El Viajero (42 page)

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Authors: John Twelve Hawk

Tags: #La Cuarta Realidad 1

BOOK: El Viajero
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Antonio dejó las bolsas de lona en la mesa.

—Pero no quiso dejarlo.

—¿Por qué iba a hacerlo? No soy ninguna cobarde. Tengo tres armas de fuego y sé cómo utilizarlas. Más tarde, Antonio y Martin descubrieron este sitio y me convencieron. Son dos muchachitos muy listos.

—Sabíamos que no se resistiría —dijo Antonio.

—Y tenían razón. Hace cincuenta años, el gobierno invirtió millones de dólares para construir esta ridícula base de misiles. —Sophia fue más allá de la caravana y les mostró el lugar. Gabriel vio tres enormes discos de hormigón encajados en oxidados armazones de hierro—. Justo allí están las tapas de los silos, que se podían abrir y cerrar desde dentro. Ahí es donde se guardaban los cohetes. —Se volvió e indicó un montón de tierra a unos quinientos metros de distancia—. Después de que retiraran los misiles, el condado convirtió esto en una especie de vertedero. Bajo veinte centímetros de tierra y una lona de plástico, se pudren veinticinco años de basuras acumuladas que atraen un ingente número de ratas. Las ratas se comen la basura y se multiplican. Las serpientes reales se comen las ratas y anidan en los silos. Yo estudio las
splendida
y hasta la fecha he tenido mucho éxito.

—Bien, ¿y qué vamos a hacer? —preguntó Gabriel.

—Almorzar, desde luego. Será mejor comerse el pan antes de que se ponga rancio.

Sophia repartió las tareas, y entre todos prepararon una comida con los alimentos perecederos. Maya fue la encargada de cortar el pan y no pareció gustarle lo romo del cuchillo. La comida fue sencilla pero deliciosa. Tomates frescos con aceite y vinagre. Un sabroso queso de cabra cortado en dados. Pan de centeno. Fresas. Para postre, Sophia sacó una tableta de chocolate belga y dio dos porciones a cada uno.

Las serpientes estaban por todas partes. Si se cruzaban en su camino, Sophia las cogía con firmeza y las llevaba hasta una zona de terreno húmedo que había cerca de la cabaña. Maya se sentó a la mesa con las piernas cruzadas, como si quisiera evitar que una serpiente fuera a treparle por la pierna. Durante la comida, Gabriel conoció algunos detalles más acerca de la doctora Briggs. No tenía hijos. No se había casado. Hacía unos años había aceptado operarse de la cadera, pero, aparte de eso, se había mantenido alejada de los médicos.

A los cuarenta años había decidido hacer un viaje todos los años hasta Narcisse Snake Dens, en Manitoba, para estudiar las cincuenta mil culebras anilladas que salían de las cuevas de piedra caliza durante su ciclo anual de apareamiento. Allí se hizo amiga de un sacerdote católico que vivía en la zona y que, años más tarde, le reveló que era un Rastreador.

—El padre Morrissey era un hombre sorprendente —dijo—. Al igual que muchos sacerdotes celebraba muchos bautizos, bodas y funerales, pero lo cierto es que aprendió algo de aquella experiencia. Era una persona muy receptiva, muy sabio. A veces tenía la impresión de que era capaz de leerme el pensamiento.

—¿Y por qué la escogió a usted?

Sophia arrancó un trozo de pan.

—Mis dotes para el trato social no son nada del otro mundo. La verdad es que la gente no me gusta. Es estúpida y vanidosa. Pero me he entrenado para ser observadora. Puedo concentrarme en algo y olvidarme de los detalles molestos. Puede que el padre Morrissey hubiera podido encontrar alguien mejor, pero se le desarrolló un cáncer linfático y murió diecisiete semanas después de que se lo diagnosticaran. Yo me tomé un semestre libre, me senté a su lado en el hospital, y él me transmitió su sabiduría.

Cuando todos hubieron terminado de comer, Sophia se levantó y miró a Maya.

—Creo, jovencita, que es hora de que se vaya. Tengo un teléfono en la caravana que funciona casi siempre. Cuando hayamos acabado, llamaré a Martin.

Antonio recogió las bolsas vacías y regresó a la camioneta. Maya y Gabriel permanecieron uno al lado del otro durante un rato, pero ninguno de los dos dijo nada. Él se preguntaba qué podía decirle: «Cuídate». «Que tengas buen viaje.» «Nos veremos pronto.» Ninguna de las despedidas habituales parecía encajar con una Arlequín.

—Adiós —dijo Maya.

—Adiós.

Maya se alejó unos pasos, se detuvo y se volvió.

—Conserva la espada de jade contigo —le dijo—. No te olvides. Es un talismán.

A continuación, se marchó. Su cuerpo se fue haciendo cada vez más pequeño hasta que finalmente desapareció en la carretera.

—Usted le gusta.

Gabriel dio media vuelta y vio que Sophia los había estado observando.

—Nos respetamos mutuamente y...

—Si una mujer me dijera eso, pensaría que es sumamente tonta, pero usted no es más que el clásico hombre. —Sophia volvió a la mesa y empezó a recoger los platos sucios—. Usted le gusta, Gabriel, pero eso es algo totalmente prohibido para un Arlequín. Tienen un gran poder; sin embargo, el precio que pagan por él es ser seguramente las personas más solas en este mundo. No puede permitir que ningún tipo de emoción enturbie su juicio.

Mientras guardaban las provisiones y lavaban los platos en un barreño de plástico, Sophia preguntó a Gabriel sobre su familia. Su educación científica se hacía evidente a través de su sistemática manera de recabar información. «¿Cómo sabe eso?», repitió más de una vez. «¿Qué le hace pensar que eso es cierto?»

El sol se deslizó hacia el horizonte. A medida que el rocoso terreno empezó a enfriarse, el viento aumentó, haciendo que la tela del paracaídas se hinchara y flameara como una vela. Sophia pareció divertida cuando Gabriel le explicó sus fallidos intentos de convertirse en Viajero.

—Algunos Viajeros llegan a aprender por su cuenta —le dijo—, pero no en nuestro ajetreado mundo.

—¿Por qué no?

—Nuestros sentidos están embotados por los ruidos y luces que nos rodean. En el pasado, un Viajero solía refugiarse en una cueva o buscar un santuario o una iglesia. Se necesita un entorno tranquilo. Como el de nuestro silo de misiles. —Sophia acabó de tapar las cajas de provisiones y miró a Gabriel—. Quiero que me prometa que permanecerá en el silo al menos ocho días.

—Eso parece mucho tiempo —repuso Gabriel—. Pensé que usted averiguaría enseguida si tengo o no el poder para cruzar.

—Se trata de su descubrimiento, joven. No del mío. Acepte las normas o vuelva a Los Ángeles.

—De acuerdo. Ocho días. No hay problema. —Gabriel fue hacia la mesa para recoger su mochila y la espada de jade—. Mire, doctora Briggs, esto es algo que deseo hacer. Para mí es importante. Quizá consiga establecer contacto con mi padre o mi hermano...

—Yo no pensaría mucho en eso. No es de gran ayuda. —Sophia apartó una serpiente real de la caja de herramientas y cogió una lámpara de queroseno—. ¿Sabe por qué me gustan las serpientes? Dios las creó para que fueran limpias, bellas y desprovistas de adornos. Estudiarlas me ha inspirado para deshacerme de todas las tonterías y las cosas innecesarias de mi vida.

Gabriel contempló a su alrededor la base de misiles y el desierto paisaje. Se sentía como si fuera a abandonarlo todo y a emprender un largo viaje.

—Haré lo que sea necesario.

—Bien. Vayamos abajo.

41

Un grueso cable eléctrico iba desde el generador eólico hasta el silo de los misiles. Sophia Briggs siguió el cable por la losa de cemento hasta una rampa que conducía a una zona protegida y dotada de un suelo de acero.

—Cuando guardaban los misiles, la entrada principal se hacía a través de un montacargas, pero el gobierno lo desmontó cuando vendió el terreno al condado. Las serpientes se cuelan de distintas maneras, pero nosotros tendremos que usar la escalera de emergencia.

Sophia dejó la lámpara en el suelo y prendió el queroseno con una cerilla de madera. Cuando la mecha ardió con una llama al rojo blanco, tiró con ambas manos de una compuerta del suelo revelando una escalera metálica que se hundía en la oscuridad. Gabriel sabía que las serpientes reales eran inofensivas para los humanos; aun así no le agradó ver un enorme ejemplar deslizándose peldaños abajo.

—¿Adónde va?

—A cualquier sitio. Debe de haber entre tres y cuatro mil
splendida
en el silo. Es su zona de cría. —Sophia bajó un par de escalones y se detuvo—. ¿Le molestan las serpientes?

—No. Pero se me hace raro.

—Todas las nuevas experiencias se hacen raras. El resto de la vida consiste en dormir y en reuniones de comité. Sígame y cierre la puerta tras usted.

Gabriel vaciló unos segundos y a continuación cerró la compuerta. Se hallaba en los primeros peldaños de una escalera de hierro que descendía en espiral alrededor del túnel de un ascensor protegido por una tela metálica. Había dos serpientes reales delante de él y varias más dentro del túnel, moviéndose arriba y abajo por las viejas tuberías como si fueran los ramales de una autopista para serpientes. Los reptiles se deslizaban unos por encima de otros, olfateando el aire con sus lenguas. Siguió a Sophia hacia abajo.

—¿Ha guiado usted a alguna persona que creyera ser un Viajero?

—En los últimos treinta años he tenido dos alumnos: una chica joven y un hombre mayor. Ninguno de los dos consiguió cruzar, pero puede que fuera mi culpa. —Sophia miró por encima del hombro—. Uno no puede enseñar a nadie a ser un Viajero. Es más un arte que una ciencia. Todo lo que un Rastreador puede hacer es intentar dar con la técnica adecuada para que la gente pueda descubrir su propio poder.

—¿Y cómo hace eso?

—El padre Morrissey me ayudó a memorizar los
Noventa y nueve caminos
. Se trata de un libro escrito a mano con noventa y nueve técnicas y ejercicios desarrollados durante años por visionarios de distintas religiones. Para los que no están familiarizados, se trata sólo de magia y espiritismo, de un montón de bobadas explicadas por santos cristianos, judíos estudiosos de la cábala, monjes budistas y todo eso. Sin embargo, los
Noventa y nueve caminos
no es algo místico. Se trata de una lista de ideas prácticas con un único objetivo: liberar la Luz del cuerpo.

Llegaron al final del túnel del ascensor y se detuvieron ante una formidable puerta de seguridad que seguía colgando de un gozne. Sophia conectó dos cables eléctricos, y una bombilla se encendió cerca de un generador eléctrico abandonado. Abrieron la puerta, se adentraron por un corredor y entraron en un túnel que era lo bastante ancho para que pasara un vehículo de transporte. Las paredes estaban cubiertas de oxidadas y arqueadas vigas que parecían las costillas de un animal. El suelo estaba formado por planchas de hierro. Por encima de sus cabezas colgaban viejos conductos de ventilación y cañerías de agua. Los tubos fluorescentes habían sido desmontados, y la única claridad provenía de seis bombillas corrientes conectadas al mismo cable.

—Éste es el túnel principal —dijo Sophia—. Tiene kilómetro y medio de longitud de punta a punta. Toda la zona es como un enorme lagarto enterrado. En estos momentos nos encontramos en medio del lagarto. Si caminamos hacia el norte, hacia la cabeza, llegaremos al silo nº 1. Las patas delanteras del lagarto son el silo nº 2 y el silo nº 3. Las patas traseras son el centro de control y la zona de alojamiento. Si caminamos hacia el sur, hasta el final de la cola, encontraremos la antena de radio que estaba instalada bajo tierra.

—¿Dónde están todas las serpientes?

—Bajo el suelo o en las zonas por encima de su cabeza donde pueden reptar. —Sophia lo guió por el túnel—. Resulta muy peligroso explorar este lugar si uno no sabe adónde va. El suelo es hueco por todas partes y está montado sobre amortiguadores para absorber el impacto de una explosión. Hay niveles construidos dentro de otros niveles. En algunos lugares, se puede caer desde muy alto.

Se adentraron por un pasillo lateral hasta llegar a una amplia y redonda estancia. Las paredes estaban hechas de bloques de cemento pintados de blanco, y cuatro tabiques dividían el espacio en zonas de dormir. Una de ellas disponía de un camastro con un saco de dormir, una almohada y un colchón de espuma. A pocos metros de distancia había una segunda lámpara de queroseno, un cubo tapado y tres botellas de agua.

—Esto era el dormitorio del personal. Estuve aquí abajo casi cinco semanas la primera vez que hice un cálculo aproximado de la población de
splendida
.

—¿Y se supone que voy a instalarme aquí?

—Sí. Durante ocho días.

Gabriel contempló la desnuda estancia a su alrededor. Le recordaba una prisión.

«Nada de quejas —se dijo—. Haz simplemente lo que te dicen.»

Dejó la mochila en el suelo y se sentó en la cama plegable.

—De acuerdo. Manos a la obra.

Sophia fue de un lado para otro de la estancia recogiendo pedazos de hormigón y tirándolos en un rincón.

—Empecemos por lo básico. Todas las criaturas vivientes llevan en sí un tipo especial de energía que llamamos La Luz. Si quiere puede llamarla «alma». No me preocupan las cuestiones teológicas. Cuando la gente muere, la Luz retorna a la energía que nos rodea, pero en el caso de los Viajeros es diferente: su Luz puede salir y después regresar a sus cuerpos vivientes.

—Maya me dijo que la Luz viaja a otros mundos.

—Sí. La gente los llama dominios o mundos paralelos. De nuevo puede utilizar la acepción que más le guste. Las escrituras de las principales religiones han descrito distintos aspectos de esos dominios. Son la fuente de todas las visiones místicas. Muchos santos y profetas han escrito sobre esos dominios, pero los monjes budistas del Tíbet fueron los primeros que intentaron comprenderlos. Antes de que los chinos lo invadieran, el Tíbet era una teocracia con mil años de existencia. Los campesinos mantenían a los monjes y a las religiosas, que así podían estudiar los relatos de los Viajeros y sistematizar la información. Los seis dominios no son un concepto tibetano o budista. Ocurre simplemente que los tibetanos fueron los primeros en describirlos.

—¿Y cómo llego hasta allí?

—La Luz se libera del cuerpo, y usted debe moverse ligeramente para que se produzca el proceso. La primera vez resulta sorprendente, casi doloroso. Entonces su Luz tendrá que cruzar cuatro barreras para alcanzar cada uno de los distintos dominios. Las barreras están compuestas de agua, fuego, tierra y aire. No hay un orden concreto para cruzarlas. Una vez su Luz haya encontrado el camino, ya siempre lo recordará.

—Y luego uno entra en los seis dominios. ¿Cómo son?

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