—Y tú, ¿qué quieres hacer?
—Sería estupendo viajar por todo el mundo. Hay tantos lugares que sólo he visto en fotos o por la televisión...
—Pues hazlo.
—No tengo dinero ni billetes de avión, como tú. Nunca he ido a un buen restaurante o a un night club. Los Arlequines son la gente más libre del mundo.
Maya meneó la cabeza.
—No te gustaría ser una Arlequín. Si yo fuera libre de verdad no estaría en esta ciudad.
El móvil de Vicki empezó a sonar con la melodía de
Oda a la alegría
de Beethoven. La joven vaciló. Luego, conectó el teléfono y oyó la alegre voz de Shepherd.
—¿Recogiste el paquete en el aeropuerto?
—Sí, señor.
—Pásamela.
Vicki entregó el teléfono a Maya y oyó a la Arlequín decir «sí» tres veces. Después, ésta colgó y dejó el móvil en el asiento del coche.
—Shepherd tiene mis armas y documentación. Se supone que has de ir al cuatrocientos ochenta y nueve de Southwest, sea eso lo que sea.
—Se trata de un código. Shepherd me dijo que tuviera cuidado cuando hablara por el móvil.
Vicki cogió un listín telefónico de Los Ángeles del asiento de atrás y buscó la página 489. En la esquina inferior izquierda, la parte sudoeste de la página, encontró un anuncio de un negocio llamado Resurrection Auto Parts. La dirección era Marina del Rey, a unos kilómetros de la costa. Salieron del aparcamiento y se dirigieron hacia el oeste por Washington Boulevard. Maya miraba por la ventana como si intentara localizar hitos que pudiera memorizar.
—¿Dónde se encuentra el centro de Los Ángeles?
—Pues supongo que donde su nombre indica, aunque más que un centro lo que hay son pequeñas comunidades.
La Arlequín se metió la mano debajo de una manga y se ajustó uno de los cuchillos.
—A veces mi padre me recitaba un poema de Yeats mientras paseábamos por Londres. —Dudó un instante y prosiguió en voz baja—: «Dando vueltas y vueltas en amplias espirales, el halcón no puede oír al halconero; las cosas se desmoronan, el centro no resiste...».
Pasaron ante centros comerciales, gasolineras y zonas residenciales. Algunos barrios eran pobres y cochambrosos, con pequeñas viviendas de estilo español o ranchero con los tejados cubiertos de gravilla. Enfrente de cada casa había un espacio de césped y algún árbol, normalmente una palmera o un olmo chino.
Resurrection Auto Parts se hallaba en una estrecha calle lateral, entre una fábrica de camisetas y un salón de bronceado. En la fachada del edificio sin ventanas alguien había pintado una reproducción de la mano de Dios de la Capilla Sixtina. Sin embargo, en lugar de entregar la vida a Adán, la mano le tendía un tubo de escape.
Vicki aparcó enfrente.
—Puedo esperarte aquí. No me importa.
—No hace falta.
Salieron del coche y descargaron el equipaje. Vicki esperaba que Maya dijera «adiós» o «hasta otra», pero la Arlequín ya se había concentrado en el nuevo entorno. Miró a un lado y a otro de la calle, examinando cada avenida y vehículo aparcado. A continuación, recogió sus cosas y echó a andar.
—¿Eso es todo?
Maya se detuvo y miró por encima del hombro.
—¿A qué te refieres?
—¿No vamos a volvernos a ver?
—Claro que no. Tú has hecho tu trabajo, Vicki. Será mejor que no hables de esto con nadie.
Llevando el equipaje en la mano izquierda, Maya cruzó la calle hacia Resurrection Auto Parts. Vicki intentó no sentirse insultada, pero por su mente cruzaron pensamientos de enfado. De pequeña había oído historias acerca de los Arlequines, sobre el valor con el que defendían a los justos. En esos momentos ya había conocido a dos. Shepherd era una persona como las demás, y aquella joven le parecía ruda y egoísta.
Era hora de que volviera a casa y preparara la cena a su madre. La congregación oficiaba unos rezos a las siete. Vicki regresó al coche y enfiló hacia Washington Boulevard. Cuando se detuvo en el semáforo pensó en Maya cruzando la calle con el equipaje en la mano izquierda. Eso le dejaba la derecha libre. Sí. Libre para desenfundar su espada y matar a alguien.
Maya evitó la entrada principal de Resurrection Auto Parts. Entró en el aparcamiento y empezó a rodear el edificio. En la parte de atrás había una puerta de emergencia sin identificar con un dibujo de un diamante garabateado en el oxidado metal. La abrió y entró. Olió a aceite y disolventes y le llegó el distante sonido de unas voces. Se hallaba en una estancia ocupada por estanterías llenas de carburadores usados y tubos de escape. Todo aparecía ordenado por marca y modelo. Desenfundando ligeramente la espada se acercó a la zona de luz. Había una puerta entreabierta, y, al observar por la rendija, vio a Shepherd y a otros dos hombres de pie alrededor de una pequeña mesa.
Parecieron sorprendidos cuando Maya apareció. Shepherd metió la mano en el bolsillo de la chaqueta en busca de un arma, pero entonces la reconoció y sonrió.
—¡Pero si está aquí! ¡Crecida y muy guapa! Ésta es la famosa Maya de quien os he estado hablando.
Maya había conocido a Shepherd seis años antes, cuando éste fue a Londres a visitar a su padre. El norteamericano tenía un plan para hacerse multimillonario pirateando películas de Hollywood, pero Thorn se negó a financiarle la idea. A pesar de que Shepherd se acercaba a la cincuentena, parecía mucho más joven. Llevaba el rubio cabello cortado en punta y vestía una camisa gris de seda y una chaqueta deportiva a medida. Al igual que Maya, llevaba la espada en un estuche colgado del hombro.
Los otros dos hombres parecían hermanos. Ambos rondaban los veinte años, tenían malas dentaduras y el pelo teñido de rubio. El más mayor lucía tatuajes en los brazos. Maya llegó a la conclusión de que eran «corruptos» —el término Arlequín para designar a los mercenarios de peor clase— y decidió hacer caso omiso de ellos.
—¿Qué ocurre? —le preguntó a Shepherd—. ¿Quién te ha estado siguiendo?
—Eso es un tema de conversación para más tarde —contestó Shepherd—. En este momento quiero presentarte a Bobby Jay y a Tate. Tengo tu dinero y documentación, pero Bobby Jay es quien proporciona las armas.
Tate, el hermano más joven, la observaba. Vestía pantalón de chándal y una sudadera muy holgada bajo la que seguramente escondía un arma.
—Lleva una espada como la tuya —le dijo a Shepherd.
El Arlequín sonrió con indulgencia.
—Es un trasto que no sirve de nada, pero es como formar parte de un club.
—¿Cuánto vale tu espada? —le preguntó Bobby Jay a Maya—. ¿Quieres venderla?
Molesta, ella se volvió hacia Shepherd.
—¿De dónde has sacado esta escoria?
—Relájate. Bobby Jay compra y vende armas de todo tipo. Siempre anda a la caza de la ganga. Recoge tu material. Yo lo pagaré y ellos se irán.
Sobre la mesa había una maleta metálica. Shepherd la abrió y mostró cinco pistolas encajadas en un molde de espuma. Al acercarse, Maya vio que una de ellas era de plástico negro y tenía un cilindro montado encima de la carcasa.
Shepherd la cogió.
—¿Habías visto alguna vez una de éstas? Es una Taser que produce descargas eléctricas. Siempre puedes llevar una pistola de verdad, pero esto te daría la opción de no matar a la otra persona.
—No me interesa.
—Lo digo en serio. Te juro por Dios que llevo una Taser. Si disparas a alguien con una pistola la policía acabará metiendo las narices. Esto te da más alternativas.
—La única opción es atacar o no atacar.
—De acuerdo. Como quieras. Hazlo a tu modo.
Shepherd sonrió, apuntó a Maya y apretó el gatillo. Antes de que ella pudiera reaccionar, dos dardos conectados a unos cables salieron por el cañón y le dieron en el pecho. Una tremenda descarga eléctrica la arrojó al suelo. Mientras luchaba por incorporarse, sufrió una segunda descarga y después una tercera que la sumió en la oscuridad.
El general Nash llamó a Lawrence el sábado y le comunicó que Nathan Boone iba a celebrar una teleconferencia con el comité ejecutivo de la Hermandad a las cuatro de la tarde. Lawrence cogió el coche y salió inmediatamente de su casa camino del centro de investigación del condado de Westchester y entregó al vigilante del edificio una lista de entradas. Pasó por su despacho para revisar los correos electrónicos y después subió a la tercera planta para prepararse de cara a la reunión.
Nash ya había introducido la orden que permitía que Lawrence tuviera acceso a la sala de conferencias. Cuando éste se acercó a la puerta, su chip del EP fue detectado por el escáner, y las cerraduras se abrieron. En la sala de reuniones había una gran mesa de caoba, butacas de cuero marrón y una pantalla de televisión que ocupaba toda la pared. Dos cámaras registraban los distintos ángulos de la estancia de manera que los miembros de la Hermandad que vivían en el extranjero pudieran asistir a los debates.
El alcohol estaba prohibido en las reuniones del comité, así que Lawrence distribuyó por la mesa botellines de agua y vasos. Su principal responsabilidad consistía en asegurarse del buen funcionamiento del circuito cerrado de televisión. Utilizando el panel de control ubicado en un rincón, se conectó con una videocámara situada en una oficina alquilada en Los Ángeles. La cámara le mostraba un escritorio y una silla vacía. Boone se sentaría en ella cuando la reunión diera comienzo y presentaría su informe acerca de los hermanos Corrigan. Al cabo de veinte minutos aparecieron cuatro pequeños recuadros en la parte inferior de la pantalla, y el panel de control indicó que los miembros de la Hermandad que vivían en Londres, Tokio, Moscú y Dubai asistirían a la reunión.
Lawrence se esforzaba por parecer diligente y respetuoso, pero se alegraba de que no hubiera nadie más presente en la sala. Estaba asustado, y su habitual máscara no bastaba para ocultar sus emociones. La semana anterior, Linden le había enviado una diminuta videocámara que funcionaba con pilas llamada «Araña». Oculta en el bolsillo de Lawrence, la Araña se le antojaba una bomba capaz de explotar en cualquier momento.
Comprobó el número de vasos de agua y se aseguró de que estuvieran limpios. Luego fue hacia la puerta. «No puedo hacerlo —se dijo—. Es demasiado peligroso.» Sin embargo, su cuerpo se negó a salir de la sala.
«Ayúdame, padre —se dijo—. No soy tan valiente como tú.»
De repente, la furia que su propia cobardía le provocó fue más fuerte que su instinto de supervivencia. Primero desconectó la cámara de circuito cerrado que iba a ser utilizada durante la reunión; a continuación se agachó y se quitó los zapatos. Moviéndose rápidamente, se subió a una de las butacas y de allí saltó a la mesa. Colocó la Araña en un conducto de ventilación asegurándose de que los imanes que la sostenían estuvieran en contacto con partes metálicas y saltó al suelo. Habían transcurrido cinco segundos. Ocho. Diez. Lawrence volvió a conectar el circuito cerrado y empezó a colocar bien las sillas.
En su infancia, Lawrence nunca había sospechado que su padre fuera Sparrow, el Arlequín japonés. Su madre le había contado que se había quedado embarazada siendo estudiante de la Universidad de Tokio. Su acaudalado novio se había negado a casarse, y ella no deseaba abortar. En lugar de criar a un hijo ilegítimo en plena sociedad japonesa, su madre decidió emigrar a Estados Unidos y educar a su hijo en Cincinnati, Ohio. Lawrence creyó aquella historia a pies juntillas. A pesar de que su madre le enseñó a leer y hablar el japonés, Lawrence nunca sintió la necesidad de viajar a Tokio para localizar al egoísta hombre de negocios capaz de abandonar a una pobre universitaria embarazada.
Su madre murió de cáncer cuando él estaba en su tercer año de universidad. En una vieja funda de almohada escondida en un armario encontró cartas de los parientes de su madre que vivían en Japón. El afectuoso tono de las misivas lo sorprendió. Su madre le había dicho que la familia la había echado de casa al saber que estaba embarazada. Lawrence les escribió, y su tía Mayumi fue a Estados Unidos para asistir al entierro.
Después de la ceremonia, Mayumi se quedó para ayudar a su sobrino a embalar las pertenencias maternas que iban a ser enviadas a un guardamuebles. Fue entonces cuando hallaron las posesiones que su madre se había llevado de Japón: un quimono antiguo, algunos libros de texto de la universidad y un álbum de fotos.
—Ésta es tu abuela —le había dicho Mayumi señalando a una anciana que sonreía a la cámara. Lawrence pasó la página—. Y ésta es la prima de tu madre con sus amigas del colegio. ¡Eran unas chicas tan guapas!
Lawrence pasó otra hoja de donde cayeron dos fotos. Una mostraba a la joven madre sentada al lado de Sparrow. La otra era de Sparrow solo con las dos espadas.
—¿Y quién es éste? —preguntó Lawrence. El hombre de la foto parecía muy serio y tranquilo—. ¿Quién es? Dímelo. —Miró fijamente a su tía, y ella rompió a llorar.
—Es tu padre. Únicamente lo vi una vez. Fue un día en que estuve con tu madre en un restaurante de Tokio. Era un hombre muy fuerte.
La tía Mayumi apenas conocía más detalles del hombre de las fotografías. Solía hacerse llamar Sparrow, pero de vez en cuando también utilizaba el nombre de «Furukawa». El padre de Lawrence había estado metido en algo peligroso —puede que fuera espía— y había muerto hacía mucho, asesinado por un grupo de yakuzas durante un tiroteo en un hotel de Osaka.
Cuando su tía regresó al Japón, Lawrence dedicó todo su tiempo libre a navegar por internet buscando información acerca de su padre. Le resultó fácil encontrar datos del suceso de Osaka. Habían aparecido artículos en toda la prensa japonesa y también en la internacional. Murieron dieciocho yakuzas. Un gángster llamado Hiroshi Furukawa figuraba entre los muertos, y una revista publicó una foto de su padre en el depósito de cadáveres. A Lawrence le extrañó que ninguno de los artículos explicara el motivo del tiroteo. Los periodistas se despachaban hablando de «un ajuste de cuentas entre bandas» o de «una disputa sobre ganancias clandestinas». Habían sobrevivido dos yakuzas, pero se negaron a responder a cualquier pregunta.
En la Duke University, aprendió a diseñar programas de ordenador para el manejo de grandes bases estadísticas. Después de graduarse trabajó para una página web de juegos dirigida por el ejército norteamericano que analizaba las respuestas de los adolescentes que jugaban en grupo
on line
y luchaban en una ciudad devastada. Lawrence les ayudó a desarrollar un programa que generaba un perfil psicológico de cada jugador. Los perfiles creados por el ordenador encontraban su correlación en las entrevistas cara a cara llevadas a cabo por el personal de reclutamiento del ejército. El programa establecía quién sería un futuro sargento mayor, quién manejaría la radio o quién se presentaría voluntario para misiones de alto riesgo.