La Hermandad de las Espadas (33 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

BOOK: La Hermandad de las Espadas
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—Así pues, basta de tonterías, chiquilla. ¡He dicho que te desnudes!

Cuartita respondió a esta brusquedad de su ama:

—Ten compasión, señorita. Desnudarme por un amante sería una cosa, pero hacerlo para que me registre una compañera de servicio es demasiado humillante. ¡No podría soportarlo!

Hisvet saltó de la cama.

—He perdido la paciencia contigo, pequeña zorra mojigata. ¿Quién eres tú para decir lo que soportarás o no? ¡Agárrale los brazos, Tresita! Si se resiste, sujétaselos a la espalda.

La doncella morena, que ya estaba detrás de Cuartita, la agarró por los codos y se los apretó con fuerza contra los costados, mientras sonreía un tanto maliciosamente a su ama por encima del hombro de la doncella rubia. Hisvet extendió el brazo derecho, alzó el mentón de la muchacha hasta que sus ojos se encontraron y procedió a desabrocharle muy lentamente la parte superior de la túnica negra.

—Me habría sometido a tus deseos, señorita, sin que me cogieran de los brazos —dio Cuartita con toda la dignidad que pudo reunir.

Pero Hisvet se limitó a decir, también muy lentamente:

—Eres una colegiala tonta, querida Cuartita, con una considerable necesidad de enseñanza, que vas a obtener. ¿Te someterías a mí? Pero ¿no a mi doncella que actúa bajo mis órdenes? Para empezar, Tresita no es tu igual, aunque seáis compañeras de servicio. Ella tiene un rango superior al tuyo y está autorizada a corregirte en mi ausencia.

Mientras hablaba siguió desabrochándole los botones, despacio, hundiendo los nudillos y presionando con los cantos de los grandes botones en el cuerpo de la muchacha, con los pezones rosados.

—Pero ya ves —siguió diciendo Hisvet—, te estás saliendo con la tuya, ¿no es cierto, Cuartita? Soy yo quien te desnuda y no la querida Tresita, aunque sea testigo. De hecho, estoy actuando como si fuese tu doncella. El mundo al revés, ¿no te parece? Podría decirse que estás recibiendo un tratamiento de lujo, aunque dudo que te proporcione demasiado placer.

Terminó de desabrocharle los botones, miró a la muchacha de arriba abajo, le golpeó ligeramente los senos con el dorso de la mano y le dijo con una alegre risa:

—Ya está. No ha sido tan malo, ¿verdad, querida? Termina, Tresita.

La sonriente doncella morena deslizó la túnica blanca por los brazos de Cuartita y se la quitó.

—Vaya, pero si te estás ruborizando, Cuartita —observó Hisvet, riendo entre dientes—. Tengo entendido que en la Calle de las Putas eso es una especialidad, que aumenta el precio. Inspecciona la prenda cuidadosamente —advirtió a Tresita—. Palpa las costuras y los dobladillos. Es posible que haya robado algo más pequeño que el Abridor. Y ahora, querida niña, prepárate para que te registre de la cabeza a los pies una doncella que es tu superior, mientras yo la dirijo y observo. —Cogió el látigo de blanca piel de serpiente de nieve con mango de plata que estaba sobre la cama y, gesticulando con él, instruyó a Cuartita—: Alza un poco los brazos a los costados. Ya es suficiente. Y colócate de manera que toda tu anatomía sea más accesible. Las piernas un poco más separadas, por favor. Sí, así está bien.

El Ratonero observó que todo el vello corporal de la doncella había sido afeitado o depilado. De modo que esa práctica, fomentada por el necio Glipkerio, el Señor Supremo Espantapájaros, aún se seguía en Lankhmar. Pensó que era muy conveniente y atractiva.

—¿No hay nada oculto en la prenda, Tresita? ¿Estás segura? Bien, arrójala a la pared del fondo y luego empieza a pasar los dedos por el cabello de Cuartita. ¡Inclínate hacia adelante, niña! Lenta y cuidadosamente, Tresita. Sé que su pelo es muy corto, pero te sorprendería saber cuántas cosas puede ocultar a veces un poco de pelo. Y no te olvides de las orejas, estamos buscando cosas diminutas.

Hisvet bostezó y tomó un largo trago de vino. Cuartita miró furibunda a la atormentadora más próxima. Hay algo especialmente degradante en que a uno le cojan de las orejas, se las extiendan y doblen a uno y otro lado. Pero Tresita, siguiendo el ejemplo de su ama, se limitó a sonreír dulcemente.

—Y ahora la boca —ordenó Hisvet—. Ábrela bien, Cuartita, como si estuvieras ante el barbero—dentista. Pálpale cada mejilla, Tresita. No creo que Cuartita haya estado jugando a la ardilla acaparadora, pero nunca se sabe. Y ahora... Supongo que sabes lo que has de hacer ahora, Tresita. ¿Dónde puede haber guardado el producto de su ratería? Lubrícate los dedos con mi pomada, pero no uses mucha, pues su base es el aceite esencial con el que ungen al emperador del Este. ¡No te angusties tanto, Cuartita! Imagina que tu amante te explora, demostrándote diestramente la tierna consideración en que te tiene. ¿Quién es tu amante, Cuartita? Confío en que tengas uno. Ahora que pienso, me he fijado en que el paje Hari te miraba de cierta manera. Me pregunto qué pensaría si pudiera verte tal como estás ahora ocupada. Sería gracioso. Casi me siento tentada a llamarle. Bueno, ya está medio hecho. Y ahora, Tresita, su avenida más oscura de dicha amatoria. Agáchate, Cuartita. Trátala con suavidad, Tresita. Algunas de estas cosas parecen una auténtica novedad para nuestra chiquilla, temas avanzados para nuestra alumna, aunque sé que eso es difícil de creer. ¿Qué es eso, Cuartita, lágrimas? ¡Anímate, pequeña! Todavía no se ha demostrado que seas culpable, de hecho estás en el camino de la absolución. La vida tiene toda clase de sorpresas.

El Ratonero sonrió cínicamente desde su misteriosa prisión invisible. Sabía por experiencia que en el entorno de Hisvet las sorpresas eran invariablemente desastrosas. Se estaba divirtiendo en la medida en que lo permitían sus limitadas circunstancias. Pensó en que todos sus grandes amores y encaprichamientos habían sido muchachas menudas y delgadas como aquellas. Recordó a Lirionegro, en la época en que él trabajaba como matón y extorsionador para Pulg y Fafhrd había encontrado un dios en Issek; a Reetha, que fue la doncella con cadenas de plata de Glipkerio; a Ivivis de Quarmall, flexible como una serpiente; a la inocente y trágica Ivrian, su primer amor, cuyos sueños de princesa él había alimentado; a Cif, naturalmente, a la vivaz y agraciada Ivmiss Ovartamortes. Eran siete, contando a Hisvet, y había una más, la octava, cuyo nombre e identidad se le escapaban, que también era doncella de profesión y especialmente deliciosa a causa de algo prohibido. ¿Quién era? ¿Cómo se llamaba? Si acudiera a su mente un solo detalle más lo recordaría todo. ¡Era enloquecedor! Por supuesto, se había relacionado con toda clase de mujeres de mayor tamaño, pero su memoria elusiva sólo había retenido a las que eran más pequeñas que él mismo, su panteón especial de amantes menudas. Se diría que un hombre en su tumba (y tal era realmente su situación, tenía que admitirlo) podría concentrar su mente en un solo asunto, pero no, incluso allí había detalles que le distraían a uno, responsabilidades autoimpuestas de las que era preciso ocuparse, como mantener un ritmo nivelado de respiración somera, eliminar la tierra intrusa de los labios, vigilar continuamente delante y detrás —se le ocurrió que también Cuartita debía de estar diciéndose lo último, aunque no le serviría de mucho— y eso le recordó que debía regresar a la divertida comedia de las tres mujeres que el destino le había proporcionado para su contemplación secreta.

—Ahora, Cuartita, ponte de cara a la pared mientras escucho el informe de Tresita y hablo con ella —decía Hisvet—. ¡Y deja de llorar, chiquilla! Usa la túnica abandonada para enjugarte las lágrimas y sonarte.

Hisvet precedió a Tresita hasta los pies de la cama, dejó su vaso vacío sobre la mesa baja y, en una voz que el Ratonero apenas podía oír, a pesar de las ventajas de la proximidad y la audición oculta, dijo:

—¿Debo entender, Tresita, que no has encontrado el Abridor ni ninguna otra cosa?

—No, querida señorita, no lo he encontrado —replicó la doncella morena, y añadió en una voz que parecía el cuchicheo de una actriz destinado al oído de los espectadores—: Estoy segura de que se lo ha tragado. Sugiero que se le administre un fuerte emético, y si eso no surte efecto, un potente catártico. O ambas cosas a la vez, para ahorrar tiempo.

Cuartita también oyó estas palabras, a juzgar por la manera en que juntó los hombros mientras seguía de cara a la pared.

Hisvet meneó la cabeza y dijo en el mismo tono bajo de antes:

—No, creo que eso no será necesario, aunque podría ser divertido en otras circunstancias. Ahora me conviene que crea que ha quedado libre de toda sospecha de robo. —Volvió la cabeza y adopto su tono argentino más sonoro—: Felicidades, Cuartita, te alegrará saber que tu compañera me ha dado buenos informes. ¿No es estupendo? Y ahora ven aquí en seguida. No, no intentes ponerte la túnica. Deja ese trapo sucio. Tienes que practicar mucho más el servicio desnuda, que deberías ser capaz de realizar tan eficaz, fría y elegantemente que cuando estás vestida, y quizás practicar también otras actividades que una, generalmente, realiza mejor en cueros. Empezaremos ahora. La señorita lankhmareña vestida de violeta bostezó de nuevo y se estiró.

—Esa lamentable sesión me ha fatigado. Cuartita, puedes iniciar tu nuevo aprendizaje desnuda (es una broma, chiquilla) trayéndome una mullida almohada de la cabecera del lecho.

Cuando Cuartita llegó con su voluminosa carga de tonalidad limón y un interrogante en la mirada, Hisvet le indicó con el látigo un ángulo de la cama y, cuando la doncella hubo colocado allí la almohada, le dio el látigo y le dijo: «Sosténme esto», y se estiró con la cabeza en la almohada. Pero después de murmurar: «Ah, así es mejor» y mover los dedos de los pies, se irguió sobre un codo, miró a Tresita, señaló con la otra mano la alfombra al pie de la cama y le dijo:

—Ven aquí, Tresita. Quiero enseñarte algo en privado. Cuando la doncella morena acudió llena de curiosidad por más secretos, Hisvet apoyó de nuevo su cabeza de trenzas plateadas en la almohada, cuya tonalidad contrastaba bellamente con su atuendo violeta, y dijo:

—Inclínate y acerca tu cabeza a la mía. Quiero que esto sea totalmente privado. Cuartita, no te mezcles en esto.

Pero cuando Tresita se agachó, moviendo los labios con una gran excitación, Hisvet empezó a criticarla en seguida.

—¡No, no dobles las rodillas! No te he ordenado que te agazapes sobre mí como un animal. Mantén las piernas rectas.

Doblando más la cintura, echando las nalgas atrás y colocando los brazos a la espalda, la doncella morena logró obedecer las instrucciones de su ama sin perder el equilibrio. Su rostro Y el de Hisvet estaban al revés uno con respecto al otro.

—Pero, señorita —observó humildemente Tresita—, cuando me agacho así con esta túnica corta, expongo el trasero, sobre todo con tu regla que nos impide usar prendas interiores.

Hisvet le sonrió.

—Eso es muy cierto, y he diseñado las túnicas en parte con esa idea, de modo que cuando pida a una doncella que recoja algo del suelo, por ejemplo, se agache con elegancia, como si hiciera una reverencia, manteniendo la cabeza y los hombros erguidos. Es mucho más decoroso y civilizado.

Tresita replicó con vacilación:

—Pero cuando una se agacha así tiene que doblar las rodillas, se pone en cuclillas. Me dijiste que no doblara...

—Ésa es una cuestión diferente —la interrumpió Hisvet en un tono de impaciencia—. Te he pedido que inclinaras la
cabeza.

—Pero señorita... —balbuceó Tresita.

Hisvet le cogió el lóbulo de una oreja entre los dedos índice y pulgar, clavándole las uñas, se lo retorció bruscamente y le dio un tirón hacia abajo. Tresita soltó un chillido. Hisvet la soltó y, dándole unas palmaditas en la mejilla, le dijo:

—Ya es suficiente. Sólo quería llamarte la atención y poner fin a tu estúpida cháchara. Ahora escúchame bien. Aunque has registrado el cuerpo de Cuartita pasablemente bien, se ha evidenciado que tanto tú como tu compañera tenéis una aguda necesidad de instrucción en las artes amatorias que a mí me corresponde impartir, puesto que sois mis queridas doncellas.

Alzó la mano, rodeó con los dedos la nuca de Tresita y tiró de su cabeza hacia abajo, con firmeza pero sin brusquedad, inclinando su propia
cabeza hacia
la izquierda en el último momento, de modo que sus labios se encontraron en ángulo con los de Tresita, la cual logró mantener el equilibrio con nuevas y un tanto desesperadas extensiones de los brazos hacia atrás.

El Ratonero se dijo que sabía que iba a suceder aquello. Pero, desde luego, no podía culpar a las hermosas criaturas de que en ocasiones se desearan mutuamente, ya que su gusto era tan parecido al suyo propio. Pensando en ello, resultaba extraño que él y Fafhrd nunca hubieran experimentado un impulso sexual parecido. ¿Sería una deficiencia en ellos? Algún día debería comentar el asunto con su compañero. Y con Cif también, claro, le preguntaría si ella y Afreyt jugaban alguna vez... no, no haría falta que lo preguntara, podía comprender que Afreyt deseara a Cif, pero no que ésta sintiera lo mismo por aquella Venus larguirucha.

Hisvet deslizó los dedos desde la nuca de Tresita hasta los cortos cabellos de su cabeza, devolvió ésta a su posición original con tanta energía como se la había bajado y le dijo:

—Eso también ha sido pasable. La próxima vez, si la hay, emplea la lengua algo más libremente. Aventúrate, chiquilla.

Tresita, los ojos muy abiertos por la sorpresa, balbució:

—Perdóname, señorita, pero ¿era ese beso que te agradezco con toda mi humildad, lo que has dicho que deseabas mostrarme en privado?

—No, no era eso —le informó Hisvet, al tiempo que metía la mano en un bolsillo lateral de su vestido—. Es un asunto distinto y bastante más triste para ti. —Volvió a tirar de la cabeza de Tresita hacia abajo, esta vez por el cuello de su túnica negra, sacó del bolsillo la mano apretada en un puño y la abrió bajo los ojos de la muchacha: en la palma ahuecada había un ópalo negro globular recorrido por líneas de plata y salpicado aquí y allá de pequeños puntos pálidos y destellantes—. ¿Qué supones que es esto? —le preguntó.

—Parece ser el Abridor del Camino, querida señorita —balbució Tresita—. Pero cómo...

—Muy bien, muchacha. Yo misma lo cogí antes de la cómoda y ahora me he acordado. De modo que Cuartita difícilmente habría podido tragárselo, ¿no crees? Ni siquiera haberlo cogido de la cómoda.

—No, señorita —convino a regañadientes la doncella morena—. Pero Cuartita es sólo una sirvienta del rango más bajo, poco más que una esclava. Era natural que sospechara de ella. Además, tú misma debías haber sabido...

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