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Authors: John Twelve Hawk

Tags: #La Cuarta Realidad 1

El Viajero (20 page)

BOOK: El Viajero
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Shepherd se había marchado para encontrarse con alguien llamado Pritchett, pero podía regresar en cualquier momento. A pesar de que Maya deseaba quedarse y acabar con el traidor, su principal objetivo era localizar a Gabriel y Michael Corrigan. Pensó que quizá ya los hubieran capturado. También cabía que no tuvieran el poder para convertirse en Viajeros. Sólo había una forma de obtener respuesta a esas preguntas: debía encontrarlos sin demora.

Tenía prendas de repuesto en la bolsa. Sacó unos vaqueros, una camiseta y un suéter azul de algodón. Luego, se envolvió las manos con bolsas de plástico, rebuscó entre las armas de Bobby Jay y escogió una pistola automática alemana con su funda de tobillera. En una maleta de aluminio había una escopeta del calibre doce, con empuñadura de pistola y culata desplegable que también decidió llevarse. Cuando estuvo lista echó un viejo periódico al ensangrentado suelo y se mantuvo encima mientras registraba los bolsillos de los hermanos. Tate tenía cuarenta dólares y tres frasquitos de plástico llenos de cocaína. Bobby Jay llevaba encima novecientos dólares en un fajo de billetes atados con una goma. Maya cogió el dinero y dejó la droga al lado del cuerpo de Tate.

Salió por la puerta de emergencia cargada con la maleta de la escopeta y el resto del equipo, caminó unas manzanas hacia el oeste y arrojó la bolsa con la ropa ensangrentada en un contenedor de basura. En esos momentos se encontraba en Lincoln Boulevard, una avenida de cuatro carriles llena de comercios de muebles y restaurantes de comida rápida. Hacía calor y notaba como si las salpicaduras de sangre todavía se le pegaran a la piel.

Únicamente disponía de un contacto de reserva. Varios años atrás, cuando Linden había ido a Estados Unidos para conseguir pasaportes y tarjetas de crédito falsas, había establecido una dirección de contacto con un hombre llamado Thomas que vivía al sur de Los Ángeles, en Hermosa Beach.

Maya llamó un taxi desde una cabina. El conductor era un viejo sirio que apenas hablaba inglés; abrió un mapa de la ciudad que estudió un buen rato y dijo que la llevaría a la dirección en cuestión.

Hermosa Beach era una pequeña población situada al sur del aeropuerto de Los Ángeles. Tenía una zona central con bares y restaurantes dedicada a los turistas, pero la mayoría de edificios eran pequeñas casitas de una sola planta situadas a pocas manzanas de la playa. El taxista se perdió dos veces, se detuvo, ojeó el mapa y por fin logró dar con la dirección de Sea Breeze Lane. Maya pagó la carrera y vio al taxi desaparecer al doblar al final de la calle. Quizá la Tabula ya estuviera allí, esperándola en la casa.

Subió los escalones del porche y llamó a la puerta. Nadie contestó, pero ella oyó que de la parte de atrás llegaba sonido de música. Abrió una puerta lateral y se encontró en un pasadizo que discurría entre la casa y un muro vecino de cemento. Para tener las manos libres dejó su equipaje cerca de la entrada. Llevaba la automática de Bobby Jay atada al tobillo en su pistolera de apertura rápida, y al hombro la espada en su estuche. Respiró hondo, se dispuso al combate, y siguió adelante.

Cerca del muro crecían unos pocos pinos, pero el resto del jardín trasero estaba desprovisto de vegetación. Alguien había cavado un pozo poco profundo en el arenoso terreno y lo había cubierto con una bóveda de metro y medio de altura hecha de ramas y palos atados juntos. Mientras sonaba música
country
en una radio, un hombre con el torso descubierto iba cubriendo el receptáculo con ennegrecidas piezas de piel de vaca.

El hombre vio a Maya y dejó de trabajar. Era un indio norteamericano de largos cabellos negros y tripa flácida. Al sonreír mostró un hueco en la parte posterior de su dentadura.

—Será mañana —dijo.

—Perdón...

—He cambiado el día de la ceremonia de la cabaña del sudor. Los clientes habituales han recibido un correo electrónico, así que supongo que tú debes de ser una de las amigas de Richard.

—Estoy buscando a alguien llamado Thomas.

El hombre se agachó y apagó la radio.

—Ése soy yo. Me llamo Thomas «Camina por la Tierra». ¿Con quién estoy hablando?

—Con Jane Stanley. Acabo de llegar de Inglaterra.

—Una vez estuve en Londres dando una charla. Hubo gente que me preguntó por qué no llevaba plumas en el pelo. —Thomas se sentó en un banco y empezó a ponerse una camiseta—. Yo les dije que pertenecía a los absaroka, los hombres-pájaro. Vosotros, los blancos, nos llamáis la tribu de los crow. No necesito desplumar un águila para ser un indio auténtico.

—Un amigo me contó que sabes muchas cosas importantes.

—Puede que sí o puede que no. Eso te toca decidirlo a ti.

Maya siguió mirando el jardín trasero. No había nadie más.

—¿Ahora construyes cabañas de sudor?

—Eso es. Normalmente organizo una cada fin de semana. Durante los últimos años he organizado fines de semana de cabañas de sudor para hombres y mujeres divorciados. Tras dos días de sudar y darle a un tambor, cualquiera decide que ya no odia a su ex. —Thomas sonrió y gesticuló—. No es gran cosa, pero ayuda al mundo. Todos nosotros luchamos una batalla cotidiana sin saberlo. El amor intenta destruir al odio. El coraje puede con el miedo.

—Mi amigo me dijo que me podrías explicar cómo la Tabula se hizo con ese nombre.

Thomas lanzó una mirada a la nevera portátil y al jersey doblado que había en el suelo. Allí estaba escondida el arma. Seguramente una pistola.

—La Tabula, sí. Creo que he oído algo al respecto. —Thomas bostezó y se rascó la barriga como si Maya le hubiera preguntado sobre un grupo de Boy Scouts—. «Tabula» proviene del latín
tabula rasa
, que quiere decir tabla rasa, sin relieve. La Tabula cree que la mente del hombre cuando nace es una hoja en blanco, y eso significa que los poderosos pueden llenar tu cerebro con información seleccionada. Si eso lo haces con mucha gente, podrás controlar a gran parte de la población. La Tabula odia a todo aquel que puede mostrar que existe una realidad diferente.

—¿Como los Viajeros?

De nuevo, Thomas miró su arma oculta. Vaciló y después pareció llegar a la conclusión de que no podría cogerla a tiempo de salvarse.

—Escucha, Jane o como quiera que te llames; si quieres matarme, adelante. Me importa un pepino. Uno de mis tíos fue Viajero, pero yo no tengo el poder de cruzar a otros dominios. Cuando mi tío volvió a este mundo intentó organizar las tribus para que nos alejáramos del alcohol y tomáramos las riendas de nuestras vidas. A los hombres que estaban en el poder no les gustó eso. Había en juego terrenos, licencias petrolíferas. Seis meses después de que mi tío se lanzara a predicar, alguien lo atropelló en la carretera. Vosotros hicisteis que pareciera un accidente, ¿verdad? Un conductor fugado y ningún testigo.

—¿Sabes lo que es un Arlequín?

—Puede...

—Hace varios años conociste a un Arlequín francés llamado Linden. Él utilizó tu dirección para conseguir pasaportes falsos. En este momento me encuentro en un apuro. Linden me dijo que me ayudarías.

—Yo no lucho al lado de los Arlequines. No es eso lo que soy.

—Necesito un coche o una camioneta, algún tipo de vehículo que no pueda ser localizado por la Gran Máquina.

Thomas Camina por la Tierra la miró largo rato, y Maya percibió el poder en sus ojos.

—De acuerdo —dijo lentamente—. Eso sí puedo hacerlo.

21

Gabriel caminaba por el canal de drenaje que corría paralelo a la autopista de San Diego. Una estrecha franja anaranjada brillaba hacia el este, en el horizonte. Coches y camiones pasaban por su lado a toda velocidad en dirección sur.

Quienquiera que hubiese atacado la fábrica de confección del Señor Bubble seguramente estaría esperando a que volviera a su casa, en Los Ángeles oeste. Gabriel había dejado su Honda en la fábrica y necesitaba otra moto. En Nueva York o Hong Kong podía desaparecer entre la multitud o en el metro, pero en Los Angeles únicamente los vagabundos y los ilegales iban a pie. De haber ido en moto habría podido unirse al tráfico de las calles y perderse en la anónima confusión de la autopista.

Cerca de su casa vivía un anciano llamado Foster que tenía en la parte de atrás un cobertizo con el techo de aluminio para las herramientas. Gabriel trepó por el muro de cemento que separaba la autopista de su calle y a continuación saltó encima del cobertizo. Al echar una ojeada por encima de los tejados vio que delante de su casa había aparcado un camión de la compañía eléctrica. Se quedó allí cinco minutos, preguntándose qué hacer. De repente, una llamita amarilla brilló dentro de la cabina del vehículo. Alguien oculto entre las sombras acababa de encender un cigarrillo.

Gabriel saltó del cobertizo de nuevo a la autopista. En esos momentos el sol estaba saliendo igual que un sucio globo por detrás de una hilera de almacenes. «Mejor hacerlo ahora —se dijo—. Si me han estado esperando toda la noche, lo más probable es que estén medio dormidos.»

Se deslizó a lo largo del muro hasta llegar a la altura de su casa, se izó y se dejó caer en el patio trasero de su vivienda infestado de malas hierbas. Corrió sin vacilar hasta el garaje y abrió la puerta lateral de una patada. Su moto Guzzi se encontraba aparcada allí en medio. Su imponente motor, el negro depósito y los cortos manillares siempre le habían recordado a un toro que esperase a su torero.

Gabriel apretó a toda prisa el botón que abría la puerta eléctrica del garaje, subió a la moto y puso el motor en marcha. La metálica puerta chirrió mientras ascendía. Tan pronto como creyó que había ganado altura suficiente, Gabriel aceleró a fondo.

Tres hombres se apearon de un salto del camión y corrieron hacia él. Mientras Gabriel salía por el camino de acceso a toda velocidad, un tipo vestido con una chaqueta azul levantó un arma que parecía una escopeta con una granada sujeta en la boca del cañón. Gabriel saltó de la acera a la calle, y el hombre disparó su arma. La granada resultó ser una gruesa bolsa de plástico con algo muy pesado dentro. El proyectil golpeó el costado de la motocicleta, que dio un fuerte bandazo.

«No pares —se dijo Gabriel—. No aminores.»

Tiró del manillar hacia el lado contrario al patinazo, recuperó el equilibrio y siguió acelerando hasta el final de la calle. Al mirar hacia atrás, vio que los tres hombres volvían corriendo al camión.

Gabriel tomó la curva de la esquina con la moto muy inclinada y el neumático trasero escupiendo gravilla. Abrió gas y la potencia del motor lo empujó hacia atrás en el asiento. Mientras se aferraba al manillar y se saltaba el semáforo en rojo, su cuerpo pareció formar una unidad con la máquina, una extensión de su fuerza.

Estuvo todo el día en la carretera. Primero, se dirigió hacia el sur, a Compton. Luego, dio media vuelta y regresó a Los Angeles. A mediodía pasó por el cruce de Wilshire y Bundy, pero Michael no estaba allí. Condujo su moto al norte, hacia Santa Bárbara y pasó la noche en un decrépito motel a varios kilómetros de la costa. Al día siguiente volvió a Los Ángeles, pero Michael tampoco apareció en la esquina prevista.

Gabriel compró varios periódicos y los leyó de cabo a rabo. No encontró mención alguna del tiroteo de la fábrica. Sabía que la prensa y la televisión informaban de cierto nivel de la realidad, pero lo que le estaba sucediendo pertenecía a otro nivel, como si se tratara de un universo paralelo. A su alrededor, distintas sociedades crecían o eran destruidas, formando nuevas tradiciones o rompiendo las reglas mientras la Red hacía ver que los rostros que aparecían en la televisión eran las únicas historias importantes.

Pasó todo el día encima de la moto, deteniéndose únicamente para repostar y beber agua. Sabía que tenía que encontrar un lugar donde esconderse, pero los nervios lo mantenían en movimiento. A medida que empezaba a cansarse, la ciudad se quebró en fragmentos, en imágenes aisladas sin relación entre ellas: frondas de palmeras en la basura, un pollo gigante de yeso, carteles de «Se busca perro perdido»; anuncios proclamando «Precios por el suelo», «Se aceptan ofertas», «Nosotros cumplimos»; un anciano leyendo la Biblia, una adolescente charlando a través de su móvil. El semáforo cambió a verde y arrancó a toda velocidad hacia ninguna parte.

En Los Ángeles, Gabriel había salido con varias mujeres, pero sus relaciones rara vez duraban más de uno o dos meses. Ninguna sabría cómo ayudarlo si se presentaba en su apartamento buscando cobijo. Tenía algunos amigos varones a los que les gustaba saltar en paracaídas, y otros que corrían en moto. Aun así, no mantenía lazos estrechos con ninguno. Con tal de evitar la Red, se mantenía alejado de todo el mundo salvo de su hermano.

Mientras iba hacia Sunset Boulevard pensó en Maggie Resnick. Era abogada y confiaba en ella. Sabría qué hacer. Salió de Sunset y tomó la carretera de curvas que llevaba a Coldwater Canyon.

La casa de Maggie estaba construida en una empinada ladera. La puerta del garaje se hallaba en la base; sobre él se alzaban uno encima del otro tres niveles de acero y cristal de tamaño decreciente, como pisos de una tarta nupcial. Era casi medianoche, pero las luces de dentro seguían encendidas. Gabriel llamó al timbre y Maggie salió a abrir vestida con una bata de franela roja y zapatillas de borlas.

—Espero que no hayas venido a proponerme un paseo en moto. Es de noche, hace frío y estoy cansada. Todavía tengo tres declaraciones por leer.

—Necesito hablar contigo.

—¿Qué ha ocurrido? ¿Tienes problemas?

Gabriel asintió, y Maggie se hizo a un lado para dejarlo pasar.

—Entra. La virtud resulta admirable pero aburrida. Quizá por eso me dedico al derecho penal.

Aunque Maggie odiaba cocinar, había pedido a su arquitecto que le diseñara una enorme cocina. Del techo colgaban cazuelas de cobre y había un aparador destinado únicamente a copas de vino, pero en el enorme frigorífico de puertas gemelas había cuatro botellas de champán y un envase de comida china para llevar. Mientras Maggie preparaba un poco de té, Gabriel se sentó en la barra del mostrador. Su sola presencia allí podía representar un peligro para Maggie; no obstante, necesitaba desesperadamente explicar a alguien lo ocurrido. En esos momentos en que todo se tambaleaba, los recuerdos de su infancia empezaban a abrirse paso en su mente.

Maggie le sirvió una taza de té, se sentó al otro lado de la barra y encendió un cigarrillo.

—De acuerdo. En este momento soy tu abogada. Eso significa que todo lo que me cuentes es confidencial a menos que estés planeando un delito.

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