La Hermandad de las Espadas (18 page)

Read La Hermandad de las Espadas Online

Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

BOOK: La Hermandad de las Espadas
12.1Mb size Format: txt, pdf, ePub

Apoyado en la borda, frente a él, se avellanaba su camarada de navegación que había jurado secreto, el alto segundo sargento de Fafhrd, Skullick, el cual, también delgado pero con un volumen que resultaba cómico, dejó de mirar perezosa y dubitativamente a Pshawri, para darse media vuelta y examinar a través del agua casi transparente el fondo marino a diecisiete brazas de profundidad, un fondo de arena clara teñida de verde por la distancia que la separaba de la superficie. Skullick veía la pequeña sombra del
Kringle y
la cuerda del ancla que descendía casi verticalmente desde la oscura agrupación de rocas que señalaban las fauces del torbellino y, a su alrededor, las vagas formas de los barcos naufragados que llevaban largo tiempo esperando a que las tormentas y la propia acción del torbellino los elevaran y arrastraran sus maderos hasta la playa de los Huesos Calcinados, donde los recogerían los isleños necesitados de madera.

—Todo despejado por ahora —dijo en voz baja por encima del hombro—, ni una raya atigrada ni un negro heterodón, ni un solo pez grande o pequeño. No obstante, provisto de mi junquillo, podrías tratar de descubrir y recoger el regalo que quieres hacerle al Capitán Ratonero en tu primera zambullida, antes de revolver la fina arena o despertar a algún devorador de hombres. La mejor manera sería avanzar, utilizando los pies como timón, hasta el naufragio más idóneo y explorar cuidadosamente en busca de destellos de tesoro, para recogerlo con celeridad. Cualquier objeto metálico sería para él un buen recuerdo de su victoria sobre la flota de los mingoles soleados cuando salvó a las naves de la Escarcha. No te empeñes en encontrar al mismo apaciguador dorado del torbellino —y al decir esto su voz se dulcificó—, el esquelético cubo de doce bordes, pequeño como el puño de una niña, con la negra antorcha, convertida en cenizas apelmazadas, encajada en él y que es todo lo que queda en Nehwon del extraño dios Loki que nos enloqueció a los isleños hace un año y cinco lunas, cuando el Maelstrom mostró su furia por última vez. Las capturas pequeñas y rápidas son mejores, como más de una vez he oído que le decía tu capitán al mío, cuando le parecía que los sueños de Fafhrd eran demasiado grandiosos.

Pshawri no respondió a este verboso palique con palabra o gesto alguno, ni dejó de respirar profunda y rítmicamente, como si se estuviera dando un festín de aire. Finalmente alzó el rostro para mirar tranquilamente más allá de Skullick hacia la costa de la isla, baja en casi toda su extensión, excepto al norte, donde el volcán Fuego Oscuro humeaba levemente y los escarpados riscos con franjas de hielo se alzaban más allá.

Desvió la mirada del volcán y la dirigió al sur, donde cinco nubes de forma nítida habían llegado desde el oeste, como una flotilla de galeones con altos castillos de popa y velas blancas como la nieve.

Skullick, que había seguido la dirección de la mirada de Pshawri, dijo de repente:

—Juraría que he visto antes esas cinco nubes.

Pshawri utilizó el aliento de una de sus lentas exhalaciones para decir como en un ensueño:

—¿Crees que las nubes tienen ser y alma como los hombres y los barcos?

—¿Por qué no? —respondió Skullick—. Creo que así sucede con todas las cosas mayores que los piojos. En cualquier caso, esas cinco nubes presagian un cambio en el tiempo.

Pero Pshawri había fijado ahora su mirada en el ángulo meridional de la isla, donde los acantilados de Cristal Blanco protegían los tejados bajos, rojos y amarillos, de Puerto Salado. Más allá de ellos, la baja giba de la Colina del Patíbulo y la alta e inclinada aguja rocosa de la Torre de los Duendes. Su expresión apenas cambió, pero un observador astuto podría haber visto que a su serenidad se añadía la solemnidad de quien contempla quizá por última vez las orillas acogedoras.

Sin interrumpir el ritmo de su respiración, buscó entre el montoncillo que formaban sus ropas a su lado, encontró una bolsa de piel de topo, de la que extrajo una hoja doblada y algo sucia, con un sello roto de cera verde en el que había algo escrito con tinta violeta, la desdobló y examinó rápidamente, como si no la leyera por primera vez.

Dobló de nuevo la hoja y, en un tono neutro, le dijo a Skullick:

—Si, contra toda probabilidad, algo me sucediera ahora, me gustaría que el capitán Ratonero viera esto. —Tocó el sello roto antes de guardar la hoja en la bolsa de piel de topo.

Skullick frunció el ceño, pero entonces reflexionó y se limitó a asentir.

Pshawri cogió la piedra más cercana, se la ató a la cintura y se levantó lentamente. Skullick se levantó también, absteniéndose todavía de hablar.

Entonces el lugarteniente Pshawri, sin que se alterase lo más mínimo la serenidad de su rostro, saltó por encima de la borda del
Kringle
con tanta naturalidad como quien entra en la habitación de al lado.

Antes de su rápido y apenas chapoteante transición desde el reino de los vientos al de las frías corrientes, Skullick no se olvidó de gritarle alegremente:

—¡Estornuda y atragántate, rómpete un vaso sanguíneo!

Al sumergirse, Pshawri notó que el peso de la piedra se aligeraba, de modo que le bastaba la mano derecha para sostenerla contra su cuerpo. Abrió los ojos y rodeó con el brazo izquierdo la cuerda del ancla a su lado, dirigiendo su descenso hacia el agrupamiento de rocas.

Miró abajo. El fondo aún parecía distante. Entonces, a medida que aumentaba la presión del agua sobre él, vio que el agrupamiento rocoso se abría lentamente como una flor oscura de cinco pétalos con un círculo de arena clara en el centro.

Los restos de naufragios diseminados alrededor se hicieron más nítidos y pudo distinguir el cráneo recubierto de algas verdes del caballo situado en la proa del más cercano, pero haciendo caso omiso del consejo de Skullick, Pshawri dirigió su descenso hacia el centro del círculo de arena virgen, donde distinguía
algo,
un punto ligeramente más oscuro.

La presión del agua era cada vez más fuerte, los oídos empezaron a latirle y sintió el primer impulso de exhalar el aire, pero soltó la cuerda del ancla y descendió entre las enormes rocas dentadas, soltó la piedra y, abalanzándose con ambas manos por delante, agarró aquel
algo
central.

Notó que tenía forma cúbica y era suave, pero con algo áspero encajado entre sus doce bordes. Era asombrosamente macizo para su tamaño, y oponía resistencia al movimiento. Pshawri se restregó el muslo con uno de los bordes. Poco antes de que la nube de arena limosa levantada por sus pies y la caída de la piedra lo engulleran, vio un destello amarillo a lo largo del borde restregado. Se lo llevó a la cintura, encontró la boca del saco hecho con red de pesca, palpando hasta dar con el círculo de junco, y guardó allí su trofeo.

Al mismo tiempo una voz seca pareció decirle al oído: «No deberías haber hecho eso», y sintió una intensa punzada de culpabilidad, como si acabara de cometer un robo o una violación.

Sobreponiéndose al pánico, se enderezó, extendió las manos al máximo por encima de la cabeza y, con un enérgico movimiento de las piernas al tiempo que bajaba con toda su fuerza las palmas, ascendió saliendo de la nube de arena, entre las rocas dentadas y hacia la luz.

En el mismo momento, Skullick, que había seguido todas estas acciones lo mejor que podía desde diecisiete brazas de distancia, vio que media docena de similares erupciones de arena brotaban de la serena extensión de arena verdosa rodeada de restos de naufragios y, como otros tantos tiburones negros, cada uno tan grande como la sombra del
Kringle,
se dirigían hacia el agolpamiento de rocas y el hombre que nadaba por encima.

Pshawri avanzó hacia arriba a lo largo de la cuerda del ancla, con la sensación de que escalaba un risco, su mirada fija en la pequeña forma ahusada del
Kringle.
La sangre latía en sus oídos y retener el aliento le resultaba doloroso. Sin embargo, a medida que aumentaba el tamaño de la forma ahusada, pensó en nadar de manera que su cuerpo girase a fin de echar un precavido vistazo a su alrededor y hacia abajo.

No había completado su giro cuando vio una forma negra que se precipitaba hacia él de cabeza.

Es revelador de la presencia de ánimo de Pshawri el hecho de que completara el giro, asegurándose de que no había ningún otro atacante cercano al que enfrentarse, antes de habérselas con aquella especie de tiburón.

Sin dejar de ascender, moviendo un poco las piernas, desenvainó su daga. Apenas tuvo tiempo para meter la mano derecha a través del lazo que formaba la correa del mango antes de asir el arma.

La escena se oscureció. Apuntó la daga, el brazo algo doblado, a la cara de aquel monstruo que se parecía un tanto a un gran jabalí negro.

Notó un golpe fuerte en el hombro, su brazo se torció con violencia, y una larga forma negra pasó velozmente por su lado, el áspero pellejo le rozó la cadera y el costado, y entonces siguió ascendiendo con briosos movimientos de las palmas hacia el casco del
Kringle,
muy grande ahora aunque la escena continuaba extrañamente oscurecida.

Pshawri sintió un profundo alivio al salir a la superficie al lado de la embarcación y aferrarse a la borda. Pero al mismo tiempo notó que le agarraban por debajo de los hombros, le alzaban poderosamente, y oyó el chasquido de unas mandíbulas al cerrarse,

Skullick, su rescatador, vio que una línea roja empezaba a salir del morro en forma de mazo del tiburón negro, al tiempo que la bestia saltaba fuera del agua, mordía el aire y estornudaba antes de caer hacia atrás... y también los puntos rojos que empezaron a salpicar el costado de su camarada cuando lo depositó en la cubierta.

Las piernas extenuadas de Pshawri se tambaleaban, pero logró mantenerse en pie. Vio que la primera de las cinco nubes pisciformes ocultaba el sol. Había virado al norte, como si el Maelstrom despertara su curiosidad y hubiera decidido inspeccionarlo, y las otras cuatro la habían seguido en hilera. Una fuerte brisa del sudoeste explicaba esa variación y enfriaba a Pshawri, el cual agradeció la grande y áspera toalla que le lanzó Skullick.

—Vaya cosquillas le has hecho en el morro, amigo mío —le dijo éste a modo de felicitación—. Estará más tiempo estornudando del que sangrarán los rasguños que te ha hecho al rozarte, puedes estar seguro. ¡Pero, por Kos, Pshawri, cómo se han lanzado todos contra ti! Apenas moviste la arena cuando se levantaron y lanzaron al ataque desde lejos y cerca. ¡Como negros perros guardianes! —Y añadió incrédulamente—; ¿Crees que notaron el impacto de tu piedra a través de la arena desde tan lejos? ¡Por Kos, así debe de haber sido!

—¿Había más de uno? —le preguntó Pshawri, temblando mientras hablaba por primera vez desde su zambullida.

—¿Más? He contado hasta cinco bestias negras, además de dos rayas atigradas. Te dije que era más peligroso de lo que creías, y ahora los acontecimientos han demostrado que tenía razón por septuplicado. Has tenido suerte de salir con vida, de no haber encontrado ningún tesoro que te demorase. ¡Unos momentos más y no te habrías enfrentado a un solo tiburón, sino a tres o cuatro!

Pshawri estaba a punto de someter su hallazgo dorado a la admiración de su compañero cuando las palabras de Skullick le revelaron no sólo que éste no había visto su acción, sino que también reavivaron la extraña punzada de culpabilidad y presagio que había notado bajo el agua.

Mientras se vestía apresuradamente, acuciado por la fría brisa y la ausencia de sol, se las ingenió para extraer el cubo limoso de la red y ocultarlo en su bolsa de piel de topo, mientras Skullick exploraba el cielo.

—Mira cómo cambia el tiempo —le dijo el último—. ¿Qué bruja ha llamado con su silbido a este gélido viento? Frío del sur, o en cualquier caso del sudoeste... es antinatural. Fíjate cómo esa hilera de nubes que oculta el sol gira a contramano. Menos mal que no has encontrado el apaciguador del torbellino, pues de lo contrario tendríamos que habérnoslas con la rotación vertiginosa de ese elemento. Tal como están las cosas, me temo que nuestra presencia molesta al Maelstrom. ¡Ancla arriba, bobo, iza la vela y marchémonos! ¡Ya encontraremos otro día el tesoro de tu capitán!

Pshawri no deseaba otra cosa que ponerme de inmediato en acción. Una actividad sin descanso dejaba menos tiempo para sentir extrañas culpabilidades y tener absurdos pensamientos acerca de las nubes. Y las aguas calmadas, aunque rizadas por el viento, no mostraban ninguna otra señal de movimiento.

3

En la abarrotada Tierra de los Dioses, que se extiende elevada y ceñida de montañas cerca del polo sur de Nehwon, un dios joven y apuesto, que había atraído a multitudes al permanecer en el pabellón de los desconocidos al pasarse dormido en trance diecisiete meses, despertó con un grito airado que pareció lo bastante fuerte para llegar al Reino de las Sombras, en las antípodas de la Tierra de los Dioses, y que ensordeció momentáneamente a la mitad de las divinidades y todas las semidivinidades de su público celestial.

Entre los últimos se encontraban los tres dioses menores de Fafhrd y el Ratonero Gris, el brutal Kos, el aracnoide Mog e Issek, el de las fláccidas muñecas, que habían acudido para ser testigos de aquella hazaña de hibernación sobrenatural no sólo por pura curiosidad, sino también porque les habían insinuado que el apuesto y joven desconocido durmiente y su trance que batía todos los récords tenían de alguna manera algo que ver con sus dos fieles más ilustres (aunque a menudo negligentes). Las tres divinidades reaccionaron de modo diverso al grito ensordecedor. Issek se tapó los oídos mientras Kos se metía el dedo meñique en una oreja.

Entonces resultó evidente que el grito desgarrador de Loki había llegado realmente al Reino de las Sombras, pues la delgada, aparentemente juvenil y opalescente figura de la Muerte, o su simulacro, se materializó al pie del catafalco cubierto de seda en el que estaba acuclillado el joven dios, y las divinidades ensordecidas vieron que los dos conversaban, Loki con furiosa vehemencia y la Muerte poniendo objeciones, aplacándole, contemporizando, aunque asentía una y otra vez al tiempo que sonreía persuasivamente.

No obstante, a pesar del talante afable del último personaje, varios miembros de la abigarrada hueste celestial se retiraron acobardados, pues incluso en la Tierra de los Dioses la Muerte no es una figura popular ni goza de la confianza mayoritaria.

Los tres dioses menores de Fafhrd y el Ratonero, que de manera tan extraña armonizaban, se habían abierto paso hasta llegar muy cerca del catafalco cubierto de seda roja, y recobraron la capacidad auditiva a tiempo de oír la última orden concisa de Loki:

Other books

Awakening His Lady by Kathrynn Dennis
Dagmars Daughter by Kim Echlin
Midnight Frost by Kailin Gow
Needle in a Haystack by Ernesto Mallo
El inocente by Ian McEwan
Accidentally Evil by Lara Chapman
The American Contessa by Calbane, Noni
The Bookshop by Penelope Fitzgerald
Bradbury, Ray - SSC 07 by Twice Twenty-two (v2.1)