Luego hubo más cartas y en ellas se mostraba sumiso el Urdaneta a lo que dispusiera Su Majestad, aunque no del todo como se verá. Mas esta carta primera fue la más principal y la que fray Urdaneta tenía siempre cabe sí, en su mesa de trabajo, y hasta en el pobre lecho en el que dormía para que no olvidara lo que Su Majestad esperaba de él. La preparación del viaje llevó largo tiempo y en ello mucho tuvo que ver un escrúpulo de conciencia que traía a mal traer al Urdaneta, ya que la
Instrucción
de Su Majestad disponía que las naos habían de dirigirse a las islas Filipinas y éstas, según las decisiones de Su Santidad el papa Alejandro VI sobre división del mundo entre portugueses y castellanos, más la cesión de derechos que hiciera el emperador Carlos V sobre el Moluco, caían de la parte de los portugueses, y allá no podían desembarcar naos españolas. Esto con gran determinación se lo hizo saber fray Urdaneta a Su Majestad y sobre este punto se cruzaron cartas y al fin se resolvió que la Armada sólo tocaría las islas Filipinas —que todavía no eran nombradas así— a fin de rescatar españoles que hubieran quedado de otras expediciones y que, de estar esclavos, tratarían de comprarlos y a sus hijos si los hubieran, para que no se perdieran sus almas. Y que luego irían a la isla de Nueva Guinea de donde se iniciaría el tornaviaje.
Desde tal fecha estuvo fray Urdaneta con permiso de sus superiores, atento a la preparación del viaje tanto en lo que atañía a la construcción de las naves, y a cómo debían ser éstas, y a quiénes debían mandarlas, y cuáles los bastimentos que precisaban, y todo con gran detalle pues bien sabía lo mucho que iba en vida de personas acertar hasta en lo más menudo, y no daba lo mismo que cada nao llevara un batel o llevara dos, o que la sentina fuera de una forma o de otra, pues allá iba la munición de boca a la postre más necesaria que aquella otra de la que se servían las lombardas.
En lo que hace al mando de la armada mucho porfió y a la postre consiguió que fuera nombrado por su almirante a don Miguel López de Legazpi, de la casa de Lezcano, nacido en tierras de Guipúzcoa, con no poco descontento de los que le eran adversos y de los que hacía cabeza un tal que por haber sido piloto en la escuadra de Villalobos creía saber todo sobre la mar del Sur, cuando lo único que sabía era de fracasos. Este Carrión se atrevió a escribir a Su Majestad diciendo que el López de Legazpi era harto viejo para tal empresa, cumplidos que había los cincuenta años, y que si iba de almirante era por ser paniaguado del fraile Urdaneta. ¿Cuándo se ha visto semejante desvergüenza en quien tan pocos títulos ostentaba para dirigirse a Su Majestad el rey? Cierto que el López de Legazpi no andaba corto de años, mas sí sobrado de generosidad pues siendo hombre rico puso toda su hacienda al servicio de aquella expedición a las Filipinas, y sin esos dineros a saber si hubiéramos partido. Ítem, de religiosidad no podía ser más, y de seriedad otro tanto. Cierto también que andaba corto de conocimientos de navegación, mas para eso estaba el Urdaneta. ¿Se puede decir, por eso, que fuera su paniaguado? El Urdaneta, como sacerdote del Señor que era, decía tener abierto su corazón a todos los hombres, cualesquiera que fuera su raza, y no mentía en ello, mas a la hora de elegir se inclinaba por los de nuestra tierra, aunque mucho asegurara que también quería a los de otras; con este don Miguel López de Legazpi a veces se entendía en euskera y eso parece que le daba confianza.
Contrariedades para que partiera esta armada hubo sobradas, y a veces parecía que todo quedaría en agua de borrajas, y entonces fray Urdaneta se retornaba a su convento y a sus rezos del coro, como si no pasara nada, mas yo advertía que había perdido el sosiego de antes, como si la mar le hubiera vuelto a prender en sus redes de las que no lograba desasirse, aunque procurase disimularlo. Y la mayor de la contrariedad sucedió cuando estando todo presto para zarpar se nos viene a morir nuestro virrey, el excelentísimo señor don Luis de Velasco, el que más empeño había puesto en aquella hazaña. Primero le dio un vahído y se quedó sin habla, y cuando la recobró, mandó llamar a fray Urdaneta quien acudió solícito para atender a un alma que se marchaba de este mundo. Mas con no poco asombro del Urdaneta, le hizo jurar que por nada habían de suspender la expedición a las Filipinas y que su muerte no había de servir de excusa para demorar lo que ya llevaba demasiada demora. «¿Cómo así, mi señor virrey, que estáis en trance de emprender el viaje que en verdad importa a cada hombre y vuesa señoría piensa en otros viajes que son cosa de nada comparado con el de la eternidad?» A lo que el señor virrey respondió que emprendería más conforme el viaje a la eternidad, si estaba cierto que el otro también se había de hacer. Así se lo prometió el Urdaneta y aunque en algo se demoró, por fin la Real Audiencia de México autorizó que zarpáramos, lo que tuvo lugar el 21 de noviembre de 1564, festividad de San Gelasio, pontífice máximo, y protector de todos los desheredados de la Tierra.
Esto sucedía como queda dicho, en el mes de noviembre, y estábamos en octubre y yo no sabía todavía que había de emprender aquel nuevo viaje ni se me pasaba por mientes, pues sobrado andaba de hazañas con las que padecía años ha, y estaba muy conforme con mi quehacer de oficial mayor de la región de Ávalos y con miras a medrar, ya que muerto su señor tío, el virrey Velasco, a saber si su sobrino duraría en el cargo de corregidor y si no sería la ocasión de que mi persona accediera a él; andaba muy atento a la preparación de la Armada por el mucho cariño que le guardaba al Urdaneta, mas no menos a lo que sucediera en la sucesión en la región de Ávalos. Y lo que sucedió fue lo siguiente: que en vísperas de esa partida, cosa de quince días, una tarde que paseábamos por el campo, que se mostraba muy florido como suele estarlo en el otoño de aquella tierra (que no es igual que el otoño de la nuestra), díjome fray Urdaneta que no se hacía a la idea de volver a lugares tan queridos para nosotros, aunque no poco padeciéramos en ellos, sin la compañía de mi persona. «¿Cómo así, reverendo Padre? —repliqué— ¿Acaso en esta nueva aventura vais a precisar, también, de un escopetero?» A lo que me contestó: «Dios me libre de tales violencias, que bastantes cometimos entonces. De lo que voy a precisar es de un amigo.» «¿Un amigo? —le dije— ¿Por fortuna no los tenéis sobrados?» «Digo un amigo que sepa bien aconsejarme», y de seguido comenzó a relatarme cuántas veces había salido con bien gracias a los consejos que yo le diera, tal cuando el Carquizano le condenó a muerte y él quería ir al fortín a defender su honor, y yo dejé lo de defender su honor, para más adelante, y con la mecha del arcabuz prendida mandé cambiar el rumbo de la nao; éstas y otras me relato, de las que yo no conservaba memoria, pues de las que guardaba era de las ocasiones en las que el Urdaneta me sacó a mí de aprietos, que creo que ya han quedado relatadas. Con este motivo ambos nos pusimos muy tiernos y por echarlo a broma dijimos lo de la soga tras el caldero y que a saber quién sería la soga, quién el caldero.
Al otro día me topé con el señor presidente de la Real Audiencia, que hacía las veces de virrey (y acabó siéndolo), quien me dijo en cuánto tendría fray Urdaneta el llevar consigo un contador con sobrada experiencia, como era la que yo poseía, a lo que yo replíquele: «¿Y cree Vuestra Excelencia que la región de Ávalos puede quedarse sin su oficial mayor?» «Creo que puede —respondióme— y quizá a vuestro regreso os encontréis con una sorpresa que será de vuestro agrado.» Como esa sorpresa sólo podía ser la que en justicia merecía después de tantos años de servicio, accedí como no podía ser por menos. Este presidente, al igual que su predecesor, era de los que tenía en mucho el tornaviaje pues sabía cuánto le convenía a la villa de México ser la capital de Castilla en aquellas Indias.
Cuando le dije al Urdaneta que me embarcaba en la nao capitana, como su contador, me tomó en sus brazos, muy amoroso, y díjome que no tuviera cuidado, que no iba a ser como la otra vez, pues en esta ocasión sabía lo que había de hacerse para volver con bien.
EL TORNAVIAJE.
Zarpamos del puerto de la Navidad y la escuadra la componían cuatro navíos de toneles como nunca se había visto cosa igual, ya que sólo la capitana, la
San Pedro,
desplazaba quinientos, la siguiente, la
San Pablo,
cuatrocientos, y luego venían dos pataches, uno mayor y otro menor, de ochenta y cuarenta toneles, mas una fragatill
que llevaba la capitana y en la que había puesto mucho empeño el Urdaneta pues sabía de cuánto servían cuando se llegaba a islas cuyo calado se desconocía.