Para alcanzar el monasterio hubimos de atravesar el citado puerto, mis compañeros con la vista recogida como es costumbre en la Orden y yo fingiendo otro tanto, pero con los ojos asomados a aquel desenfreno tan diferente del sosiego de rezos y penitencias que nos habíamos traído durante los días que duró el viaje, y era tal la maldad que me embargaba en mis años mozos que aquel tufo de perversión me nubló el entendimiento, de suerte que tan pronto alcanzamos el convento le dije al padre abad que en la escuadra que estaba por partir marchaba un pariente muy querido para mí, de nombre Andrés Urdaneta, que por su juventud temía no hubiera tomado las prevenciones que convienen al alma en semejante trance, y le rogaba me permitiera ir a su encuentro. Accedió y me dijo que las puertas del monasterio estaban abiertas para mi pariente y para las necesidades del alma que pudiera tener.
Salir del monasterio y quitarme la cogulla todo fue uno y sin que fuera dueño de mis actos me encontré donde no debía, en la parte más perdida del puerto, donde se movían los rufianes y las mozas de partido. ¿Qué se había hecho de mi arrepentimiento? Cierto que cuando partí del convento pensaba irme a la rada en busca del Andrés de Urdaneta, que no dudaba que se encontraba entre las tripulaciones que habían de partir, y no lejos de donde anduviera don Juan Sebastián Elcano, y camino de ello iba cuando me topé con una partida que fue mi perdición, digo en lo que a principios y propósitos se refiere, porque en otro orden de cosas mejor librado no pude salir.
Partidas había muchas, la mayoría de tabas y de huesos de marfil, aunque también las había de naipes y en una de ellas advertí un señorío al que no me pude resistir. Como versado que estaba, para mi desgracia, en la flor del berro, sabía dónde convenía sentarse, nunca en mesas de tahúres o marineros borrachos, que podían terminar con cuchillos al aire o botellas rotas, sino en la de caballeros que aunque perdieran guardaban la compostura y pagaban lo debido, como deudas de honor que eran y lo habían sido desde los tiempos de los romanos. Por las trazas advertí que en aquella mesa, sita en un lugar apartado, al aire libre y no lejos de donde fondeaba
La Anunciada,
se sentaban oficiales de la armada y no marré pues uno de ellos era don Pedro de Vera capitán de la citada nao y también se encontraba don Jorge Manrique de Nájera, capitán de la
Santa María del Parral,
muy dado a los juegos de azar. El juego que se traían era de naipes y hacían bromas sobre la prohibición de servirse de ellos, alegando que era como si se encontraran ya en alta mar, donde no alcanzan las pragmáticas reales; todo esto con comedimiento, pero con los rostros arrebolados por un vino de la tierra que trasegaban, muy engañoso, ya que por su frescor se bebe con soltura, como si fuera agua, pero agua no es. Me arrimé a la mesa con discreción, uniéndome a los que seguían la partida con comentarios festivos, al tiempo que untuosos pues en su mayor parte estaban a las órdenes de los citados capitanes, y siempre que había ocasión festejaban sus aciertos en el juego. Pero pronto advertí que sus aciertos eran escasos, pues no estaban muy duchos en el manejo de los naipes o, por lo menos, no tanto como los que teníamos la desgracia de ser esclavos de ellos.
Los dedos en mis manos brincaban con el deseo de poder manejarlos y cuando uno de los oficiales se levantó de la mesa pedí con buenos modales permiso para ocupar su lugar, lo cual no es insólito entre caballeros y yo, desprendido de mi cogulla, con unas calzas y un jubón bien apañados podía pasar por tal, amén de que mi habla culta me ayudaba en esas ocasiones. Dieron su anuencia tras mirarme de arriba abajo, y ya sentado advertí que mis dineros eran cortos, pero tenía unos zarcillos de gran valor contra los que estaba dispuesto a apostar. Los saqué, los puse sobre la mesa, y tras un silencio el primero en hablar fue don Jorge Manrique de Nájera, Dios lo tenga en su gloria, quien dijo que con gusto jugaría por ganar unos zarcillos que tanto podrían lucir en las lindas orejas de una dama cuyo nombre no podía pronunciar en público. Don Jorge era de los que tenía el rostro más arrebolado, por todo se reía, y sus oficiales con él; luego la vida nos unió en más de una ocasión mandando su navío, como buen marino que era, con gran severidad y pocas risas, y yo nunca le hice ver que era el jugador que aquella noche lo desplumé.
Así son las cosas del juego, que cuando el vicio anda por medio, las horas pasan como si fueran minutos, y llegada la noche seguíamos con la partida, yo cuidando de no tomar de aquel vino que parecía agua, pero no lo era, hasta que los capitanes dijeron que al otro día habían de madrugar y se retiraron a descansar sin un mal gesto, pese a que yo había conservado mis zarcillos y lucrado buenos doblones de unos y otros. ¡Maldito vicio que hace que el dinero que has ganado con él parece que te ha de dar más felicidad, que el que se gana honradamente! ¿Qué felicidad busqué yo aquella noche con esos dineros? La más torpe que imaginarse cabe, y no fue la menor de las torpezas comenzar a beber todo lo que no había bebido durante la partida, como si ya se me diera poco perder el sentido, y lo perdí en brazos de una mujer de esas que nunca andan lejos de aquellos a quien la fortuna les sonríe.
¿Dios escribe derecho con renglones torcidos, como asegura el dicho? Si en lugar de llegar a La Coruña tal día, lo hubiera hecho otro más tarde, cuando la escuadra de Loaysa y Elcano era partida, ¡cuán distinta hubiera sido mi suerte! Al otro mes habría marchado para las Indias, como doctrinero, luego me habría granjeado alguna encomienda honesta, y los días de mi vida habrían discurrido plácidamente, casado con mujer e hijos, y no habría padecido tantos años como me tocó padecer por mares ignotos y tierras nunca holladas antes por el hombre, digo por el hombre cristiano porque salvajes nunca nos faltaron.
¿Cómo amanecí al otro día? ¿Cómo amanece quien la noche anterior se ha entregado al desenfreno? Como bien dice el Kempis, «la placentera tarde de la víspera hace triste la mañana», y más triste no podía ser para quien sentía junto a él, al cómplice de aquel desenfreno en forma de una mujer, que a la luz del día y tras del hartazgo de la carne, en nada parecía la sirena que la noche anterior me embelesara con sus cantos. El lugar no podía ser otro que la sucia habitación de un figón marinero que peores no los hay, y cuando estaba sumido en el desconcierto, dudando de si levantarme o morir, abrióse la puerta y por ella entró la persona que menos imaginar podía por lo mismo que no la había apartado de mi mente, el Andrés de Urdaneta, el mismo en cuya busca salí del monasterio la tarde anterior, a tal extremo que en mi desvarío pensé que había dado con él, y lo había traído conmigo a la posada, y que de ello no me acordaba por culpa de lo mucho que había bebido, por eso no le pregunté, «¿qué haces aquí?», sino que fue él quien me dijo: «¡Vergüenza debía darte!»
He aquí la historia de aquella presencia: cuando convencí a la mujer adúltera que me entregara sus joyas para venderlas y salir del trance, fui a ver al Urdaneta confiado en que su señor padre, alcalde y bien acomodado, y con no muy buena fama por sus enredos en la venta de coseletes, se mostraría dispuesto a comprar unas joyas que no tenía otro remedio que vender al barato; así sería el padre, pero el hijo era de otra suerte y nada quiso saber del trato y bien que me reprendió por el derrotero que había tomado. Pero me reprendió como el que quiere, y es de admirar que siendo él apenas mozo, diera tan buenos consejos a quien le aventajaba en edad y sabiduría, digo de letras, porque de honestidad bien claro está que andaba más corto. Poco tiempo tuve para atender sus consejos puesto que al otro día fue cuando me sorprendieron los sicarios del hombre rico en la forma relatada. Así se enteró el Urdaneta de la existencia de los zarcillos, y dos meses después tuvo nueva noticia de ellos, de manera que es de admirar.
La nave que mandaba don Juan Sebastián Elcano en la que iba como paje muy distinguido el Urdaneta, era la
Sancii
, que en aquella ocasión fondeaba en la rada junto a la
Santa Maria del Parral,
tan cerca una de otra que su capitan don Jorge Manrique se pasó a la segunda nao capitana a recibir órdenes, prestos corno estaban para zarpar en la tarde o en la otra madrugada, según rolaran los vientos y la marea. Todavía le debía de quedar a don Jorge Manrique de Nájera un tanto de arrebol en su rostro, por el que don Juan Sebastián le gastó alguna chanza, que admitió con gusto el Manrique de Nájera y confesó lo sucedido la noche anterior y de cómo un extraño sujeto, mitad tahúr, mitad caballero —ése era yo—, les había sacado unos doblones apostando contra unos zarcillos muy afiligranados. El Urdaneta, que se hallaba presente, con el debido respeto le preguntó cómo era el caballero-truhán, y cuando le dio noticia de mi persona no le cupo duda y se fue en mi busca y poco le costó dar conmigo. ¿Por qué se fue en mi busca? Porque era grande la amistad que nos unía, y no fue corto el escándalo que se formó en Zumaia con mi desaparición, y no pocos los que daban por cierto que había muerto a manos del hombre rico, y tampoco eran pocos los que entendían que lo tenía bien merecido. Pero el buen amigo siempre sabe perdonar al descarriado, y cuando llegaron noticias a Zumaia de que me había acogido a sagrado grande fue su alegría, y cuando supo que la noche anterior me había apostado los zarcillos no dudó que su obligación era ir en mi busca.
En mi busca fue y me encontró de aquellas trazas y en tan torpe compañía. Era a la sazón Andrés de Urdaneta de dieciséis años, pero en todo parecía de más edad; se había dejado la barba como es costumbre en la gente de la mar, y aunque no la tenía muy tupida, él procuraba que luciera más untándosela con tocino, que dicen que la hace crecer o, a lo menos, la apelmaza y se aprecian menos los claros. De estatura más cumplida que la media, siempre andaba muy erguido, con la cabeza inclinada para atrás por parecer más alto. Es de admirar que con tanta juventud tuviera tanta autoridad, al principio la marinería decía que le venía por ser paniaguado del señor Elcano, pero cuando éste fue muerto no desmedró en ese punto sino que según íbamos conquistando islas iba en alza, y seguía siendo muy joven cuando ya estaba al mando de una tropilla de las más aguerridas, como se verá. Conmigo, creo que queda dicho, esa autoridad la tuvo desde los comienzos de una amistad, que llegó a ser mayor que la que une a muchos hermanos, pero siempre supeditada a lo que él dijera o mandara. Y en aquella ocasión me mandó levantarme del lecho y seguirle, y así lo hice. La suripanta también se había despertado mirándonos a uno y otro, sin saber qué debía hacer, y el Urdaneta con ese señorío tan impropio de sus años, díjome: «¿No procede que tengáis alguna atención con esta dama que os ha hecho compañía durante la noche?» El Urdaneta era muy limpio de trato con mujeres y habían de pasar años antes que dejara de serlo, pero sabía de las feas costumbres de la marinería y cómo era obligado pagar a las mujeres que frecuentaban. Cumplí y salimos del figón camino de la rada, yo con la cabeza perdida de manera que era el Urdaneta el que discurría por mí, y discurrió que había de incorporarme a la armada que se encontraba presta a partir, de allí a pocas horas. ¿Qué podía hacer yo? ¿Acaso presentarme, de nuevo, en el monasterio de la Orden pretextando que me había sucedido alguna desgracia? Ni tan siquiera traía conmigo la cogulla, que cuando me la quité hice un hatillo con ella, que terminó por perderse en aquella noche alborotada. Bien me temía que el maestro de novicios alguna advertencia habría hecho llegar al abad de La Coruña, sobre mis mañas, y con razón no creerían mis embustes. Pese a la espesura de mi mente, acerté a decirle al Urdaneta que mirase bien lo que hacía porque yo ni servía, ni me veía haciendo las faenas de la mar, a lo que él me replicó: «¿Y quién dice que habéis de ir como marinero?»
Aquella cabeza prodigiosa había discurrido que iría como escribano ayudante del escribano principal, y así se lo hizo saber a donjuán Sebastián que se encontraba en el puente de mando de la
Sancii
dando órdenes pues estaba acordado que se zarparía al atardecer aprovechando la marea favorable. No sólo daba órdenes a la marinería de su nave, sino que también atendía a las instrucciones que le solicitaban desde los otros navíos ya que nuestro almirante, el ilustre y prudente frey García Jofre de Loaysa, había determinado que no se hiciera nada sin la anuencia del señor Elcano, que iba como segundo en mando, pero primero en lo que a la navegación atañía.
Sancti Spiritus
hacía poco que había salido de los astilleros y todo él olía a madera nueva y a brea, y las partes que eran de metal brillaban como los chorros del oro porque en eso era muy mirado el don Juan Sebastián, y si era preciso cogía él el paño para que la marinería supiera cómo quería que lucieran los redondeles de las troneras y gualdrines. De arboladura era majestuosa, con sus 240 toneladas, sólo superada por la nao capitana. Y también se mostraba majestuoso el señor Elcano cerca del timón, diciendo cosas muy atinadas a los contramaestres y, sin embargo, como quien sabe que va a ser bien recibido se acercó a él el Urdaneta, yo detrás a prudencial distancia, y no se turbó cuando el segundo almirante, le reprendió: «¿Cómo así, Urdaneta, en trance de zarpar estamos y tú no estás en el navío? ¡En tierra habías de quedar!» Se lo dijo con severidad, como debe hablar un capitán cuando se encuentra en el puesto de mando, pero más bien como reprende un padre a su hijo, y así era la relación entre ellos. Cuando el señor Elcano estaba en trance de morir, después de atravesar el estrecho de Magallanes, al tiempo que hacía testamento —y de ello tendré ocasión de hablar por razón de presencia— dijo que bien le gustaría haber tenido un hijo como el Urdaneta, o que su lujo Domingo se le pareciera, de eso no estoy muy seguro, mas sí del elogio.
Con ese trato de amistad el Urdaneta se puso a su vera, y le susurraba cosas sobre mi persona que donjuán Sebastián hacía a veces como que no oía, atento a las órdenes que seguía impartiendo, pero otras miraba muy fijo al Urdaneta y parecía que iba a decir que no, pero acabó diciendo que sí. Acabó diciendo que sí porque el Urdaneta le razonó que cierto era que escribano sólo uno iba en la escuadra, y éste en la
Santa María de la Victoria
como nao capitana que era, pero nada decían las ordenanzas que en la nao que le seguía en autoridad no pudiera embarcar otro escribano para relacionar lo que en ella ocurriera, con la ventaja de que este segundo escribano podía dar fe de lo que sucediera, no sólo en el habla castellana, sino también en eukaldun, o traducirlo de esta lengua, lo cual podía ser oportuno habida cuenta que muchos de los marineros de la
Sancti
no conocían otra habla que la de su tierra, digo que eran vizcaínos porque al señor Elcano le gustaba rodearse de ellos, sin hacer de menos a los de Extremadura que decía que más sufridos no los había.