—Eso es igualmente imposible. Tiene que ser algo nuevo, Lucky. ¿Ves la implicación? Si Sirio posee una nueva forma de hurgar en nuestro cerebro, nunca más estaremos seguros. No podríamos organizar una defensa contra ellos. No podríamos hacer planes contra ellos.
—Espera un momento, tío Héctor. Gran Galaxia, no vayas tan deprisa. ¿A qué te refieres cuando dices que están hurgando en nuestro cerebro? —Lucky clavó su penetrante mirada en el anciano. El consejero jefe se ruborizó.
—Espacio, Lucky, me estoy desesperando. No veo de qué otra forma pueden hacerlo. Los sirianos deben de haber descubierto alguna forma de captación del pensamiento, de telepatía.
—¿Por qué te resistías a decirlo? Supongo que es posible. Por lo menos, nosotros conocemos uno de los medios prácticos de telepatía; las V-ranas venusianas.
—De acuerdo —repuso Conway—. Yo también he pensado en eso, pero ellos no tienen ninguna V-rana venusiana. Estoy al corriente de la investigación sobre V-ranas. Se necesitan miles trabajando en combinación para hacer posible la telepatía. Mantener un centenar de ellas en cualquier sitio que no fuera Venus sería horriblemente difícil, y muy fácil de descubrir. Y sin V-ranas no hay manera de obtener una comunicación telepática.
—Ninguna manera que nosotros conozcamos —objetó suavemente Lucky—, por ahora. Es posible que los sirianos estén más adelantados que nosotros en investigación telepática. —¿Sin V-ranas? —Incluso sin V-ranas.
—No lo creo —exclamó violentamente Conway—. No puedo creer que los sirianos hayan resuelto un problema que constituye un enigma para el Consejo de Ciencias.
Lucky reprimió una sonrisa ante el orgullo del anciano por la organización, pero tuvo que admitir que en ello había algo más que simple orgullo. El Consejo de Ciencias tenía en su seno la mayor colección de hombres inteligentes que la Galaxia había visto jamás, y durante un siglo cualquier adelanto científico de alguna importancia se había debido únicamente al Consejo. No obstante, Lucky no pudo evitar una pequeña observación irónica. Dijo: —Sus robots están más perfeccionados que los nuestros.
—No exactamente —replicó Conway—. Sólo en su aplicación. Los terrícolas inventamos el cerebro positrónico que hizo posible el moderno hombre mecánico. No lo olvides. La Tierra es la promotora de todos los adelantos básicos. Es sólo que Sirio construye más robots y —titubeó— ha perfeccionado algunos detalles técnicos. —Es lo que pude comprobar en Mercurio —dijo sombríamente Lucky
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. —Sí, lo sé, Lucky. Te salvaste por los pelos.
—Pero ya todo ha pasado. Consideremos lo que ahora nos preocupa. La situación es ésta: Sirio está llevando a cabo una triunfal labor de espionaje y nosotros no podemos evitarlo.
—Sí.
—Y el proyecto Agrav está seriamente afectado. —Sí.
—Y supongo, tío Héctor, que lo que tú quieres es que vaya a Júpiter Nueve y averigüe lo que está sucediendo. Conway asintió tristemente.
—Es lo que me gustaría que hicieras. Ya sé que no es justo. Me he acostumbrado a considerarte como mi as, mi comodín, un hombre al que puedo encargar de resolver cualquier problema y estar seguro de que lo resolverá. Sin embargo, ¿qué podrías hacer en este caso? No hay nada que el Consejo no haya intentado y no hemos localizado a ningún espía ni método de espionaje. ¿Qué otra cosa podemos esperar de ti? —No de mí solo. Tendré ayuda.
—¿Bigman? —El anciano no pudo reprimir una sonrisa.
—No sólo Bigman. Déjame preguntarte una cosa. Que tú sepas, ¿saben los sirianos algo sobre nuestra investigación acerca de las V-ranas en Venus?
—No —respondió Conway—. No se ha filtrado ninguna información de esa clase, que yo sepa. —Entonces solicito que me sea asignada una V-rana. —¡Una V-rana! ¿Una V-rana? —Eso es.
—¿Y de qué va a servirte? El campo mental de una sola V-rana es terriblemente débil. No podrás leer el pensamiento de nadie.
—Es verdad, pero podré detectar oleadas de fuerte emoción. Conway repuso pensativamente:
—Es posible, pero ¿de qué va a servirte?
—Aún no estoy seguro. Sin embargo, será una ventaja que otros investigadores no han tenido. Una onda emocional inesperada por parte de alguien de allí puede ayudarme, puede proporcionarme una base en qué fundar mis sospechas, puede señalarme el camino de la futura investigación. Y, además...
—¿Sí?
—Si alguien tiene poder telepático, sea natural o desarrollado por medio de alguna ayuda artificial, puedo detectar algo mucho más fuerte que una oleada de emoción. Puedo detectar un pensamiento, un pensamiento importante, antes de que el individuo haya leído en mi mente lo bastante para ocultar sus pensamientos. ¿Comprendes lo que quiero decir? —También podría detectar tus emociones.
—Teóricamente, sí, pero yo estaré a la espera de una emoción, por así decirlo. Él, no. Los ojos de Conway se iluminaron.
—Es una esperanza muy débil, pero, por el espacio, ¡es una esperanza! Te conseguiré la V-rana... Pero una cosa, David... —y era sólo en momentos de gran inquietud cuando empleaba el verdadero nombre de Lucky, aquel por el que el joven consejero había sido conocido a lo largo de toda su infancia—, quiero que comprendas la importancia de todo esto. Si no averiguamos lo que están haciendo los sirianos—, significa que realmente han logrado sobrepasarnos. Y eso significa que la guerra no puede demorarse mucho. La guerra o la paz dependen de esto. —Lo sé —dijo Lucky en voz baja.
Y así sucedió que Lucky Starr, terrícola, y su pequeño amigo, Bigman Jones, nacido y criado en Marte
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, atravesaron el cinturón del asteroide y se internaron en las zonas externas del Sistema Solar. Y fue por esta razón también que un nativo de Venus, que no era un hombre, sino un pequeño animal que leía el pensamiento e influenciaba la mente, les acompañó.
Ahora flotaban a mil quinientos kilómetros por encima de Júpiter Nueve y esperaban que un flexible túnel transportador uniera la Shooting Starr y la nave del comandante. El túnel enlazó una antecámara de compresión con otra y formó un pasadizo que los hombres podían utilizar para ir de una nave a otra sin tener que ponerse un traje espacial. El aire de ambas naves se fusionaba, y un hombre habituado al espacio, aprovechándose de la ausencia de gravedad, podía lanzarse por el túnel tras un solo empujón inicial y guiarse en aquellos lugares donde el túnel describía una curva con la suave fuerza reguladora de un codo bien colocado. Las manos del comandante fueron la primera parte de su cuerpo que apareció por la abertura de la antecámara. Se asieron al borde de la abertura y empujaron de tal forma que el comandante entró de un salto y se encontró en el campo de gravedad artificial localizada (o campo de seudogravedad, como se denominaba habitualmente) sin apenas tambalearse. Fue una buena entrada, y Bigman, que era muy exigente con toda clase de técnicas espaciales, movió aprobativamente la cabeza.
—Buen día, consejero Starr —dijo Donahue con aspereza. Siempre era difícil escoger entre el «buenos días», «buenas tardes», o «buenas noches» en el espacio, donde, literalmente hablando, no había ni día, ni tarde, ni noche. «Buen día» era el término neutral empleado normalmente por los astronautas. —Buen día, comandante —dijo Lucky—. ¿Es que hay alguna dificultad para nuestro aterrizaje en Júpiter Nueve que justifique este retraso?
—¿Alguna dificultad? Bueno, depende de cómo se mire. —Paseó la mirada a su alrededor y se sentó en uno de los pequeños taburetes destinados al piloto—. Me he puesto en contacto con la sede del Consejo, pero ellos dicen que he de hablar con usted directamente, así que aquí estoy.
El comandante Donahue era un hombre de aspecto vigoroso que siempre parecía estar preocupado. Su rostro mostraba profundas arrugas, y su cabello grisáceo dejaba entrever que en otro tiempo había sido castaño. Sus manos tenían prominentes venas azules, y hablaba de forma explosiva, lanzando las frases en una rápida sucesión de palabras.
¿ Hablar conmigo sobre qué, señor? —preguntó Lucky. —Sobre esto, consejero. Quiero que regrese a la Tierra. —¿Por qué, señor?
El comandante no miró directamente a Lucky mientras hablaba.
—Tenemos un problema de moral. Nuestros hombres han sido investigados e investigados e investigados. Todos ellos han sido hallados inocentes cada vez, y cada vez se inicia una nueva investigación. No les gusta y a usted tampoco le gustaría. No les gusta que sospechen continuamente de ellos. Y yo estoy de su parte. Nuestra nave Agrav está casi terminada y éste no es momento para molestar a mis hombres. Hablan de declararse en huelga.
Lucky repuso tranquilamente:
—Sus hombres pueden haber sido declarados inocentes, pero la información sigue filtrándose. Donahue se encogió de hombros.
—Entonces debe proceder de algún otro lado. Debe... —se interrumpió y una repentina e incongruente nota de cordialidad entró en su voz— ¿Qué es eso?
—Bigman siguió la dirección de su mirada y se apresuró a contestar: —Eso es nuestra V-rana, comandante, y yo soy Bigman.
El comandante no dio muestras de haber oído la presentación. En cambio, se acercó a la V-rana, con la vista fija en la pecera.
—Es una criatura de Venus, ¿verdad? —Así es —repuso Bigman.
—Había oído hablar de ellas. Sin embargo, nunca había visto ninguna. Es un animalito muy simpático, ¿verdad?
Lucky esbozó una sonrisa divertida. No encontraba raro que, en medio de una importantísima conversación, el comandante lo olvidara todo para extasiarse ante la pequeña criatura acuática de Venus. La misma V-rana lo hacía inevitable.
La pequeña criatura miraba también a Donahue con sus ojos negros, balanceándose sobre sus patas extensibles y haciendo un ligero ruido con su pico de loro. En todo el universo conocido su medio de supervivencia era único. No tenía armas defensivas, ni armadura de ninguna clase. No tenía garras ni dientes ni cuernos. Su pico podía morder, pero ni siquiera este mordisco hacía daño a una criatura mayor que ella. Sin embargo, se multiplicaba libremente en la superficie cubierta de algas del océano venusiano, y ninguno de los feroces predadores de las profundidades oceánicas la importunaba, simplemente porque las V-ranas podían controlar las emociones. Provocaban instintivamente la simpatía de todas las demás formas de vida, logrando que no intentaran siquiera molestarlas. Por eso sobrevivían. Hacían más que eso: florecían.
Ahora aquella V-rana en particular estaba provocando en Donahue, por lo que parecía, un sentimiento de amistad, de modo que el hombre armado la señaló con un dedo a través del cristal y se rió al ver que erguía la cabeza y se desplomaba al doblar súbitamente las patas, cuando Donahue bajó el dedo. —¿Cree que podríamos tener unas cuantas en Júpiter Nueve, Starr? —preguntó—. Aquí nos encantan las mascotas. Un animalito aquí y allí te hace sentir en casa.
—No es muy práctico —dijo Lucky—. Las V-ranas resultan difíciles de mantener. Tienen que vivir en un sistema saturado de dióxido de carbono, ¿sabe? El oxígeno les resulta venenoso, y eso complica las cosas. —¿Quiere decir que no pueden meterse en una pecera abierta?
—A veces, sí. Así es como las guardan en Venus, donde el dióxido de carbono es muy barato y siempre pueden volver a soltarse en el océano si no parecen felices. Sin embargo, en una nave o un mundo sin aire, no es posible sobrecargar el ambiente de dióxido carbónico, de modo que un sistema cerrado es lo mejor. —Oh. —El comandante pareció decepcionado.
—Volviendo a nuestro anterior tema de conversación —dijo vivamente Lucky—, no tengo más remedio que rechazar su sugerencia de que me vaya. Tengo una misión que cumplir y debo llevarla a término. Parecieron necesarios unos segundos para que el comandante se sustrajera al hechizo causado por la V-rana. Su rostro se ensombreció.
—Estoy seguro de que no se da plena cuenta de la situación. —Se volvió repentinamente, para mirar a
Bigman—. Piense en su ayudante, por ejemplo.
El pequeño marciano, poniéndose rígido, empezó a enrojecer.
—Me llamo Bigman —dijo—; ya se lo he dicho antes.
—No es un hombre muy grande
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, sin embargo —repuso el comandante.
Y aunque Lucky se apresuró a poner una mano apaciguadora sobre el hombro de su compañero, fue inútil. Bigman exclamó:
—La grandeza no se mide por las apariencias, señor. Mi nombre es Bigman, y soy un gran hombre en comparación a usted o cualquiera que usted quiera designar, dejando aparte la cinta métrica. Y si no me cree... —Agitó vigorosamente el hombro izquierdo—. Suéltame, Lucky, ¿quieres? Ese tipo...
—¿Me harás el favor de esperar un minuto, Bigman? —pidió Lucky—. Sepamos lo que el comandante trata de decirnos.
Donahue pareció sobresaltarse ante el súbito ataque verbal de Bigman. —Le aseguro que mi intención era buena —dijo—. Si le he ofendido, lo siento.
—¿Ofenderme? —exclamó Bigman, con voz chillona—. ¿A mí? Escuche, quiero decirle algo sobre mí; no me enfado nunca, y en vista de que se ha disculpado, vamos a olvidar lo ocurrido. —Se ajustó el cinturón y bajó las manos dando una palmada sobre las botas naranjas y bermellón que le llegaban a la rodilla y constituían la herencia de su pasado como agricultor marciano y sin las cuales no se dejaba ver nunca en público (a menos que las sustituyera por otras de colores igualmente chillones). —Voy a hablarle claramente, consejero —dijo Donahue, volviéndose de nuevo hacia Lucky—. Tengo casi un millar de hombres en Júpiter Nueve, y todos ellos son muy fuertes. Tienen que serlo. Están lejos de su casa. Hacen un trabajo duro. Corren grandes riesgos. Tienen su propio concepto de la vida. Por ejemplo, hacen novatadas a los recién llegados y le aseguro que no se andan con chiquitas. A veces los recién llegados no pueden resistirlo y regresan a casa. A veces sufren algún daño. Si lo superan, todo va estupendamente. Lucky preguntó: —¿Está oficialmente permitido?
—No, pero sí extraoficialmente. Los hombres han de distraerse de algún modo, y no podemos permitirnos el lujo de atraernos su enemistad interviniendo en sus bromas. Los hombres buenos son difíciles de reemplazar aquí. No hay mucha gente que esté dispuesta a venir a las lunas de Júpiter, ¿sabe? Y, por otra parte, esta iniciación sirve para seleccionar al personal. Aquellos que no superan esta prueba seguramente fracasarían en otros aspectos. Por eso he hecho mención a su amigo. El comandante alzó las manos apresuradamente.