Las lunas de Júpiter (10 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Las lunas de Júpiter
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—Sí, me hago cargo —dijo Lucky—. Al parecer le debemos una disculpa. El rostro de gnomo de Bigman se contrajo en una mueca de desagrado. —Pero, Lucky... Lucky meneó la cabeza.

—¡Olvídalo, Bigman! Nunca te aferres a una teoría que ya ha sido explotada. Espero que comprenda, señor Norrich, que Bigman sólo hacía lo que consideraba su deber.

—Habría sido mucho mejor que hiciese unas cuantas preguntas antes de actuar —repuso fríamente Norrich—. ¿Puedo irme, ahora? ¿No tienen inconveniente?

—Puede irse. Sin embargo, tengo que pedirle oficialmente que no mencione a nadie lo que ha ocurrido. Es muy importante.

—Yo podría demandarles por falso arresto —dijo Norrich—, pero lo olvidaremos todo. No mencionaré nada a nadie. —Se dirigió a la puerta, encontró a tientas el cuadro de señales y salió. Bigman se volvió casi inmediatamente hacia Lucky. —Era un truco. No tendrías que haberle dejado marchar.

Lucky apoyó la barbilla en la palma de su mano derecha, y sus tranquilos ojos pardos tuvieron una mirada de preocupación.

—No, Bigman, no es el hombre que buscamos.

—Tiene que serlo, Lucky. Incluso si es ciego, realmente ciego, es un argumento en contra suya. Claro, Lucky. —Bigman volvía a excitarse, y sus manos se abrían y cerraban—, podía acercarse a la V-rana sin verla. Podía matarla. Lucky meneó la cabeza.

—No, Bigman. La influencia mental de la V-rana no depende de que la vean o no. Es un contacto mental directo. Éste es el único hecho que no podemos olvidar —y añadió lentamente—: Tuvo que ser un robot. Tuvo que serlo, y Norrich no es un robot. —Bueno, ¿cómo sabes qué no...? —Pero Bigman se interrumpió.

—Veo que has contestado tu propia pregunta. Detectamos sus emociones durante nuestra primera entrevista, cuando la V-rana aún estaba con nosotros. Tiene emociones, así que no es el robot y, por lo tanto, tampoco es el hombre que buscamos.

Pero mientras hablaba así, su rostro expresaba una profunda inquietud y apartó de su lado el libro-película sobre robots como si ya no confiase en la ayuda que podía prestarle.

La primera nave Agrav que fue construida se llamó Luna Joviana y no se parecía a ninguna nave que Lucky hubiera visto en su vida. Era bastante grande para ser un lujoso transatlántico espacial, pero las dependencias de la tripulación y los pasajeros estaban inusitadamente apiñadas en la parte delantera, ya que nueve décimas partes del volumen de la nave consistían en el convertidor Agrav y los condensadores de campo de fuerza hiperatómica. A partir de la sección central, unas aspas curvadas que recordaban vagamente las alas de un murciélago, se extendían a ambos lados. Cinco en uno y cinco en otro, diez en total.

A Lucky le habían explicado que estas aspas, al cortar las líneas de fuerza del campo gravitacional, convertían la gravedad en energía hiperatómica. Era así de prosaico, a pesar de lo cual conferían a la nave un aspecto siniestro.

La nave reposaba ahora en un gigantesco agujero abierto en Júpiter Nueve. La tapa, de hormigón armado, había sido retirada, y toda la zona estaba bajo la gravedad normal de Júpiter Nueve y expuesta a la carencia de aire normal en la superficie de Júpiter Nueve.

No obstante, todo el personal del proyecto, cerca de un millar de hombres, se hallaban reunidos en aquel anfiteatro natural. Lucky nunca había visto a tantos hombres con traje espacial reunidos. Reinaba una cierta excitación muy natural debido a las circunstancias; una cierta inquietud casi histérica que se manifestaba en las payasadas que la baja gravedad hacía posibles.

Lucky pensó sombríamente: «Y uno de estos hombres vestidos con el traje espacial no es tal hombre.» Pero ¿cuál? Y ¿cómo saberlo?

El comandante Donahue pronunció un corto discurso ante un grupo de hombres súbitamente silenciosos e impresionados a pesar suyo; mientras Lucky, alzando la vista hacia Júpiter, divisó un pequeño objeto cerca de él que no era una estrella sino una diminuta partícula luminosa, curvada como una uña, casi demasiado pequeña para que la curva fuera visible. Si en el camino hubiera habido algo de aire, en lugar del vacío sin aire de Júpiter Nueve, la pequeña curva habría sido una borrosa mancha de luz. Lucky sabía que el minúsculo semicírculo era Ganímedes: Júpiter Tres, el mayor satélite de Júpiter y luna del gigantesco planeta.

Su tamaño era tres veces superior al de la Luna de la Tierra; superior al del planeta Mercurio. Era casi tan grande como Marte. Una vez completada la flota Agrav, Ganímedes no tardaría en convertirse en un mundo del Sistema Solar.

El comandante Donahue bautizó la nave con voz ronca de emoción, y entonces todos los espectadores, en grupos de cinco y seis, entraron en el interior lleno de aire del satélite a través de las diversas antecámaras. Sólo quedaron los que iban a embarcar en la Luna Joviana. Subieron uno a uno la rampa que conducía a la antecámara de entrada, siendo el comandante Donahue el primero en hacerlo.

Lucky y Bigman fueron los últimos en subir a bordo. El comandante Donahue se apartó de la antecámara de compresión al verlos entrar, mostrando claramente su desagrado. Bigman se inclinó hacia Lucky, para decirle en voz baja: —¿Te has fijado, Lucky, en que Red Summers está a bordo? —Sí, ya lo sé.

—Es el tipo que intentó matarte. —Ya lo sé, Bigman.

La nave empezó a elevarse con majestuosa lentitud. La gravedad superficial de Júpiter Nueve sólo era de una decimoctava parte de la terrestre, y aunque el peso de la nave todavía alcanzaba los cientos de toneladas, no era ésta la causa de la lentitud inicial. Aunque la gravedad hubiera sido nula, la nave seguiría teniendo su contenido de materia y toda la inercia que ello implicaba. Seguiría siendo muy difícil poner toda esa materia en movimiento o, en caso necesario, detenerla o cambiar su dirección, una vez hubiera empezado a moverse. Pero lentamente al principio, y después con creciente rapidez, el agujero fue dejado atrás. Júpiter Nueve apareció en las visiplacas como una escarpada roca gris. Las constelaciones poblaban el cielo negro y Júpiter parecía una reluciente canica.

James Panner se acercó a ellos y les rodeó los hombros con ambos brazos.

—¿Les gustaría a estos dos caballeros comer conmigo en mi camarote? En la sala de observación no habrá nada que ver hasta dentro de muchas horas. —Su amplia boca se contrajo en una sonrisa que dilató los músculos de su grueso cuello y lo hizo parecer como una continuación de la cabeza. —Gracias—dijo Lucky— Es muy amable al invitarnos.

—Bueno —repuso Panner—, el comandante no va a hacerlo y los hombres también recelan un poco de ustedes. No quiero que estén demasiado solos. Será un largo viaje. —¿No recela usted de mí, doctor Panner? —inquirió secamente Lucky.

—Claro que no. Recuerde que me sometió a una prueba y salí airoso de ella. El camarote de Panner era tan pequeño que apenas cabían tres personas. Resultaba evidente que las habitaciones de la primera nave Agrav eran tan reducidas como sólo la ingenuidad de un ingeniero podía hacerlas. Panner abrió tres latas de ración individual, el alimento concentrado que se tomaba en todas las naves espaciales.

Lucky y Bigman se encontraban como en su casa con el aroma de las raciones al calentarse, la sensación de hallarse entre cuatro paredes, fuera de las cuales estaba la infinita vacuidad del espacio, y, resonando a través de esas paredes, el continuo y vibrante zumbido de los motores hiperatómicos que convertían las energías de campo en fuerza propulsora o, cuando menos, proveían de energía a las entrañas de la nave. Si pudiera decirse que la antigua creencia de la «música de las esferas» se había convertido literalmente en realidad, era en aquel zumbido de los hiperatómicos que constituía la parte esencial del vuelo espacial. —Ya hemos pasado la velocidad de escape de Júpiter Nueve —dijo Panner—, lo cual significa que podemos navegar por medio de la gravedad sin ningún peligro ni volver a caer encima de su superficie. —Eso significa que hemos iniciado nuestra caída libre con destino a Júpiter —comentó Lucky. —Con veintitrés millones de kilómetros de caída, sí. En cuanto hayamos alcanzado la velocidad suficiente, conectaremos la Agrav.

Panner sacó un reloj de su bolsillo a medida que hablaba. Era un gran disco de reluciente metal.

Apretó un pequeño botón, y unas cifras luminosas aparecieron en la esfera. Estaba rodeada por una brillante línea de color blanco, que se fue volviendo roja poco a poco, después de lo cual el arco volvió a tornarse blanco.

Lucky preguntó:

—¿Acaso falta tan poco rato para entrar en Agrav?

—No mucho —repuso Panner. Dejó el reloj sobre la mesa, y comieron en silencio. Panner alzó de nuevo el reloj.

—Poco menos de un minuto. Tendría que ser completamente automático.

Aunque el ingeniero jefe hablara con bastante tranquilidad, la mano que sostenía el reloj tembló ligeramente.

Panner dijo: «Ahora», y se hizo el silencio. El más completo silencio.

El zumbido de los hiperatómicos había cesado. Hasta la energía necesaria para mantener encendidas las luces de la nave y su campo de seudogravedad en funcionamiento procedía ahora del campo gravitacional de Júpiter.

—¡Exactamente! ¡Perfecto! —exclamó Panner. Se guardó el reloj, y aunque sólo esbozó una sonrisa, ésta demostró todo el alivio que sentía—. Ya estamos en una nave Agrav que funciona según el sistema Agrav. Lucky también sonreía. —Felicidades. Me alegro de estar a bordo.

—Me lo imagino. Luchó mucho para conseguirlo. ¡Pobre Donahue!

—Lamento haber tenido que presionar tanto al comandante —dijo gravemente Lucky—, pero no me quedaba otra alternativa. De una forma u otra, tenía que estar a bordo. Panner entrecerró los ojos ante la súbita gravedad reflejada en la voz de Lucky. —¿ Tenía que estarlo?

—¡Tenía que estarlo! Estoy casi seguro de que, en este momento, el espía que buscamos se encuentra a bordo de esta nave.

10 EN LAS ENTRAÑAS DE LA NAVE

Panner le miró inexpresivamente. Después preguntó: —¿Por qué?

—Los sirianos deben querer saber cómo funciona la nave. Si su método de espionaje es infalible, como hasta ahora lo ha sido, ¿por qué no continuarlo a bordo?

—Así pues, lo que usted quiere decir es que uno de los catorce hombres que hay a bordo de la Luna Joviana es un robot, ¿verdad? —Eso es exactamente a lo que me refiero.

—Pero los hombres que están ahora en la nave fueron elegidos hace tiempo.

—Los sirianos debían conocer las razones y el método de elección del mismo modo que conocían todos los demás detalles del proyecto, y debieron proceder de forma que su robot humanoide fuera uno de los escogidos.

—Esto es atribuirles un gran mérito —susurró Panner. —Lo reconozco —dijo Lucky—. Hay una alternativa. —¿Cuál?

—Que el robot humanoide haya embarcado como polizón. —Es muy improbable —objetó Panner.

—Pero posible. Podría haber abordado fácilmente la nave aprovechándose de la confusión que precedió al discurso del comandante. Traté de vigilar la nave, pero me fue imposible. Además, nueve décimas partes de la nave están reservadas para emplazamiento de los motores, así que debe de haber mucho sitio para esconderse.

Panner reflexionó un momento. —No tanto sitio corno usted cree.

—Sin embargo, hemos de buscarle. ¿Se encargará de ello, doctor Panner?

—¿Yo?

—Naturalmente. Como ingeniero jefe, conoce mejor que nadie el compartimento de los motores. Nosotros iremos con usted.

—Espere; es una empresa de locos.

—Si no hay ningún polizón, doctor Panner, igualmente habremos logrado algo. Sabremos que podemos restringir nuestras sospechas a los hombres que se encuentran legalmente a bordo. —¿Sólo nosotros tres?

—¿ En quién más podemos confiar para ayudarnos —dijo Lucky tranquilamente—, si cualquiera puede ser el robot que estamos buscando? No hablemos más de ello, doctor Panner. ¿Está usted dispuesto a ayudarnos en la búsqueda? Le pido su colaboración en mi condición de miembro del Consejo de Ciencias. Panner se puso en pie de mala gana. —En ese caso, supongo que debo prestársela.

Descendieron agarrándose fuertemente a los asideros del estrecho pozo que conducía al nivel donde se encontraban los motores. La luz era escasa y, naturalmente, indirecta, a fin de que la enorme estructura no proyectara ninguna sombra.

No se oía ningún ruido, ni el más ligero zumbido que indicara actividad o demostrara que había vastas fuerzas en juego. Bigman, al mirar en torno a él, se asombró de que nada de lo que veía le resultara familiar; de que no hubiera nada que recordara a la maquinaria de una nave espacial, tal como la Shooting Starr. —Todo está cerrado —dijo. Panner asintió y explicó en voz baja:

—Todo es lo más automático posible. La necesidad de intervención humana ha sido reducida al mínimo. —¿Qué hay de las reparaciones?

—No tendría que haber ninguna —dijo sombríamente el ingeniero—. Tenemos circuitos alternos y equipo duplicado a cada paso, y todos ellos entran automáticamente en funcionamiento si el otro se estropea. Panner siguió adelante, guiándoles a través de las estrechas aberturas con extrema lentitud, como si esperara que en cualquier momento alguien o algo pudiera abalanzarse sobre ellos.

Nivel por nivel, partiendo metódicamente del pozo central y recorriendo todos los pasillos laterales, Panner escudriñó hasta la más pequeña habitación con la seguridad de un experto.

Al fin llegaron al piso inferior, donde estaban los grandes reactores de cola por medio de los cuales las fuerzas hiperatómicas (cuando la nave realizaba un vuelo ordinario) presionaban hacia atrás para impulsar la nave hacia delante. Desde dentro de la nave, los reactores de prueba semejaban cuatro tubos, cada uno de ellos el doble de grueso que un hombre, que se introducían en la nave y terminaban en las tremendas estructuras sin forma determinada que albergaban los motores hiperatómicos. Bigman exclamó: —¡Oiga, los reactores! ¡Dentro! —No —dijo Panner.

—¿Por qué no? Un robot podría esconderse en ellos perfectamente. Es espacio abierto, pero ¿qué es eso para un robot?

—Las sacudidas hiperatómicas —dijo Lucky—; serían demasiado para un robot y hemos tenido muchas hasta hace una hora. No, los reactores están descartados.

—Bueno —dijo Panner—, no hay nadie en los compartimentos de los motores. Ni nada. —¿Está seguro?

—Sí. No hay lugar donde no hayamos buscado, y con el camino que he seguido he evitado que alguien se nos escapara dando una vuelta.

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