después sólo han tenido que construir un robot a su imagen y semejanza y sustituirlo por él. Un robot humanoide como sería éste tendría sentidos especiales que le convertirían en el espía ideal. Por ejemplo, podría ser capaz de ver en la oscuridad o percibir cosas a través de la materia. Desde luego sería capaz de transmitir información a través del subéter por medio de algún aparato incorporado.
El comandante meneó la cabeza.
—Es ridículo. Cualquier hombre habría podido matar fácilmente a la V-rana. Un hombre desesperado, asustado hasta el punto de hacer cualquier cosa..., incluso superar esa influencia mental ejercida por el animal. ¿Ha pensado en eso?
—Sí, ya lo he pensado —dijo Lucky—. Pero ¿por qué iba a estar tan desesperado cualquier hombre? ¿Por qué iba a matar a una inofensiva V-rana? La razón más lógica es que la V-rana representaba un peligro enorme para él, que no era nada inofensiva. El único peligro que puede representar una V-rana implica la capacidad del animal para detectar y transmitir las emociones del criminal. ¿Y si estas emociones constituyeran la evidencia irrevocable de que el criminal era un espía? —¿Cómo sería eso posible? —inquirió Panner. Lucky se volvió a mirarle.
—¿Y si nuestro criminal no tuviera emociones? ¿Acaso un hombre sin emociones no sería inmediatamente identificado como un robot?... Mirémoslo desde otro punto de vista. ¿Por qué matar únicamente a la V-rana? Una vez dentro de nuestras habitaciones, habiéndose arriesgado tanto, habiendo encontrado a uno de nosotros en la ducha y al otro hablando por el interfono, sin que ninguno de los dos sospechara nada y estuviera preparado, ¿por qué no matarnos a nosotros en vez de a la V-rana? O bien, ¿por qué no matarnos a nosotros y a la V-rana?
—Falta de tiempo, probablemente —dijo el comandante.
—Hay otra razón mucho más verosímil —dijo Lucky—. ¿ Conoce las Tres Leyes de la Robótica, las reglas de conducta que todos los robots deben seguir?
—Tengo una ligera idea —repuso el comandante. No podría enumerarlas.
—Yo sí —dijo Lucky—, y con su permiso voy a hacerlo, para que comprendan mi razonamiento. La Primera Ley es ésta: Un robot no puede dañar a ningún ser humano o, permaneciendo inactivo, dejar que un ser humano sufra daño. La Segunda Ley es: Un robot debe obedecer las órdenes de cualquier ser humano siempre y cuando éstas no contravengan la Primera Ley. La Tercera Ley dice: Un robot debe proteger su propia existencia siempre que dicha protección no contravenga la Primera o la Segunda Ley. Panner asintió:
—De acuerdo, consejero, ¿qué pretende demostrar con eso?
—Un robot puede recibir la orden de matar a la V-rana, que es un animal. Arriesgará su existencia, puesto que la propia conservación no es más que la Tercera Ley, para obedecer las órdenes, que constituye la Segunda Ley. Pero no se le puede ordenar que mate a Bigman o a mí, porque somos seres humanos, y la Primera Ley tiene preponderancia sobre las demás. Un espía humano nos habría matado a los dos y a la V- rana; un espía robot sólo habría matado a la V-rana. Todo coincide, comandante.
El comandante reflexionó unos momentos, guardando una inmovilidad completa, mientras las arrugas de su cara se hacían más profundas. Después dijo:
—¿Qué propone que hagamos? ¿Mirar por rayos X a todos los hombres del proyecto? —No —se apresuró a responder Lucky—. No es tan sencillo. El espionaje se lleva a cabo con éxito en otro lugar que aquí. Si aquí hay un robot humanoide, es probable que haya otros en distintos lugares. Lo mejor sería atrapar a todos los androides posibles; a todos, si podemos. Si actuamos demasiado impulsiva y abiertamente para atrapar al que tenemos entre manos, los demás pueden ser retirados hasta mejor ocasión. —En ese caso, ¿qué propone usted que hagamos?
—Trabajar lentamente. Una vez se sospecha de un robot, hay muchas formas de hacer que se traicione sin darse cuenta. Y no empiezo completamente de la nada. Por ejemplo, comandante, sé que usted no es un robot porque ayer detecté emociones en usted. De hecho, le hice montar deliberadamente en cólera para probar mi V-rana, y por eso le pido perdón. El rostro de Donahue se congestionó. —¿Yo, un robot?
—Como le he dicho, sólo le utilicé para probar mi V-rana.
Panner dijo secamente:
—De mí no puede estar seguro, comandante. Nunca me he enfrentado con su V-rana. —Es cierto —repuso Lucky—. Usted aún no está libre de sospecha. Quítese la camisa. —¡Qué! —exclamó Panner con indignación—. ¿Por qué? Lucky dijo suavemente:
—Ya está libre de sospecha. Un robot habría tenido que obedecer esa orden. El comandante descargó un puño sobre la mesa.
—¡Basta! Esto se ha terminado. No permitiré que moleste a mis hombres de ninguna manera. Tengo una labor que hacer en este satélite, consejero Starr; tengo que enviar una nave Agrav al espacio, y voy a lograrlo. Mis hombres han sido investigados y han resultado ser inocentes. Su historia sobre el robot es absurda, y no pienso secundarle en sus planes.
»Ayer le dije, Starr, que no quería que viniera a este satélite para agitar a mis hombres y desmoralizarlos. Usted creyó conveniente hablarme de forma insultante. Ahora dice que sólo fue para probar a su animal, lo cual no hace más que agravar el insulto. Por esta razón, no pienso colaborar con usted. Permítame que le diga lo que he hecho.
»He cortado toda comunicación con la Tierra. He puesto a Júpiter Nueve bajo estado de excepción. Ahora tengo los poderes de un dictador militar. ¿Lo entiende? Lucky entornó ligeramente los ojos.
—Como consejero del Consejo de Ciencias, tengo una graduación superior a la suya. —¿ Cómo piensa hacer uso de ella? Mis hombres me obedecerán y ya tienen sus órdenes. Usted será refrenado por la fuerza si intenta por algún medio, con palabras o hechos, oponerse a mis órdenes. —¿Y cuáles son sus órdenes?
—Mañana —dijo el comandante Donahue— a las 6 p.m., hora Solar, la primera nave Agrav que existe en funcionamiento realizará su primer vuelo entre Júpiter Nueve y Júpiter Uno, el satélite Io. Cuando regresemos..., cuando regresemos consejero Starr, y ni una hora antes, usted podrá iniciar su investigación.
Y si entonces quiere ponerse en contacto con la Tierra y hacerme comparecer ante un tribunal militar, me tendrá a su disposición.
El comandante Donahue miró fijamente a Lucky Starr. Lucky preguntó a Panner: —¿Está lista la nave? Panner contestó: —Creo que sí.
Donahue informó despectivamente:
—Nos vamos mañana. Bueno, consejero Starr, ¿viene conmigo o tengo que arrestarle? Siguió un silencio tenso. Bigman contuvo virtualmente el aliento. Las manos del comandante se abrían y cerraban, y tenía la nariz blanca y contraída. Panner extrajo lentamente una barra de chicle del bolsillo de su camisa, rompió con una mano su envoltura plastificada y se la metió en la boca.
Y entonces Lucky unió las manos, se arrellanó en la silla y dijo: —Estaré encantado de cooperar con usted, comandante.
Bigman se enfureció inmediatamente.
—¡Lucky! ¿Es que vas a dejarle suspender la investigación así como así?
—No exactamente, Bigman —contestó Lucky—. Estaremos a bordo de la nave Agrav y la continuaremos allí.
—No, señor —dijo inexpresivamente el comandante—. No estarán ustedes a bordo. Eso ni lo piense. —¿Quién irá a bordo, comandante? —preguntó Lucky—. Usted, me imagino.
—Sí, iré yo mismo. Panner irá también, como ingeniero jefe. Vendrán dos de mis oficiales, otros cinco ingenieros y cinco tripulantes ordinarios. Todos ellos fueron escogidos hace tiempo. Panner y yo, como responsables del proyecto; los cinco ingenieros para guiar la nave; y el resto como pago de sus servicios al proyecto.
Lucky inquirió pensativamente: —¿Qué tipo de servicios? Parmer interrumpió para decir:
—El mejor ejemplo de lo que el comandante quiere explicarles es Harry Norrich, que... Bigman se sobresaltó. —¿Se refiere al ciego?
—¿Así que le conocen? —inquirió Panner con curiosidad. —Nos conocimos anoche —repuso Lucky.
—Bueno —dijo Panner—, Norrich ya estaba aquí cuando se inició el proyecto. Perdió la vista al lanzarse entre dos contactos para evitar que se doblara un campo de fuerza. Estuvo cinco meses en el hospital y sus ojos fueron la única parte de su cuerpo que no pudo ser curada. Gracias a este acto de valor, el satélite no saltó por los aires. Salvó la vida a doscientas personas y salvó el proyecto, ya que un accidente de este calibre al principio hubiera hecho imposible conseguir más asignaciones del Congreso. Este tipo de cosas es lo que merece el honor de una plaza en el viaje inaugural de la nave Agrav.
—Es una pena que no pueda ver Júpiter de cerca —comentó Bigman. Entonces sus ojos se entrecerraron— ¿Cómo se las arreglará para desenvolverse en la nave?
—Llevará a Mutt, estoy seguro —respondió Panner—. Es un perro muy bien educado. —Es todo lo que quería saber —dijo Bigman acaloradamente—. Si llevan a un perro, pueden llevarnos a Lucky y a mí.
El comandante Donahue miró impacientemente su reloj de pulsera. Después puso las palmas de las manos sobre la mesa e hizo ademán de levantarse. —Bien, ya no hay nada de qué hablar, caballeros.
—No opino igual —dijo Lucky—. Aún falta un pequeño detalle que aclarar. Bigman lo ha planteado muy crudamente, pero tiene toda la razón. Él y yo estaremos en la nave Agrav cuando ésta parta.
—No —dijo el comandante Donahue—. Es imposible.
—¿Acaso el peso de dos individuos más sería demasiado para la nave?
Panner se echó a reír.
—Podríamos mover una montaña.
—¿Es que faltan habitaciones?
El comandante miró a Lucky con extrema desaprobación.
—No pienso explicárselo. No irán con nosotros porque yo no quiero que vayan con nosotros. ¿Está claro?
Brilló una chispa de satisfacción en sus ojos, y a Lucky no le costó demasiado adivinar qué estaba desquitándose del regaño que Lucky le diera a bordo de la Shooting Starr.
Lucky repuso tranquilamente:
—Será mejor que nos lleve, comandante.
Donahue sonrió sardónicamente.
—¿Por qué? ¿Es que va a relevarme de mis deberes por orden del Consejo de Ciencias? No podrá comunicarse con la Tierra hasta mi regreso, y entonces no me importará que me releven o no. —Creo que no lo ha pensado bien, comandante —dijo Lucky—. Pueden relevarle de su puesto con efecto retroactivo a partir de este momento. Así pues, en lo que se refiere a los archivos gubernamentales, constará que la nave Agrav hizo su primer vuelo no bajo su mando sino bajo el mando, oficialmente, de su sucesor, sea éste quien sea. El informe del viaje puede ser incluso corregido para demostrar, oficialmente, que no estaba usted a bordo.
El comandante Donahue palideció. Se levantó y hubo un momento en que pareció querer abalanzarse sobre Lucky.
—¿Qué decide, comandante? —preguntó Lucky.
La voz de Donahue parecía de otra persona cuando finalmente se oyó:
—Pueden venir.
Lucky pasó el resto del día en la sala de archivos, examinando el historial de diversos hombres empleados en el proyecto, mientras Bigman, guiado por Panner, iba de laboratorio en laboratorio y de una sala de pruebas a otra.
Hasta después de la cena, cuando volvieron a su habitación, no tuvieron oportunidad de estar los dos solos. El silencio que Lucky guardó entonces no era extraordinario, ya que el joven consejero no era hablador ni en el mejor de los momentos; pero tenía una pequeña arruga entre los ojos que Bigman reconoció como un indudable signo de preocupación.
—No estamos progresando nada, ¿verdad, Lucky? —comentó Bigman. Lucky meneó la cabeza. —No demasiado, lo admito.