Entre otras mujeres sobre y preternaturales figuraban la soldado espectral Kreeshkra, un bello esqueleto ambulante, puesto que su carne era transparente, y la totalmente invisible (salvo cuando se teñía la piel o recurría a una estratagema similar, como humedecerse antes de que un amante le arrojara pétalos de rosa) princesa Hirriwi de Stardock.
Ejemplos de muchachas queridas eran Luzy de Lankhmar, la timadora rubia Nemia de la Oscuridad (tampoco todas las de su clase eran observantes de la ley) y la medrosa y robusta Friska, a quien había rescatado de las crueldades de Quarmall... aunque no sin reservas por parte de ella. Cuando Fafhrd le explicó su plan temerario, ella le dijo: «Llévame de nuevo a la cámara de tortura».
Pero entre todas sus amantes, la que ocupaba el primer lugar en su corazón era la que fue doncella esclava y guardiana de Hisvet, la alta, morena y absolutamente deliciosa Frix, ahora de nuevo reina Frixifrax de Arilia, aunque era acaso, pero no del todo, demasiado alta y esbelta. (De la misma manera que sabía que la misma Hisvet, aunque desalmada y cruel, era de algún modo la más favorita del Ratonero.)
Por encima de todo, Frix fue una amante con mucho tacto, e incluso en los momentos de éxtasis y peligro extremos tenía una visión de la vida intrépida, osada y absolutamente desapasionada, como si todo fuese para ella un magnífico melodrama, incluso hasta el punto de dirigir fríamente instrucciones a los participantes en una orgía o reyerta mientras el caos bullía a su alrededor.
Por supuesto, esta clase de razonamiento dejaba al margen a Afreyt, que seguramente era la mejor de todas las camaradas—amantes así como la actual, mejor arquero que él mismo, afectuosa y sagaz, una mujer admirable en todo... y, además, capaz de llevarse bien con el Ratonero.
Pero Afreyt, aunque estaba muy dotada, era totalmente humana, mientras que la demoníaca y divina Frix brillaba con toques de luz sobrenaturales, como en aquel mismo momento, cuando tras otro largo trago de aguardiente, Fafhrd la avistó como por milagro: allí estaba ella, de pie en la proa de su chalupa nubosa como un mascarón de proa tallado en marfil mientras le saludaba y hacía señas para que se acercara. Aquella maravillosa aparición le evocó el recuerdo de una cita con ella en un castillo que se alzaba en la cima de una montaña donde espiaron ingeniosamente a dos de sus sirvientas cuya altura y esbeltez de mantis religiosa eran como las de ella, mientras se solazaban mutuamente, y luego se unieron a ellas en su agradable actividad.
Esa visión marfileña, junto con los recuerdos que evocaba, le hicieron sentirse ligero como el aire y sus zancadas se alargaron todavía más, de manera que pronto se internó en el banco de niebla. Apuró la jarra de aguardiente con un último trago, arrojó el recipiente junto con la lámpara a los lados y empezó a nadar ascendiendo por la superficie del banco de niebla cada vez más espeso, empleando una poderosa brazada mientras movía las piernas como la cola de un pez.
Se sintió exultante al ver que ascendía por el lado de una larga ola inmóvil en un océano de espuma, pero sus fuertes brazadas no tardaron en llevarle por encima de la niebla. Resolvió no mirar abajo y fijó la mirada en la blanca chalupa de proa maravillosa, concentrando toda su atención y sus energías en el vuelo. Notaba que sus músculos deltoides y pectorales se hinchaban y alargaban y sus brazos se aplanaban como si fuesen alas. El ritmo del vuelo se impuso.
Observó que, aunque seguía remontándose, estaba girando a la izquierda debido a que el gancho del brazo izquierdo tenía un menor punto de apoyo en el aire que la palma de la mano derecha, pero en vez de intentar corregir el desequilibrio siguió adelante denodadamente, confiando en que el movimiento que le hacía trazar un gran círculo, le llevaría de nuevo a la vista de su objetivo y más cerca del mismo.
Y así
fue,
en efecto. Siguió ascendiendo en grandes espirales. Observó que habían aparecido cinco gaviotas blancas que también ascendían circularmente, todas ellas manteniéndose a pareja distancia a su alrededor, como las puntas de un pentáculo. Fafhrd tuvo la agradable sensación de que le escoltaban.
Estaba trazando la quinta espiral y se aproximaba a su meta, esperando momentáneamente que la nave nubosa saliera por detrás de él, a la izquierda, y apareciera ante su vista, y los rayos del sol que le caldeaban a través de las ropas eran casi incómodos. Estaba seleccionando las palabras más apropiadas para saludar a su amante aérea cuando se internó en una zona de sombras y algo duro pero flexible le golpeó diestramente en la nuca. Manchas negras y destellantes puntos diamantinos danzaron en sus ojos y todos sus sentidos oscilaron.
Su primera reacción a aquel inesperado ataque fue mirar detrás de él.
Una forma suavemente redondeada y larga como un leviatán, de color gris perlino, se cernía por encima de él fuera de su alcance, como descubrió al intentar aferraría con la mano y el gancho, su segunda reacción. Aquella masa parecía deslizarse lentamente de costado. Fafhrd había chocado con el casco de la nave nubosa que estaba buscando y había rebotado un poco.
Su tercera reacción, cuando el dolor en el cráneo disminuyó y su visión se aclaró un poco, fue un error. Miró abajo.
Todo el ángulo sudoccidental de la Isla de la Escarcha se extendía bajo él, incómodamente pequeño y lejano: la ciudad y los muelles de Puerto Salado, con sus diminutos tejados rojos ' y los mástiles, pequeños como mondadientes y con los minúsculos jirones de las banderas, que sobresalían de la fina cubierta de niebla, la costa rocosa que se extendía hacia el oeste, el cabo alto y estrecho al este, mientras que al norte el Gran Maelstrom giraba con furia, un molinete espumoso infinitamente amenazante.
Esa visión pareció congelar las partes íntimas de Fafhrd, el cual reaccionó batiendo las alas (brazos, más bien), agitar la cola que eran sus piernas y reanudar el vuelo para aterrizar suavemente sobre la cubierta de la nave nubosa y hacerle una reverencia a Frix. El golpe había interrumpido los ritmos aviares y era como si nunca los hubiera tenido; le había ocasionado náuseas, le había hecho pasar de una magnífica borrachera a una resaca espantosa en un instante. En vez de dominar el aire, se sentía como si estuviera tenuemente pegado allí arriba, adherido a aquella altura por medio de alguna magia frágil, de manera que al menor movimiento erróneo, o incluso pensamiento erróneo, el frágil vínculo podría romperse y precipitarle abajo, abajo, abajo.
Su instinto marinero le dijo que debía arrojar lastre. Ése era el último recurso cuando tu barco se hunde y, presumiblemente, la acción más acertada cuando el peligro estriba en caer. Con uña cautela y lentitud infinitas, inició una serie de contorsiones calculadas para poner sucesivamente en contacto la mano y el gancho con los pies, la cintura, el cuello, etcétera, a fin de librarse de todo peso que pudiera abandonar sin hacer al mismo tiempo algún movimiento no calculado que le desprendería del cielo en el que tan precariamente se cernía.
Esta manera de actuar tenía la ventaja añadida de concentrar toda su atención en su cuerpo y el espacio inmediato que le rodeaba, por lo que no sentía la tentación de mirar nuevamente abajo y experimentar la angustia del vértigo.
Al desprenderse con suavidad de las botas, el hacha, la daga, sus vainas y, finalmente, la bolsa y el cinto con tachones de hierro, observó que se deslizaban flotando lentamente hasta una distancia como la altura de un hombre y entonces caían, como si hubieran tirado de ellos hacia abajo, y desaparecían casi al instante, lo cual le dio a entender que él estaba rodeado por alguna esfera mágica o hechizo de seguridad. Pero no confió en esa probabilidad.
Mientras se dedicó a la tarea de descartar unos objetos tan relativamente pesados y rígidos, su escolta de gaviotas siguió rodeándole de un modo parejo, pero cuando siguió eliminando todas sus prendas (pues ciertamente la ocasión no parecía apropiada para tomar medidas a medias) las aves rompieron su formación y, ya fuese porque les atrajo la naturaleza frágil y aleteante de las prendas descartadas o porque les escandalizara la impropiedad desvergonzada de su acción, se abalanzaron velozmente con ásperos chillidos sobre cada prenda y las sujetaron triunfalmente con sus garras afiladas, como si así afirmaran el honor de su escuadrilla.
Fafhrd prestó muy poca atención a esos criticones gestos de las aves, concentrado como estaba en no hacer el menor movimiento incauto o marginalmente violento.
Finalmente se despojó de todos los objetos y prendas que llevaba, excepto uno.
El hecho de que no incluyera entre el material desechable su gancho junto con la pieza de corcho y cuero en el que estaba fijado, demuestra hasta qué punto había llegado a considerar ese instrumento como su verdadera mano izquierda.
Pero sólo cuando quedó completamente desnudo (con excepción del gancho) se le ocurrió una última manera de «soltar lastre». Estaba admirando el brillante chorro de orina dorada que se arqueaba por encima de él. Le rodeaba la cabeza y desaparecía de su campo visual (al principio le alcanzó un ojo, pero corrigió la trayectoria), cuando se dio cuenta de que mientras procedía a desnudarse había salido de la sombra proyectada por el casco de la nave nubosa y la fuerte luz solar bañaba todo su cuerpo (lo cual, por cierto, había compensado muy bien el frío que podría haber sentido al abandonar hasta su última prenda de vestir en el gélido aire de la mañana temprana).
Pero ¿adonde había ido el bajel nuboso ariliano? Miró a su alrededor y finalmente vio la estrecha cubierta por debajo de él, a unas veinte varas como mínimo. Entretanto, él mismo ascendía lenta pero constantemente por el lado de babor cíe mástil un tanto fantasmal o por lo menos algo translúcido y el aparejo superior, donde se habían posado las cinco gaviotas de rapiña, atareadas en convertir en jirones con garras y picos las prendas de vestir de las que se habían apropiado y, ahora con más aspecto de cormoranes que de gaviotas, le miraban de vez en cuando con evidente disgusto.
Entonces un temor del todo diferente, incluso opuesto, se apoderó de Fafhrd, el de que quizá seguiría elevándose inexorablemente hasta que el suelo llegara a hacerse invisible y se perdiera en el espacio, o hasta que alcanzara la altura de las cumbres cubiertas de nieves perpetuas y pereciera de frío, sobre todo cuando llegara la noche helada (¡qué estupidez había cometido al desprenderse de todas sus ropas!... ¡sin duda lo había hecho en un irracional acceso de pánico!) o que le devorasen los monstruos aéreos que habitan en esas alturas, tales como los gigantescos peces voladores invisibles con los que se encontró por primera vez en Stardock, o incluso llegar a las misteriosas estrellas (si duraba lo suficiente antes de morir de hambre y sed) y sucumbir deslumbrado por su brillo o sufrir cualquier otro destino aciago que los astros brillantes reservaran a los impúdicos aventureros, tales como los que él mismo debía parecerles.
A menos, naturalmente, que tuviera la suerte de encontrar primero la luna o el reino secreto (¿invisible?) de Arilia, si era algo más que una gran flota de naves nubosas.
Este pensamiento le recordó que había una de tales naves cerca de él, y en la cual, antes de que se extinguieran los efectos del aguardiente, había puesto grandes esperanzas.
Tras un momento de sombría aprensión, temiendo que hubiera seguido navegando sin ninguna consideración hacia él o tal vez se hubiera desvanecido por completo (por lo menos la parte superior de su aparejo le había parecido muy espectral), le alivió comprobar que seguía flotando por debajo de él, aunque unos treinta pies más abajo que en el último atisbo... había como mínimo esa distancia entre él y el extremo del mástil con su tresbolillo de gaviotas que actuaban como cormoranes, las cuales seguían desgarrando sus prendas de vestir vengativamente, aunque sus agudos chillidos se habían reducido.
Recorrió la nave con la mirada en busca de Frix, pero la mujer alta y la belleza sobrenatural no se veía por ningún lado, ni en la proa, representando un mascarón, ni en otro lugar, como si sólo hubiera estado presente, pensó Fafhrd irónicamente, para su imaginación demasiado ansiosa y estimulada por el aguardiente.
Sin embargo, distinguió una sexta figura en el aparejo, al lado de las aves, una joven bien parecida, que había subido por el otro lado del aparejo, en cuya mitad se encontraba. Miraba en dirección opuesta adonde él estaba, apoyada en los flechastes, con los brazos extendidos como para exponerse a los rayos del sol. Llevaba una sucinta camisa de encaje blanco, iba descalza y tenía una pequeña trompeta curva plateada colgada alrededor del cuello. No podía ser Frix, pues era demasiado baja y rubia por añadidura, en vez de tener una cabellera negra como ala de cuervo.
—¡Ah del barco! —exclamó Fafhrd, en un tono que no era ni bajo ni innecesariamente alto, pues aunque el nuevo temor de ascender indefinidamente ocupaba sus pensamientos, seguía abrigando la convicción de que cualquier movimiento o grito violento sería imprudente. El hecho de ascender unas pocas varas no le convencía de que no se iba a caer, sobre todo cuando veía el vacío de abajo.
La ociosa muchacha no le miró ni mostró cualquier otro signo de que le hubiera oído.
—¡Ah del barco! —repitió Fafhrd, alzando un poco más la voz, pero tampoco hubo una reacción discernible por parte de la muchacha, a menos que el bostezo que ahora contorsionó su rostro tuviera esa intención—. ¡¡Ah del barco!! —gritó el norteño, olvidando su preocupación por los posibles efectos nocivos de los ruidos fuertes.
Entonces, con bastante lentitud, ella volvió la cabeza y le miró, pero no dijo nada.
—Muchacha de las nubes —le dijo Fafhrd en tono amistoso pero una pizca perentorio—. Dile a tu señora que salga a cubierta. Soy un viejo amigo.
Ella siguió mirándole fijamente. Nada más, excepto quizás enarcar las cejas altaneramente.
—Soy el capitán Fafhrd, del
Halcón Marino
—dijo Fafhrd abruptamente, nombrando su barco que estaba anclado en el puerto de la Escarcha—. Como puedes ver claramente, me encuentro en un apuro. Informa a tu capitana de estas circunstancias. Puedes estar segura de que me conoce bien.
Tras mirarle un rato más, la muchacha de las nubes asintió malhumorada, descendió a la cubierta despaciosamente y, tras mirarle una vez más, se dirigió al castillo de popa. Fafhrd estaba irritado.
—Vamos, muchacha, date prisa —le dijo—, y si lo que deseas son formalidades, dile a la reina de Arilia que un viejo amigo respetuosamente suplica una audiencia inmediata.