La dicha de aquellos días la recuerdo enturbiada, no por las azarosas jornadas, sino por el mal de la avaricia que no me dejaba estar y que es vicio que nunca se sacia y no hay hartura que venga a calmarlo pues todo es poco para el que quiere más. Antes de llegar a las islas, cierto que lo tenía y en el juego veía la forma de hacerme rico aunque tantos disgustos me diera, pero en llegando a Talao viendo el oro por doquier, se me trastornó el cerebro y sólo soñaba cómo hacerme con él, sin atender para nada a la prohibición que promulgara nuestro capitán general. En trance había estado de perder la vida, y más lo sentía pensando que dejaría de disfrutar de mis dineros una vez muerto, en lugar de pensar en mi alma en semejante angustia, a tanto llegaba mi necedad. Es excusado decir que cuando salimos de Talao llevaba conmigo la bolsa en la que guardaba el oro, cuyo peso ya no era corto, pero antes me hubiera separado de mi vida que de la bolsa, así discurre el avaro. Y pese al trato de amistad que decía sentir por quienes me estaban salvando la vida, no por eso quitaba ojo de unas ajorcas de oro que llevaban en los tobillos y no paré hasta hacerme con ellas. ¿Cómo? Vergüenza me da confesarlo; de unos con lo de siempre, jugando a los huesecillos con unas piedras, y de otro robándoselo aprovechando que para tirarse al mar la había dejado en la canoa; luego le dije que cómo se caía al agua, y el mozo buceó, mas al poco lo dejó porque no hacían mucha estima del oro del que sólo se servían como adorno. También me traían a mal traer los zarcillos que regalara a la Tagina, pues para nada se los quitaba y con ellos se bañaba y hacía toda clase de menesteres, y tanto le advertía yo que tuviera cuidado no los fuera a perder, que un día se los quitó y me dijo que estarían mejor en mi cuido, y que se los guardara, y así lo hice y ya nunca más volvió a verlos. Esto de los zarcillos, aparte de la codicia, era superstición por entender que mi suerte iba unida a la de aquellos pendientes.
Por fin un atardecer cesaron las risas y los juegos, arriaron la vela latina por navegar disimulados y, sólo, a remo, comenzamos a bogar con tiento porque el Gapi dijo que en el Moluco ya estábamos y que habíamos de tener mucho cuidado, no fuéramos a dar con los farangüis o con sus indígenas aliados, tan salvajes los unos como los otros
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. Habíamos alcanzado el Moluco gracias al arte de navegar del Gapi, mas a partir de ahí no teníamos otro remedio que impetrar el auxilio de la Divina Providencia, pues el Moluco no es una sola isla sino varias, a saber, Terrenate, Tidor, Motir, Machian y Bachian, de las cuales las más principales son las de Terrenate y Tidor, y todo era preguntarnos en cuál de ellas estaría la
Santa María de la Victoria.
Al segundo día de andar rondando el Moluco, sería la hora del amanecer, me despertaron los gritos de alegría de los salvajes que habían divisado una nao saliendo de una rada y pensaron que sería la nuestra, mas presto advertí que tras ella salía otra y siendo más de una sólo podían ser naves portuguesas, y pronto tuvimos ocasión de confirmarlo. El Gapi, que era muy sagaz, dispuso que desembarcásemos en un lugar apartado, y se subió por un bosquecillo que había, muy empinado, al rato bajó y me llevó consigo y lo que vi me hizo temblar. Luego supe que nos encontrábamos en la isla de Terrenate, en la que habían establecido sus reales los portugueses por ser la que mejor aprovechamiento tenía para sacar el clavo; también es misterio grande de la naturaleza que, habiendo por allá tantas islas que por de fuera todas son parejas, sólo en las del Moluco se dé el clavo y, además, dos cosechas cada año, una por la Navidad y otra por San Juan Bautista, sin que el árbol del que se saca sea digno de mayor atención pues sus hojas son como las del laureai, de grueso como el cuerpo de un hombre, y de alto unas diez cuartas; en las puntas es donde le sale el fruto que es blanco al brotar, rojo al madurar y negro al secar. Por disponer de esos frutillos había de morir tanta gente y con ser de mayor valer que el oro, yo nunca sentí codicia de él, pues el avaro parece que sólo se complace en la contemplación de metales de valer y en el tintineo de monedas.
Volvamos a lo de mi espanto, pues ocultos en la foresta de un cerro al que me había llevado el Gapi, alcancé a divisar una rada muy hermosa y bien cerrada por las puntas que es lo que conviene para que los navíos estén tan seguros como en un puerto, y en esa rada estaban fondeadas dos carabelas, de buena arboladura, y no menos de una docena de fustas, que son las naos ligeras que ayudan a las carabelas en sus exploraciones, pero éstas, aun con ser ligeras portaban en las amuradas unas culebrinas muy livianas, como la mitad de las otras, que llamamos versos. Mas no se acababa ahí mi espanto, pues como a media legua de la playa se alzaban muchas casas de madera, muy bien hechas, y dominándolas todas una fortaleza de calicanto cosa nunca vista en las conquistas, que los fuertes siempre se hacen con árboles, y ésta tenía sus buenas troneras por las que asomaban las bocas de su artillería gruesa. Por el poblado bullían muchos indígenas, en distintos quehaceres, pero todos con vistas a recolectar el clavo, y algunos llevaban cadenas, como esclavos que debían de ser, y había negros de África, con látigos, para que los indígenas no se distrajeran en su trabajo. Portugueses también vimos, aunque menos, y éstos eran los que dirigían a los del látigo. También había una píaza en medio del poblado, en la que se alzaba una horca que esto sí que es costumbre que se haga en todas las conquistas, como advertencia.
¿Qué hacer, sino buscar presto a los de Castilla para que huyéramos del Moluco o, sino, nos concertáramos muy sumisos con los portugueses que allá se habían establecido con tanto poderío?
¿Debo seguir haciendo loas del Gapi para que se entienda que el gran beneficio que luego recibió lo tenía bien merecido? Porque él fue quien acertó a dar con la
Santa María de la Victoria
haciendo este discurso: que la nao de Castilla estaba por aquellas islas tenía pocas dudas, pues de no ser así nos hubiéramos topado con ella por el camino, pero no había de estar cerca de allá pues a los portugueses se les veía muy pacíficos en su establecimiento, ignorantes que de Castilla venían a disputarles sus territorios; por eso determinó bogar con presteza sin detenerse en unos islotes que rodean Terrenate, porque allí no habían de estar, sino que enfiló hacia Tidor, que todavía no sabíamos que se llamaba así, pero que por su tamaño ofrecía abrigo para un navío de buen porte y, loado sea Dios, acertó. En semejante acierto poco tuve que ver, salvado el empeño que había puesto en que entendieran nuestra habla, y así nos distraíamos —eso desde antes de alcanzar el Moluco— en que yo les mostraba una cosa y les decía la palabra en castellano, y así una y otra vez, hasta que acertaban a decir Castilla, nao, viento, lluvia, isla, hambre, enemigo, muerte, sol y otras de las que nos servimos cada día y en medio de risas repetían una y otra vez, pues no había palabra nueva que no les diera de reír, como admirados de que a las cosas se les llamara así. Pero se las aprendían y eso mucho nos ayudó para entendernos cuando andábamos tras la
Santa María de la Victoria.
A ésta nos la encontramos en la ensenada que llaman de Zamafo y aún se me saltan las lágrimas recordando el recibimiento que me hicieron. El Carquizano estaba en la nao mercando bastimentos de puercos, cabras, gallinas, cocos, plátanos y otras muchas frutas porque ese pueblo era abundoso de mantenimientos, y el Urdaneta se encontraba en tierra haciendo otro tanto o, por mejor decir, el Urdaneta con el Gonzalo de Vigo y el Alonso de los Ríos, mercaban los bastimentos y el Carquizano disponía su estiba, y a éste fue al primero que divisé, y desde la canoa le grité: «¿Cómo así, mi señor capitán, que se olvidó de mi persona, en medio de aquellos salvajes?» El capitán general, al ver quién le hablaba así, mostró confusión aunque también alguna alegría, y se disculpó diciendo que presto pensaban ir en mi busca. «¿Presto? —repliquele—. Por presto que hubierais ido me encontrarais muerto, pues era la suerte que me esperaba con la luna llena, y ésa ya es pasada.» «No me esperaba yo tal», fue su respuesta. «¿Y qué es lo que esperabais si salisteis de allí con engaño? Y si estoy con vida es gracias a estos paganos que se han portado conmigo mejor que los cristianos.» Y a esto ya no supo qué decirme.
Luego me fui a la playa en busca del Urdaneta para decirle otro tanto de lo mismo, mas fueran tales las muestras de alegría al verme con vida que pronto se me pasó el enojo, si es que alguna vez lo había tenido. Me abrazaba y me decía que mucho había rezado a una Virgen que hay en nuestra tierra, que es la de Iciar, para que saliera con vida, a lo que yo le replicaba que no creía que sus rezos hubieran llegado a ninguna parte, ya que los que me habían salvado eran paganos y a éstos no les hablaba la Virgen. También me explicaba lo mucho que porfió con el capitán general para que no me dejaran allí, pero que éste, muy recio, le decía que se debía a los más y por eso habían de partir, y que ya volverían en otra ocasión. Entonces le conté por menudo al Urdaneta todo lo que me había sucedido, el peligro en el que había estado, y cómo fui salvo gracias a la Tagina y el Gapi, y el hombre se santiguaba una y otra vez por mi fortuna, y luego hizo venir a mis salvadores que seguían en la canoa sin atreverse a bajar, y hacían bien porque algunos de los marineros ya le estaban echando el ojo a la Tagina con ese descaro, que es mal de los conquistadores con los indígenas.
El Urdaneta les hizo muestras de amistad y díjoles en la lengua malaya, que de todos era el que mejor la hablaba, que quienes habían salvado al más antiguo de sus amigos (nunca decía que yo fuera su mejor amigo, sino el más antiguo, lo cual era cierto puesto que nos habíamos conocido de antes de que se armara la escuadra) no merecían ser tratados como esclavos, sino como amigos; luego le hizo repetir al Gonzalo de Vigo el mismo discurso para que no quedaran dudas. Por mi cuenta le dije que hacía buen negocio echándose tales amigos, pues al Gapi, como piloto y conocedor de aquellos mares y aquellas islas, pocos le aventajarían, y esto mucho satisfizo al Urdaneta porque todo lo que atañera a la ciencia de la mar le seguía sorbiendo el seso. A continuación pasamos a hablar de lo que habíamos visto en la isla de Terrenate sobre el poderío de los portugueses, y Urdaneta dijo que debía conocerlo el capitán general para determinar lo que había de hacerse, aunque para mí estaba claro que era salir presto de allí; otro son hubiera sido si hubiéramos alcanzado el Moluco con los siete navíos con los que zarpamos de La Coruña, que entonces sí que les hubiéramos podido dar guerra a los portugueses.
El Carquizano hizo reunir a los Contadores, más otros de la tripulación con mando, más mi persona para que les explicase lo que había visto en Terrenate, y todo era echar cuentas de si los galeones de los que disponían los portugueses eran cuatro, y cuántas las fustas, y las culebrinas, y cómo era la fortaleza que se alzaba en medio del poblado, y cuando yo les decía que de calicanto, con artillería gruesa asomando por las troneras, se quedaban pesarosos, pero seguían indagando por el número de la tropa, y esto yo no acertaba a saberlo, pero sí —esto creo que no lo he dicho antes— que a algunos de los indígenas les había oído en la distancia hablar en portugués, y vestir como ellos, portando escopetas como si formaran parte de su ejército, en cuyo caso serían muchos.
Y aquí viene un punto en el que hablé de lo que no debía, pues no estaba en aquella junta por tener algún mando —Urdaneta sí creo que, pese a su juventud, ya era Contador—, sino por la descubierta que había hecho en Terrenate, mas como viera que el Carquizano estaba empeñado en dar guerra a los portugueses, lo que me parecía locura, le hablé de lo que entendí que no sabía, puesto que a este Carquizano, pese a ser tan buen capitán, le sucedía lo que a muchos de Elgoibar, que son ignorantes en los enredos de la Historia, y yo no tanto por el tiempo que estuve en el noviciado en el que hacíamos estudios. Y así le di cuenta de que los portugueses habían llegado al Moluco a los comienzos del siglo, y que en el 1510, o poco más, ya habían puesto la primera factoría para la obtención del clavo, y que según las leyes de la conquista,
«Primus condo, primus oius jun persegui»,
con lo que quería decir que el primero que fundaba tenía derecho a mantenerse en su fundación y defenderla con la fuerza de las armas.
Mi desacierto estuvo en decírselo en latín pues se le arrebató el rostro al Carquizano y díjome que para ser traidor no hacía falta servirse del latín, y que si yo sabía más que Su Majestad Católica que en una
Provisión
había ordenado que se construyese una fortaleza en las islas del Moluco. Callé yo, como no podía ser por menos, mas tengo para mí que desde ese día el Carquizano me miraba de reojo; el caso es que todos estuvieron conformes en que si los portugueses disponían de un establecimiento, con su fortaleza, en Terrenate, los españoles podían hacer otro tanto en la isla en la que nos encontrábamos. Digo que todos estuvieron conformes, incluido el contador mayor Francisco de Soto, mas luego se vio que no era así pues este oficial urdió alzarse con el mando y pasarse a los portugueses; de esto se hablará en su lugar.
El Urdaneta con esa gracia y esa sabiduría que nunca le faltó, como muy conocedor del saber de donjuán Sebastián Elcano, recordó en aquella reunión cómo le había contado quien fuera almirante de la escuadra, que en el anterior viaje, cuando vinieron a dar en esta misma isla de Tidor, su soberano les recibió con gran agasajo pese a ser de religión musulmana (años atrás habían estado unos moros que los sacaron de un engaño, el del paganismo, para meterlos en otro, el de Mahoma) y les ayudó a cargar todo el clavo que consiguieron llevar consigo hasta Sanlúcar de Barrameda. Este soberano, nombrado Almanzor, era bastante contrario a los portugueses y más aún desde que donjuán Sebastián, por darle gusto, hizo matar a todos los cerdos que habían apañado por las islas, por ser este animal prohibido en la religión musulmana; por contra los portugueses hacían burla de ello y cuando tomaban preso a un súbdito del Almanzor, veces había que le obligaban a comer la carne del puerco, lo cual es gran agravio entre ellos. Después de esta hazaña —la de matar los cerdos— el rey de Tidor manifestò que prefería ser vasallo del rey de Castilla, que no del de Portugal, y cuando el señor Elcano mandó levar anclas el Almanzor no le quería dejar partir, y don Juan Sebastián hubo de prometerle que de allí a poco volverían con más poderío de barcos para que los portugueses no siguieran haciendo burlas de su religión.