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Authors: John Twelve Hawk

Tags: #La Cuarta Realidad 1

El Viajero (18 page)

BOOK: El Viajero
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El ejército llevó a Lawrence a un puesto en la Casa Blanca y hasta Kennard Nash. El general creyó que Lawrence sería un buen administrador y que no debía malgastar su talento diseñando programas de ordenador. Nash tenía contactos con la CIA y la Agencia de Seguridad Nacional. Lawrence comprendió que trabajar para Nash le proporcionaría acceso a información reservada acerca de su padre. Había estudiado la foto de su padre con las dos espadas, y Sparrow no mostraba los elaborados tatuajes típicos de los yakuzas.

Al final, Nash lo llamó a su despacho y le entregó lo que la Hermandad llamaba El Conocimiento. Le explicó la versión más básica: que existía un grupo terrorista llamado los «Arlequines» que se dedicaba a proteger a unos herejes conocidos como los Viajeros. Por el bienestar de la sociedad resultaba primordial destruir a los Arlequines y controlar a los visionarios. Lawrence regresó a su puesto de trabajo con su primer código de acceso de la Hermandad. Introdujo el nombre de su padre en la base de datos y obtuvo su revelación:

NOMBRE: Sparrow. IDENTIFICACIÓN: Hiroshi Furukawa. CARACTERÍSTICA: conocido Arlequín japonés. HABILIDAD: nivel 2. EFECTIVIDAD: nivel 1. SITUACIÓN ACTUAL: liquidado en el hotel Osaka, 1975.

A medida que a Lawrence le fue facilitado más Conocimiento y tuvo acceso a un abanico más amplio de códigos de acceso, descubrió que la mayoría de Arlequines habían sido eliminados por los mercenarios de la Hermandad. Y en esos momentos resultaba que estaba trabajando para las fuerzas que habían asesinado a su padre. El mal lo rodeaba, pero al igual que un actor Nô, no se quitó nunca la máscara.

Cuando Kennard dejó la Casa Blanca, Lawrence lo siguió a su nuevo trabajo en la Fundación Evergreen. Se le permitió leer los libros Verde, Rojo y Azul que describían a Viajeros y Arlequines y analizaban brevemente la Hermandad. En esa nueva época, la Hermandad rechazaba el brutal control totalitario de la sociedad puesto en marcha por Hitler y Stalin y prefería la sofisticación del Panóptico que había desarrollado en el siglo XVIII el filósofo inglés Jeremy Bentham.

«No necesitas observar a todo el mundo si todo el mundo se cree observado —le había explicado Nash—. El castigo no es necesario; sin embargo, la inevitabilidad del castigo ha de quedar grabada en la mente.»

Jeremy Bentham creía que el alma no existía y que no había más realidad que la del mundo físico. Al advertir la proximidad de la muerte prometió donar toda su fortuna a la Universidad de Londres a condición de que su cuerpo fuera preservado, vestido con sus ropas favoritas y colocado en una urna de cristal. El cuerpo del filósofo se convirtió en un símbolo de adoración en privado para la Hermandad, cuyos miembros insistían en ir a verlo siempre que pasaban por Londres.

El año anterior, Lawrence había volado hasta Amsterdam para reunirse con uno de los grupos de la Hermandad que vigilaban internet, y como dispuso de un día libre en Londres cogió un taxi y fue a la Universidad de Londres. Entró por Gower Street y cruzó el patio. Era finales de verano, y hacía bastante calor. Los estudiantes, vestidos con pantalón corto y camiseta, se sentaban en los peldaños de mármol del edificio Wilkins y Lawrence sintió envidia de su espontánea libertad.

Jeremy Bentham se hallaba sentado en una butaca dentro de un expositor de madera y cristal en la entrada del claustro sur. Su esqueleto había sido desprovisto de carne, recubierto de paja y algodón y vestido con los ropajes del filósofo. La cabeza de Bentham se había conservado en un recipiente colocado a sus pies, pero los estudiantes la habían robado para sus partidos de fútbol en el patio. En esos momentos la cabeza ya no estaba, sino que se hallaba guardada en los sótanos de la universidad. La había sustituido una cara de cera que ofrecía un aspecto pálido y fantasmagórico.

Habitualmente, un guarda de seguridad de la universidad se sentaba en una garita parecida al expositor a unos metros del filósofo. Los miembros de la Hermandad que iban a rendir homenaje al inventor del Panóptico solían bromear diciendo que resultaba imposible decir quién estaba más muerto, Jeremy Bentham o el obediente zángano que custodiaba su cuerpo. Sin embargo, aquella tarde en concreto el guardia se había esfumado, y Lawrence se encontró a solas en la sala. Lentamente se acercó a la figura y contempló su rostro de cera. El escultor francés que la había creado había conseguido un resultado francamente notable, y la ligera curvatura del labio superior de Bentham sugería que se hallaba satisfecho con la evolución del nuevo milenio.

Tras contemplar el cuerpo embalsamado durante unos instantes, Lawrence se desplazó a la izquierda para examinar la pequeña muestra de la vida del filósofo. Bajó la mirada y vio una pintada hecha con graso lápiz rojo en la base de latón del exhibidor. Consistía en un óvalo con tres líneas rectas. Lawrence comprendió a tenor de sus investigaciones que era un laúd Arlequín.

¿Se trataba de un gesto de desprecio o de desafío por parte del adversario? Se agachó, lo examinó de cerca y vio que una de las líneas era una flecha que apuntaba al esqueleto de Bentham. Una señal. Un mensaje. Miró en dirección al corredor del claustro, hacia un distante tapiz. Una puerta se cerró en algún lugar del edificio, pero nadie apareció.

«Haz algo —se dijo—. Ésta es tu única oportunidad.»

La puerta del expositor se hallaba cerrada por tres candados de latón. Aun así, tiró de ella y los forzó. Cuando la puerta se entreabrió con un chirrido, Lawrence metió la mano dentro y rebuscó en los bolsillos del abrigo negro de Bentham. Nada. Lo desabrochó, deslizó la mano por el forro y localizó un bolsillo interior. Allí había algo. Una tarjeta. Sí, una postal. Ocultó el trofeo en su maletín, cerró la puerta de vidrio y se alejó rápidamente.

Una hora más tarde, se hallaba sentado en un bar cerca del Museo Británico examinando la postal de La Palette, un café de la rue du Seine, en París. Un toldo verde, mesas y sillas en la acera. En la fotografía, una de las mesas aparecía marcada con una «x», pero Lawrence no supo entender qué significaba. En el dorso de la postal, alguien había escrito: «Cuando caiga el templo».

Después de regresar a Estados Unidos, Lawrence estudió la postal y pasó horas navegando en internet. ¿Había sido un Arlequín quien se la había dejado a modo de pista, de billete para cierto destino? ¿Qué templo había caído? El único que se le ocurría era el templo judío de Jerusalén. El Arca de la Alianza. Santo de los Santos.

Una noche, en su casa, Lawrence se bebió una botella entera de vino y comprendió que la antigua orden de los Templarios estaba relacionada con los Arlequines. El superior de los Templarios había sido arrestado por orden del rey de Francia y quemado en la hoguera. Pero ¿cuándo había sucedido eso? Usando su agenda informática se conectó a internet y lo averiguó de inmediato: el viernes 13 de octubre de 1307.

Aquel año había otros dos viernes 13, y para uno de ellos faltaban escasas semanas. Lawrence cambió su programa de vacaciones y tomó un avión con destino a París. La mañana del día 13 se dirigió al café de La Palette vestido con un jersey de rombos. El café se hallaba situado en una calle secundaria llena de galerías de arte y próximo al Pont Neuf. Lawrence se instaló en una de las mesas de la terraza y pidió un
café-crème
al camarero. Estaba tenso y nervioso, listo para cualquier aventura, pero transcurrió una hora sin que nada sucediera.

Tras examinar una vez más la postal vio que la «x» se hallaba en una determinada mesa en la parte izquierda de la terraza. Cuando una joven pareja de franceses acabó de leer el periódico y se marchó a trabajar, Lawrence se trasladó a la mesa escogida y pidió una
baguette de jambon
. Esperó hasta las doce, cuando un anciano camarero vestido con camisa blanca y chaleco negro se acercó a su mesa.

El hombre habló en francés, y Lawrence hizo un gesto negativo con la cabeza. El camarero probó con el inglés.

—¿Está usted esperando a alguien?

—Sí.

—¿Y de quién se trata?

—No sabría decirlo. Pero reconoceré a esa persona cuando se presente.

El anciano camarero se metió la mano debajo del chaleco, sacó un móvil y se lo entregó. Casi de inmediato, el teléfono sonó, y Lawrence lo conectó. Una voz profunda habló primero en francés, después en alemán y por fin en inglés.

—¿Cómo has encontrado este lugar? —preguntó la voz.

—En una postal hallada en el bolsillo interior de un muerto.

—Has dado con un punto de acceso. Contamos con siete puntos como ése repartidos por todo el mundo para ganar adeptos y contactar con mercenarios. Se trata únicamente de un punto de acceso. Eso no significa que vaya a serte permitida la entrada.

—Lo entiendo.

—Dime, pues, ¿qué ocurrió tal día como hoy?

—Que la orden de los Templarios fue rodeada y destruida, pero algunos sobrevivieron.

—¿Quién sobrevivió?

—Los Arlequines. Uno de ellos era mi padre. Sparrow.

Se hizo el silencio. Al cabo de un instante, el hombre al teléfono rió en voz baja.

—Tu padre habría disfrutado de este momento. Saboreaba lo inesperado. ¿Y quién eres tú?

—Lawrence Takawa. Trabajo para la Fundación Evergreen.

De nuevo, un silencio.

—Ah, sí —susurró la voz—. La fachada pública del grupo que se hace llamar «La Hermandad».

—Quiero saber de mi padre.

—¿Y por qué debería confiar en ti?

—Ésa es tu decisión. Permaneceré sentado diez minutos más a esta mesa. Luego, me marcharé.

Desconectó el móvil y aguardó a que explotara, pero no ocurrió nada. Cinco minutos después, un tipo corpulento y con la cabeza rapada se acercó caminando por la acera y se detuvo ante la mesa. El desconocido llevaba un cilindro metálico colgado del hombro, y Lawrence comprendió que estaba contemplando a un Arlequín que llevaba oculta su espada.


M'apporterez-vous une eau de vie fine, s'il vous plait? —
le pidió el hombre al camarero antes de tomar asiento.

El Arlequín se metió la mano en el bolsillo del abrigo como si fuera a coger un arma, y Lawrence se preguntó si se disponía a ejecutarlo allí mismo o esperaría a que le llevaran la bebida.

—Colgar el teléfono fue una acción decisiva, Takawa. Eso me gusta. Quizá seas verdaderamente el hijo de Sparrow.

—Tengo una foto de mis padres sentados juntos. Puedes verla si lo deseas.

—O puedo matarte primero.

—Ésa es otra posibilidad.

El francés sonrió por primera vez.

—¿Y por qué estás arriesgando tu vida para verme?

—Quiero saber por qué murió mi padre.

—Sparrow era el último Arlequín que quedaba en Japón. Cuando la Tabula contrató yakuzas para asesinar a tres conocidos Viajeros, él los defendió y los mantuvo con vida durante casi ocho años. Uno de los Viajeros era un monje budista que vivía en un templo de Kioto. Los cabecillas de la yakuza enviaron a varios grupos para que lo asesinaran, pero los sicarios desaparecieron uno tras otro. Naturalmente, cayeron en manos de Sparrow, que los cortó como a las malas hierbas de un jardín. A diferencia de otros Arlequines de la actualidad, él prefería utilizar la espada.

—¿Y qué pasó? ¿Cómo lo atraparon?

—Conoció a tu madre en una parada de autobús cerca de la Universidad de Tokio. Empezaron a verse y se enamoraron. Cuando tu madre se quedó embarazada, la yakuza se enteró; la secuestraron y la llevaron a una sala de banquetes del hotel Osaka. La ataron y la colgaron de una cuerda. La intención de los yakuzas era emborracharse y violarla. Ya que no podían acabar con Sparrow, iban a ultrajar a la única persona importante de su vida.

Un camarero sirvió una copa de aguardiente, y el hombretón sacó la mano del bolsillo de su abrigo. El ruido del tráfico, el sonido de las conversaciones a su alrededor se desvanecieron. Lo único que Lawrence oía era la voz del francés.

—Tu padre entró en la sala de banquetes disfrazado de camarero. Metió la mano bajo el carrito de servir y sacó una espada y una escopeta del calibre doce de tambor giratorio. Se lanzó contra los yakuzas, mató a varios e hirió al resto. Entonces liberó a tu madre y le dijo que huyera.

—¿Y ella lo obedeció?

—Sí. Sparrow tendría que haber escapado con tu madre, pero su honor había sido afrentado, así que caminó por la sala ejecutando a los yakuzas, pero mientras lo hacía uno de los heridos cogió una pistola y le disparó por la espalda. La policía local fue sobornada para que el asunto no saliera a la luz y los periódicos dijeron que se había tratado de una guerra entre bandas.

—¿Qué fue de los Viajeros?

—Sin nadie que los protegiera, resultaron eliminados en pocas semanas. Un Arlequín alemán llamado Thorn voló hasta Japón, pero ya era demasiado tarde.

Lawrence se quedó mirando su taza de café.

—Así que eso fue lo que pasó...

—Te guste o no, eres el hijo de un Arlequín y trabajas para la Tabula. La única pregunta es: ¿qué piensas hacer sobre eso?

Un intenso miedo se apoderó de Lawrence a medida que se acercaba la hora de la reunión. Cerró la puerta de su despacho, pero cualquiera con un nivel de seguridad superior al suyo —como Kennard Nash— podría entrar. A las 15.55 sacó el aparato receptor que Linden le había enviado por correo junto con la Araña y lo conectó a la entrada de cable de su portátil. Una serie de difusas líneas rojas aparecieron en el monitor hasta que, de repente, vio la sala de conferencias y oyó las voces en sus auriculares.

Kennard Nash se hallaba de pie ante la larga mesa y daba la bienvenida a los miembros de la Hermandad que iban llegando. Unos cuantos vestían ropa de golf y habían pasado la tarde en el club de Westchester. Se saludaron entre ellos, se estrecharon la mano y bromearon sobre la situación política del momento. Cualquiera poco informado habría asegurado que aquel grupo de distinguidos ancianos dirigían una fundación de caridad en su reunión anual.

—Bien, caballeros —dijo Nash—. Tomen asiento. Es hora de que hablemos.

Lawrence tecleó unas instrucciones en su ordenador para enfocar el objetivo de la Araña. Vio aparecer a Nathan Boone en la pantalla de la sala. Los pequeños recuadros de la parte inferior mostraban a los miembros de la Hermandad en el extranjero.

—Buenos días a todos —comenzó Boone en tono tranquilo, como si fuera un ejecutivo informando de los beneficios—. Me gustaría ponerles al corriente de cuál es la situación actual de Michael y Gabriel Corrigan. Hace un mes empecé una operación de vigilancia para controlar a esos dos individuos. Se contrató personal en Los Ángeles, y enviamos algunos empleados desde otras ciudades. A nuestros hombres se les ordenó observar a los dos hermanos y obtener información de sus características personales. Únicamente tenían autorización para detener a los Corrigan en caso de que se hiciera evidente que éstos pretendían abandonar la zona.

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