—Lo estaremos en cuanto nos explique cómo debemos manejar la Agrav.
—Esto no es ningún problema. —El teniente Nevsky les entregó un ligero arnés, que ajustó por encima de sus hombros y alrededor de su cintura, mientras les explicaba el funcionamiento de los mandos. Y, a continuación, dijo:
—Si quieren seguirme, caballeros, el pasillo está a pocos metros en esta dirección.
Bigman titubeó a la entrada del pasillo. No le asustaba el espacio en sí mismo, ni las caídas en sí mismas. Pero toda su vida había estado salvando obstáculos bajo la gravedad marciana u otra menor. Esta vez el campo de seudogravedad era igual al de la Tierra, y bajo su influencia el pasillo era un agujero brillantemente iluminado que parecía caer en línea recta hacia el centro del satélite, aunque en realidad (Bigman se lo dijo para tranquilizarse) era paralelo a la superficie. El teniente dijo:
—Éste es el camino que va en dirección a la Sección de Ingenieros. Si nos acercáramos desde el otro lado, «abajo» parecería estar en la otra dirección. O podríamos hacer que el «arriba» y el «abajo» cambiara de lugar ajustando debidamente nuestros mandos Agrav. Vio la expresión de Bigman y dijo:
—Ya captarán la idea por el camino. Al cabo de un rato, se convierte en algo instintivo.
Entró en el pasillo y no se cayó ni un milímetro. Daba la impresión de hallarse sobre una plataforma invisible.
Muy seriamente, preguntó:
—¿Han puesto el cuadrante a cero?
Bigman así lo hizo, e instantáneamente toda sensación de gravedad desapareció. Entró en el pasillo. En aquel momento, la mano que el teniente apoyaba sobre la palanca central de sus propios mandos la accionó bruscamente, y empezó a caer, ganando velocidad. Lucky le siguió, y Bigman, que habría caído a lo largo de todo el pasillo bajo doble gravedad y se habría estrellado antes que no hacer algo que Lucky hiciera, tomó aliento y se dejó caer.
—Vuelvan al cero —gritó el teniente—, y descenderán a una velocidad constante. En seguida le cogerán el truco.
Periódicamente se acercaban y pasaban junto a unas luminosas letras verdes que advertían: PERMANEZCAN A ESTE LADO. En una ocasión vieron a un hombre pasando rápidamente (cayendo, en realidad) en dirección opuesta. Iba a una velocidad muy superior a la suya. —¿Se producen choques alguna vez, teniente? —preguntó Lucky.
—Casi nunca —contestó el teniente—. El transeúnte experimentado está al tanto de las personas que van a pasarle o que él va a pasar, y es muy fácil disminuir la velocidad o aumentarla. Claro que hay veces en que los muchachos chocan a propósito. Es una diversión un poco especial que puede acabar con alguna clavícula rota. —Dirigió a Lucky una rápida mirada—. Nuestros muchachos son muy brutos. Lucky repuso:
—Lo sé; el comandante me advirtió sobre ello.
Bigman, que había estado mirando hacia abajo del túnel por donde caían, exclamó con repentina agitación: —Oye, Lucky, es muy divertido cuando te has acostumbrado. —Y ajustó los mandos a la zona positiva. Cayó más deprisa, su cabeza se puso al mismo nivel que los pies de Lucky, y un poco más abajo acrecentó aún más su velocidad.
El teniente Nevsky gritó con súbita inquietud: —¡Basta, estúpido! ¡Vuelva al negativo! Lucky lanzó un imperioso: —¡Bigman, aminora!
Pronto le alcanzaron, y el teniente exclamó agriamente:
—¡No lo haga nunca más! En estos pasillos hay toda clase de barreras y particiones, y si no se conoce el camino, puede uno estrellarse contra ellas cuando más tranquilo se está.
—Toma, Bigman —dijo Lucky—. Lleva la V-rana. Así tendrás alguna responsabilidad y dejarás de hacer tonterías.
—Oh, Lucky —repuso Bigman, avergonzado—. No hacía más que divertirme un poco. Arenas de Marte, Lucky...
—Muy bien —dijo Lucky—. No ha pasado nada —y Bigman se tranquilizó inmediatamente. Bigman volvió a mirar hacia abajo. Una caída a velocidad constante no era exactamente igual que una caída libre en el espacio. En el espacio, nada parecía moverse. Una nave espacial podía viajar a una velocidad de cientos de miles de kilómetros por hora y seguir existiendo la sensación de completa inmovilidad. Las lejanas estrellas nunca se movían.
Sin embargo, aquí la sensación de movimiento estaba en todas partes. Las luces y aberturas y diversas fijaciones que llenaban las paredes del pasillo se quedaban rápidamente atrás.
En el espacio, nadie se esperaba que hubiera «arriba» y «abajo», pero aquí tampoco había y daba la impresión contraria. Mientras miraba hacia abajo, más allá de sus pies, parecía «abajo» y no había problema. No obstante, cuando miraba hacia arriba, tenía la rápida sensación de que «arriba» era en realidad «abajo», que estaba cayendo hacia arriba de cabeza abajo. Se apresuró a mirarse los pies nuevamente para librarse de aquella sensación.
El teniente dijo:
—No se incline demasiado, Bigman. La Agrav funciona cuando te mantienes en la misma dirección que la caída, pero si se inclina demasiado, empezará a dar tumbos. Bigman se enderezó. El teniente dijo:
—No es que dar tumbos sea demasiado grave. Cualquiera que esté acostumbrado a la Agrav puede enderezarse otra vez. Sin embargo, los principiantes tropezarían con algunas dificultades para hacerlo. Ahora disminuiremos la velocidad. Pongan la esfera en negativo y déjenla aquí. En menos cinco.
Lo hizo mientras hablaba, quedándose encima de ellos. Tenía los pies al mismo nivel que los ojos de Bigman. Bigman movió la esfera, tratando desesperadamente de igualarse con el teniente. Y mientras aminoraba la marcha, el «arriba» y el «abajo» se hicieron definitivos, pero del modo equivocado. Estaba cabeza abajo. Dijo:
—Oigan, se me está subiendo la sangre a la cabeza. El teniente repuso vivamente:
—Hay apoyos para el pie a lo largo del pasillo. Ponga los dedos del pie en uno de ellos y déjese ir rápidamente. Lo hizo al mismo tiempo que lo decía. Bruscamente, la cabeza y los pies cambiaron de posición. Continuó balanceándose y se detuvo a sí mismo con un rápido manotazo en la pared.
Lucky siguió su ejemplo, y Bigman, que agitaba desesperadamente sus cortas piernas, acabó por encontrar uno de los apoyos para el pie. Giró bruscamente y tocó la pared con el codo con demasiada fuerza, pero consiguió enderezarse debidamente.
Por lo menos volvía a estar cabeza arriba. Ya no descendía, sino que ascendía, como si hubiera sido disparado por un cañón y ascendiera contra la gravedad cada vez más despacio; pero por lo menos estaba cabeza arriba.
Cuando su velocidad se hizo aún menor, Bigman, mirándose los pies con inquietud, pensó: «Vamos a caer nuevamente. » Y de pronto el corredor pareció un pozo sin fondo y sintió que el estómago le daba un vuelco.
Pero el teniente dijo: «Vuelvan a cero», e inmediatamente dejaron de aminorar la marcha. Empezaron a elevarse, como si fueran en un suave y lento ascensor, hasta llegar a un nivel intermedio donde el teniente, rozando uno de los asideros con los dedos del pie, se detuvo limpiamente.
—La Sección de Ingenieros, caballeros —dijo.
—Y —añadió Lucky Starr tranquilamente— un comité de recepción.
Había un grupo de hombres que les esperaba en el pasillo, cincuenta como mínimo.
Lucky dijo:
—Según usted y el comandante, les gustan los juegos peligrosos, y quizá lo que ahora quieran sea jugar. Entró decididamente en el pasillo. Bigman, con las fosas nasales dilatadas por la excitación y contento de estar en la firme seudogravedad de un suelo sólido, agarró fuertemente la pecera de la V-rana y siguió a Lucky, enfrentándose con los hombres de Júpiter Nueve que estaban aguardándoles.
El teniente Nevsky quiso dar a su voz un matiz de autoridad al mismo tiempo que apoyaba una mano en la culata de su pistola. —¿Qué estáis haciendo aquí?
Un pequeño murmullo agitó a los hombres, pero en conjunto se mantuvieron callados. Todos los ojos se volvieron hacia el que estaba en primera fila, como si esperaran que él hablase.
El líder sonreía, y su rostro expresaba una aparente buena voluntad. Su cabello lacio, que llevaba peinado con raya en medio, tenía un ligero tinte rojizo. Tenía los pómulos salientes y mascaba chicle. Su ropa era de fibra sintética, como la de todos los demás, pero se diferenciaba ligeramente de ella, ya que la camisa y los pantalones estaban adornados con grandes y abultados botones de latón. Cuatro en la pechera de la camisa, uno en cada bolsillo de la camisa y cuatro a lo largo de cada pernera del pantalón: catorce en total. Aparentemente no servían para nada; sólo de adorno.
—Muy bien, Summers —dijo el teniente, dirigiéndose a este hombre—, ¿qué hacen aquí? Summers habló ahora con voz suave y persuasiva:
—Bueno, pues verá, teniente, hemos venido a recibir al recién llegado. Él hablará con muchos de nosotros; nos hará preguntas. ¿Por qué no conocernos enseguida?
Miró a Lucky Starr mientras hablaba, y en un momento dado su mirada tuvo un matiz de frialdad que anuló toda demostración de suavidad. El teniente dijo:
—Tendríais que estar trabajando.
—Usted no tiene corazón, teniente —repuso Summers, mascando con mayor lentitud—. Hemos estado trabajando. Ahora queremos darle la bienvenida.
El teniente parecía no saber qué hacer. Miró desasosegadamente a Lucky. Lucky preguntó:
—¿Cuáles son nuestras habitaciones, teniente?
—La 2A y la 2B, señor. Para encontrarlas... —Ya las encontraremos. Estoy seguro de que alguno de estos hombres nos guiará. Y ahora, teniente Nevsky, creo que su tarea ha concluido. Ya nos veremos otro rato. —¡No puedo irme! —dijo el teniente Nevsky en un murmullo. —Creo que sí.
—Claro que puede, teniente —dijo Summers, sonriendo aún más ampliamente—. Una simple bienvenida no hará ningún daño al muchacho. —Se oyeron unas cuantas risitas a su espalda—. Y además, le han pedido que se marche.
Bigman se acercó a Lucky y musitó en un apremiante susurro:
—Lucky, déjame dar la V-rana al teniente. No puedo pelear y sostenerla al mismo tiempo. —Tú limítate a sostenerla —dijo Lucky—, está muy bien justo donde está... Buen día, teniente. Ya puede irse. El teniente vacilaba, y en un tono que no admitía réplica, Lucky dijo: —Es una orden, teniente.
El rostro del teniente Nevsky asumió una rigidez militar. Contestó vivamente: —Sí, señor.
Entonces, inesperadamente, vaciló un momento más y lanzó una mirada a la V-rana, que, debajo del brazo de Bigman, mordisqueaba tranquilamente un helecho.
—Cuiden bien al animalito. —Dio media vuelta y en dos pasos estuvo en el pasillo Agrav, desapareciendo casi enseguida a toda velocidad.
Lucky se volvió nuevamente hacia los hombres.
No se hacía ilusiones. Su aspecto era ceñudo y hablaban en serio, pero a menos que les hiciera frente y les demostrara que él también hablaba en serio, su misión se estrellaría contra la roca de su hostilidad. Tenía que ganarse su amistad de alguna manera.
La sonrisa de Summers se había convertido en una mueca cruel. Dijo:
—Bueno, amigo, ya no hay nadie de uniforme. Ahora podemos hablar. Yo soy Red Summers. ¿Cómo te llamas tú?
Lucky sonrió a su vez.
—Me llamo David Starr, y mi amigo, Bigman.
—Me ha parecido oír que te llamaban Lucky hace un momento.
—Sólo mis amigos me llaman así.
—¡Muy bonito! ¿Quieres seguir siendo afortunado?
[5]
—¿Conoces el medio de lograrlo?
—Desde luego, Lucky Starr, lo conozco. —De pronto su rostro se contrajo ferozmente. Lárgate de Júpiter Nueve.
Hubo un rugido de aprobación a su espalda, y unas cuantas voces repitieron: « ¡Lárgate! ¡Lárgate! »
Dieron un paso adelante, pero Lucky no retrocedió.
—Tengo importantes razones para quedarme en Júpiter Nueve.
—En este caso, mucho me temo que no seas afortunado —dijo Summers—. Eres un novato y pareces muy blando, y los novatos blandos salen malparados en Júpiter Nueve. Estamos preocupados por ti. —No creo que salga malparado.
—Eso es lo que crees, ¿eh? —dijo Summers—. Armand, ven aquí.
De las últimas líneas se destacó un hombre enorme, de rostro redondo, complexión robusta, anchas espaldas y vigoroso tórax. Le sacaba media cabeza al metro ochenta y cinco de Lucky, y miró de arriba abajo al joven consejero con una sonrisa que dejó al descubierto unos dientes amarillentos y separados entre sí. Los hombres estaban empezando a sentarse en el suelo. Se hablaban a gritos con evidente alegría, como si se dispusieran a presenciar un juego de pelota. Uno de ellos gritó:
—¡Oye, Armand, ten cuidado de no pisar al enanito!
Bigman se sobresaltó y miró furiosamente en la dirección de la voz, pero no pudo identificar al que había hablado.
Summers dijo:
—Aún puedes marcharte, Starr. Lucky repuso:
—No tengo intención de hacerlo, particularmente en un momento en que están preparando alguna clase de entretenimiento.
—No para ti —dijo Summers—. Ahora escucha, Starr, estamos dispuestos a darte lo que te mereces. Lo estamos desde que nos enteramos de que venías. Estamos hartos de todos los mequetrefes que nos envían desde la Tierra y no aceptaremos a ninguno más. Tengo hombres estacionados en todos los niveles. Por ellos sabremos sí el comandante trata de intervenir, y si lo hace, por Júpiter que nos declararemos en huelga. ¿Tengo razón, muchachos?
—¡Sí! —contestaron todos los hombres al unísono.
—Y el comandante lo sabe —prosiguió Summers—, así que no creo que intervenga. De modo que ésta es nuestra oportunidad de someterte a nuestra ceremonia de iniciación, y después volveré a preguntarte si quieres irte. Si estás consciente, quiero decir.
—Se están tomando muchas molestias para nada —dijo Lucky—. ¿Qué daño les he hecho yo? —No nos harás ninguno —repuso Summers—; eso te lo garantizo. Con su voz estridente y tensa, Bigman dijo:
—Oiga usted, mal bicho, está hablando con un consejero. ¿Se ha detenido a considerar lo que puede ocurrirle si se enfrenta con el Consejo de Ciencias?
Summers le miró de repente, se puso las manos en las caderas e inclinó la cabeza hacia atrás para reírse. —¿Lo habéis oído, muchachos? ¡Habla! Me estaba preguntando qué sería eso. Parece como si Lucky Entrometido hubiera traído a su hermanito para que le protegiese.
Bigman se puso mortalmente pálido, pero Lucky se inclinó hacia él y le habló en voz baja, mientras los demás se reían.
—Lo que tú has de hacer es sostener la V-rana, Bigman. Yo me ocuparé de Summers. ¡Y, gran Galaxia, Bigman, deja de transmitir mal humor! No consigo otra cosa de la V-rana más que eso. Bigman tragó saliva con esfuerzo por tres veces consecutivas. Summers preguntó cortésmente: