—Tome nota de las siguientes coordenadas a medida que las lea, junto con la línea de movimiento, y calcule las características de la órbita y la posición del punto en este momento y momentos sucesivos por espacio de cuarenta y ocho horas.
Los dedos del mayor volaron sobre la computadora mientras convertía las cifras en una clave especial que metió en la máquina.
Mientras esto tenía lugar, Lucky dijo:
—A partir de nuestra posición actual y velocidad, calcule nuestra órbita con respecto a Júpiter y el punto de intersección con el objeto cuya órbita acaba de calcular. El mayor actuó de nuevo.
La computadora arrojó sus resultados en cinta codificada, que se enrolló en un carrete y dictó el tecleo de una máquina de escribir que tradujo los resultados a cifras.
—En el punto de intersección, ¿cuál es el tiempo de discrepancia entre nuestra nave y el objeto? —preguntó Lucky.
El mayor volvió a ponerse en movimiento. Dijo:
—Pasamos de largo por cuatro horas, veintiún minutos y cuarenta y cuatro segundos.
—Calcule la forma de alterar la velocidad de la nave a fin de dar exactamente en el blanco. Ponga una hora a partir de este momento como tiempo de partida.
El comandante Donahue intervino:
—No podemos hacer nada a esta distancia de Júpiter, consejero. La energía de emergencia no nos permitirá alejarnos. ¿Es que no lo comprende?
—¡No estoy pidiendo al mayor que nos aleje, comandante! Le estoy pidiendo que acelere la velocidad de la nave hacia Júpiter, tanto como permita la energía de reserva. El comandante se estremeció de pies a cabeza. —¿Hacia Júpiter?
La computadora estaba realizando sus cálculos y los resultados empezaban a salir. Lucky dijo: —¿Puede acelerar hasta ese punto con la energía de que disponemos? El mayor Brant repuso temblorosamente: —Creo que sí.
—Pues hágalo.
El comandante Donahue repitió: —¿Hacia Júpiter?
—Sí. Exactamente. Io no es el más interno de los satélites de Júpiter. Amaltea, Júpiter Cinco, está más cerca. Si logramos cortar transversalmente su órbita, podremos aterrizar en él. Si no lo conseguimos, bueno, entonces habremos adelantado dos horas el momento de nuestra muerte.
Bigman sintió una oleada de repentina esperanza. Nunca se desesperaba completamente mientras Lucky estaba en acción, pero hasta aquel momento no había comprendido lo que Lucky se proponía hacer. Entonces recordó la conversación que sostuviera con Lucky sobre el tema. Los satélites estaban numerados por el orden en que fueron descubiertos. Amaltea era un pequeño satélite, de ciento cincuenta kilómetros escasos de diámetro, que no se descubrió hasta que los cuatro satélites principales fueron conocidos. Así pues, a pesar de ser el más cercano a Júpiter, era Júpiter Cinco. Uno siempre tendía a olvidarse de ello. Como Io era denominado Júpiter Uno, siempre existía la tendencia de pensar que no existía nada entre él y el planeta.
Y una hora más tarde la Luna Joviana inició una aceleración cuidadosamente planeada hacia Júpiter, apresurándose hacia la trampa mortal.
En la visiplaca ya no había centrada ninguna zona de Júpiter. Aunque éste aumentaba de tamaño por momentos, el centro de visión estaba constituido por una parte del campo estelar a considerable distancia del borde de Júpiter. El campo estelar se hallaba bajo el máximo aumento posible. En ese punto debía estar Júpiter Cinco, aguardando su cita espacial con una nave que se abalanzaba hacia Júpiter. O bien la nave sería atraída por la partícula rocosa y salvada, o bien se perdería para siempre.
—Allí está —dijo Bigman con excitación—. Esa estrella tiene un disco muy visible.
—Calcule la posición y movimiento observados —ordenó Lucky— y compárelos con la órbita de la computadora.
Así se hizo.
—¿Alguna corrección? —preguntó Lucky. —Tendremos que aminorar unos... —No importan las cifras. ¡Hágalo!
Júpiter Cinco giraba alrededor de Júpiter en doce horas, moviéndose en su órbita a una velocidad de casi cuatro mil quinientos kilómetros por hora. Esto suponía una rapidez de movimientos superior al doble de Io, y su campo gravitacional equivalía a una vigésima parte del de Io. Por ambas razones, constituía un blanco difícil de acertar.
Los puños del mayor Brant temblaron sobre los mandos mientras las importantísimas sacudidas laterales alteraban ligeramente la órbita de la Luna Joviana para ir al encuentro de Júpiter Cinco y deslizarse por detrás y alrededor de él, equiparando sus velocidades para aquellos momentos vitales que permitirían a la gravedad del satélite establecer a la nave en una órbita en torno suyo.
Júpiter Cinco se había convertido en un objeto grande y brillante. Si continuaba así, buena señal. Si empezaba a disminuir de tamaño, habrían fracasado. El mayor Brant murmuró:
—Lo hemos conseguido —y sepultó la cabeza entre sus manos temblorosas al soltar los mandos. Incluso Lucky cerró momentáneamente los ojos con alivio y agotamiento.
En cierto modo, la situación en Júpiter Cinco fue muy distinta a la que había sido en Io. Allí, todos los tripulantes se convirtieron en turistas; la observación del firmamento tuvo prioridad sobre las lentas preparaciones efectuadas en el valle.
Sin embargo, en Júpiter Cinco nadie salió de la Luna Joviana. Lo que había que ver, nadie lo vio. Los hombres permanecieron a bordo de la nave trabajando en la reparación de los motores. Ninguna otra cosa tenía importancia. Si fracasaban, el aterrizaje en Júpiter Cinco sólo aplazaría la sentencia y alargaría la agonía. Ninguna nave ordinaria podía aterrizar en Júpiter Cinco para rescatarles, y no existía ninguna otra nave Agrav ni existiría durante un año como mínimo. Si fracasaban, tendrían tiempo suficiente para observar Júpiter y el espectáculo de los cielos mientras aguardaban la muerte.
No obstante, en otras condiciones menos perentorias el panorama habría merecido la pena de contemplarse. Era igual al de Io con todo duplicado y triplicado.
Desde el punto en que había aterrizado la Luna Joviana, el borde inferior de Júpiter parecía barrer el horizonte. El gigante semejaba tan próximo en el espacio sin aire que cualquier observador hubiera podido creer que estaba al alcance de su mano y que podía sumergirla en aquel círculo de luz,
A partir del, horizonte, Júpiter se extendía hacia arriba, a medio camino del cenit. En el momento de aterrizaje de la Luna Joviana, el planeta estaba casi lleno, y dentro del enorme círculo de brillantes franjas y colores habrían podido colocarse cerca de diez mil lunas llenas como la de la Tierra. Casi una decimosexta parte de toda la bóveda celeste estaba cubierta por Júpiter.
Y como Júpiter Cinco daba la vuelta a Júpiter en doce horas, las lunas visibles (aquí había cuatro y no tres como en Io, puesto que el mismo Io era ahora una luna) se movían a una velocidad aparente tres veces superior a la que desarrollaban en Io. Era el mismo caso de las estrellas, y todo lo demás que poblaba el cielo, excepto Júpiter, una de cuyas caras veía eternamente y, por lo tanto, nunca se movía.
El Sol saldría al cabo de cinco horas y, en apariencia, seria exactamente el mismo que en Io; sería la única cosa que no habría cambiado. Pero avanzaría hacia este satélite cuatro veces más grande a una velocidad tres veces superior y produciría un eclipse cien veces más hermoso.
Pero nadie lo vio. Tuvo lugar mientras la Luna Joviana estaba allí y nadie lo vio. Nadie tuvo tiempo. Nadie tuvo ganas.
Finalmente, Panner se sentó y se quedó mirando al vacío con los ojos hinchados. La carne que los rodeaba estaba encarnada y abultada. Su voz era un ronco murmullo.
—Muy bien. Todo el mundo a sus puestos. Haremos un ensayo general. —Hacía cuarenta horas que no dormía. Los demás habían trabajado por turnos, pero Panner no había descansado ni para comer ni para dormir. Bigman, que se había dedicado a labores comunes, a llevar y traer, a leer esferas y aguantar palancas según las instrucciones, no tenía lugar en un ensayo general, ningún puesto, ninguna obligación. Así que merodeó sombríamente por la nave en busca de Lucky y lo encontró en la sala de mandos con el comandante Donahue. Lucky se había quitado la camisa y estaba secándose los hombros, antebrazos y cara con una toalla de plastoplumón.
En cuanto vio a Bigman, dijo vivamente:
—La nave se levantará, Bigman. Pronto despegaremos.
Bigman alzó los ojos.
—Realmente, no será más que un ensayo general, Lucky. —Dará resultado. Ese Jim Panner ha hecho milagros. El comandante Donahue dijo con toda solemnidad: —Consejero Starr, debo decir que ha salvado usted mi nave.
—No, no. El mérito es de Panner. Creo que la mitad del motor está unido con alambre de cobre y mucílago, pero funcionará.
—Sabe a lo que me refiero, consejero. Usted nos condujo a Júpiter Cinco cuando el resto de nosotros estaba a punto de declararnos vencidos. Usted ha salvado mi nave, y daré parte de este hecho cuando comparezca ante un tribunal militar en la Tierra por no haber cooperado con usted en Júpiter Nueve. Lucky se sonrojó de confusión.
—No puedo permitírselo, comandante. Es muy importante que los consejeros eviten la publicidad. En cuanto se refiere al informe oficial, usted habrá estado al mando en todo momento. No se mencionará ninguna de mis acciones.
—Imposible. No puedo aceptar que me alaben por algo que no he hecho. —No tendrá más remedio. Es una orden. Y no hablemos más de tribunales militares. El comandante Donahue se enderezó con una especie de orgullo.
—Me lo merecería. Usted me advirtió de la presencia de agentes sirianos. No le hice caso y, en consecuencia, mi nave fue saboteada.
—La culpa es también mía —dijo tranquilamente Lucky—. Estaba a bordo de la nave y no hice nada para evitarlo. No obstante, si podemos llevar de vuelta al saboteador, no habrá tribunal militar. —El saboteador, naturalmente, es el robot contra el que usted me puso en guardia —dijo el comandante—. ¡Qué ciego he estado!
—Me temo que aún no lo ve con claridad. No ha sido el robot. —¿Que no ha sido el robot?
—Un robot no habría podido sabotear la nave. Eso habría implicado dañar a los humanos, y eso habría significado quebrantar la Primera Ley.
El comandante frunció el ceño mientras reflexionaba sobre ello. —Es posible que no supiera que iba a dañarlos.
—Todos los que están a bordo, incluyendo al androide, entienden el Agrav. El robot habría sabido que estaba haciendo daño. En cualquier caso, creo que ya tenemos la identidad del saboteador, o la tendremos dentro de un momento.
—¡Oh! ¿Quién es, consejero Starr?
—Bueno, piense lo que voy a decirle. Si un hombre sabotea una nave para que estalle o se precipite contra Júpiter, tendría que ser un loco o una persona consagrada de forma sobrehumana a su misión para estar a bordo él mismo.
—Sí, supongo que sí.
—Desde que salimos de Io, las antecámaras de compresión no se han abierto ni una sola vez. Si se hubieran abierto habría habido un ligero descenso en la presión del aire, y el barómetro de la nave no indica dicho descenso. Así pues, queda demostrado que el saboteador no subió a la nave en Io. Sigue allí, a menos que ya se haya marchado.
—¿Marcharse? ¿Cómo iba a hacerlo? Ninguna nave podría llegar a Io, excepto ésta. Lucky sonrió tristemente. —Ninguna nave terrestre.
El comandante abrió los ojos desorbitada—Ninguna nave siriana, tampoco. —¿Está seguro?
—Sí, estoy seguro. —El comandante frunció el ceño—. Y en cuanto a eso, espere un momento. Todo el mundo se presentó antes de abandonar Io. No nos habríamos marchado sin alguno de ellos.
—En ese caso, todo el mundo está aún a bordo. —Yo diría que sí.
—Bueno —dijo Lucky—. Panner ha ordenado a todos los hombres que ocupen sus puestos de emergencia. El paradero de todos y cada uno de los hombres será conocido durante este ensayo general. Llame a Panner y pregúntele si falta alguien.
El comandante Donahue se volvió hacia el interfono y llamó a Panner.
Hubo un pequeño retraso, y después la voz de Panner, infinitamente cansada, respondió:
—Estaba a punto de llamarle, comandante. El ensayo ha tenido éxito. Ya podemos despegar. Si tenemos suerte, el arreglo aguantará hasta que lleguemos a Júpiter Nueve.
—Muy bien —dijo el comandante—. Su trabajo será debidamente reconocido, Panner. ¿Están todos los hombres en sus puestos?
El rostro de Panner, en la visiplaca que había sobre el interfono, pareció endurecerse de repente. —¡No! ¡Por el Espacio, quería decírselo! No podemos localizar a Summers. —Red Summers —exclamó Bigman con súbita excitación—. Ese criminal. Lucky... —Un momento, Bigman —dijo Lucky—. Doctor Panner, ¿está diciéndonos que Summers no está en su camarote?
—No está en ninguna parte. Si no fuera imposible, diría que no está a bordo. —Gracias. —Lucky se inclinó para cerrar el contacto—. Bien, comandante.
—Escucha, Lucky —dijo Bigman—. ¿Te acuerdas de que una vez te conté que le había visto salir de la sala de máquinas? ¿Qué estaba haciendo allí? —Ahora lo sabemos —repuso Lucky.
—Y sabemos lo bastante para cogerle —dijo el comandante, con el rostro blanco como el papel—. Aterrizaremos en Io y...
—Espere —dijo Lucky—, lo primero es lo primero. Hay algo que incluso es más importante que un traidor. —¿Qué?
—La cuestión del robot. —Eso puede esperar.
—Quizá no. Comandante, me ha dicho que todos los hombres se presentaron a bordo de la Luna Joviana antes de abandonar Io. En ese caso, alguien hizo trampas. —¿Y bien?
—Creo que deberíamos tratar de descubrir cuál fue esa trampa. Un robot no puede sabotear una nave, pero si un hombre ha saboteado la nave sin el conocimiento del robot, para éste sería muy sencillo ayudar a que el hombre permanezca fuera de la nave si éste se lo pide.
—¿Quiere decir que el que nos hizo creer que Summers estaba a bordo es el robot?
Lucky hizo una pausa. Intentó refrenarse para no abrigar demasiadas esperanzas ni sentirse demasiado triunfante, pero el razonamiento parecía perfecto.
Contestó:
—Así parece.
—Entonces, es el mayor Levinson —dijo el comandante Donahue. Sus ojos se ensombrecieron—. Sin embargo, me parece imposible.
—¿ Qué es lo que le parece imposible? —preguntó Lucky.
—Que sea un robot. Él es el que pasó lista. Se encarga de los archivos. Le conozco bien y juraría que no puede ser un robot.