Nos sentamos y tuvo el detalle de preguntarnos si su presencia era una molestia mientras desayunábamos. Decididamente, era otro hombre. Dije que no y él lo aprovechó para hacer parte de su trabajo. A diferencia de sus hombres, parecía muy cumplidor de sus obligaciones.
—Hemos comprobado que ayer estuvieron en las oficinas de BOAC gestionando sus pasajes.
Lo miré ofendido.
—¿Duda de mi palabra?
—No, míster Burton, pero comprenderá que en una investigación debemos comprobar todos los extremos. Además —añadió—, la muerte de míster Best, según nos ha dicho el forense, se produjo entre las cuatro y media y las cinco de la tarde. Los restos de comida en su estómago señalan que estaba en plena digestión —el sabueso no se privaba de detalles escabrosos—, lo que concuerda con su afirmación de que habían comido entre las dos y media y las tres y media. Era la hora en que ustedes estaban en las oficinas de la compañía. También sabemos ya la hora de la muerte del anticuario.
—¿Cuándo fue asesinado? —preguntó Ann.
—Entre las doce y la una. Es decir, una o dos horas después de que ustedes dos y el difunto profesor saliesen de su tienda de antigüedades para dirigirse a Groppi. Por cierto, también en la casa de té han confirmado la presencia de ustedes tres, tal y como usted me indicó ayer. El camarero recordaba perfectamente al lord inglés y la pareja que lo acompañaba. Tés para los caballeros y un café turco para mademoiselle en un tranquilo rincón del jardín.
Sin duda la mala cara que ofrecía Mustafa el-Kebir era la consecuencia de horas de extenuante trabajo.
—¿Ha dicho que la muerte de Boulder se produjo entre las doce y la una?
—Eso han deducido de la autopsia, ¿por qué lo pregunta?
—Porque ayer nos reunimos con él a las nueve de la mañana; quedamos a esa hora porque él tenía otra cita a las doce.
—¿Otra cita? ¿Les dijo con quién?
—No, pero al parecer era muy importante.
Un camarero se acercó empujando un carrito con nuestros desayunos. Té y café, zumo de naranja, tostadas, mantequilla, mermelada, huevos revueltos y beicon. También el té con hierbabuena del inspector. La mesa se llenó de bandejas, platos, jarras y teteras. Nos deseó buen provecho y se retiró.
—¿No tiene ningún dato de esa reunión? —preguntó el inspector—. ¿Algún detalle? ¿Algo que dijese el anticuario?
—Lo siento, solo dijo que era una reunión importante.
Mustafa el-Kebir dio un sorbo a su té y yo me bebí el zumo de naranja, mientras que Ann untaba mantequilla en una de las tostadas.
—Bien, ustedes están libres de sospecha. Tienen justificada con testigos su ausencia del escenario de los asesinatos a la hora en que se cometieron.
Las palabras del inspector me tranquilizaron porque nuestra situación resultaba extraordinariamente delicada. Eran tantas las cosas por las que podían acusarnos que no sabría señalar cuántas. Sus pesquisas no le habían proporcionado información acerca de las amenazas que habíamos recibido, lo cual, en cierto modo, era lógico. Quienes sabían de ellas, aparte de Ann, de mí, y de quien nos las había hecho llegar, estaban muertos y Robinson no facilitaría ninguna información al respecto, aunque suponía que desde la embajada harían algo por averiguar quién había asesinado a Best.
—¿Significa que podemos abandonar Egipto cuando lo deseemos?
—Exactamente, míster Burton, pero antes tendrá que explicarme una cosa más.
—¿Qué cosa?
—La conexión entre esas dos muertes es un códice del que usted tiene importante información y a mí me gustaría conocerla con todo detalle.
—La única información que tengo es que Boulder poseía un códice y que el profesor Best debía certificar su autenticidad.
—Tengo entendido que, cuando el difunto lo examinó, ustedes estaban presentes.
—Es cierto.
—¿El profesor no hizo comentarios sobre su antigüedad, su valor o su contenido?
—Dijo que era auténtico, muy antiguo. En su opinión no se trataba de una falsificación.
—¿Nada más?
—Nada más. Best era muy hermético.
El inspector nos sorprendió entonces con una pregunta inesperada.
—¿Les suena a ustedes el nombre de Suleiman Naguib?
Lo maldije en mi interior. ¿Cómo había podido averiguar lo de las amenazas? Comprobé que Ann no se había inmutado, ahora ponía mermelada sobre la mantequilla de su tostada. Decidí que lo mejor era tantear el terreno.
—¿Cómo ha dicho?
—Antonello Suleiman Naguib. Anda metido en el mundo de la compraventa de objetos antiguos.
Ann tuvo la confirmación de por qué al llamarlo Suleiman la noche que estábamos cerca del Papyrus Institute no reaccionó rápidamente. Estaba acostumbrado a que lo llamasen Antonello, era más italiano.
—¿Naguib, Suleiman Naguib…? No me suena ese nombre. ¿Hay alguna razón para que lo conozca?
—Es el individuo con quien Boulder había quedado a las cuatro, en su tienda de antigüedades. Al parecer, está también interesado en el códice que ustedes habían venido a comprar.
—¡Nosotros no hemos venido a comprar ningún códice! ¡Ya le he dicho que mi misión era acompañar al difunto profesor Best!
No había podido evitar alzar la voz más de lo debido. Mustafa el-Kebir miró hacia las mesas de alrededor, todas ellas estaban vacías. Iba a pedirle disculpas cuando Ann me sorprendió al preguntarle al inspector.
—¿Cómo es ese Naguib?
El inspector clavó sus ojos saltones en Ann, tan sorprendido como yo por la pregunta.
—¿Por qué pregunta eso, mademoiselle? ¿Acaso podría usted conocerlo?
—No lo sé, pero he visto varias veces a un individuo en el vestíbulo que se fijaba en mí con cara de pocos amigos. Intimidaba con la mirada.
—¿Por qué no me lo ha dicho antes?
—Se trata solo de una sensación, aunque muy molesta. No está prohibido mirar, aunque sea de forma desagradable.
No tenía la menor idea de adónde pretendía llegar Ann.
—Naguib es más bien alto, bien parecido, tez oscura, cabello negro, como sus ojos. Viste de forma elegante.
—¿Podría darme algunos datos sobre ese individuo?
—Su nombre completo es Antonello Suleiman Naguib, es un italolibio que vive a caballo entre El Cairo y Roma, donde tiene una selecta clientela interesada por las antigüedades egipcias. Tiene contactos con los saqueadores de tumbas y estamos convencidos de que ha cerrado negocios ilegales, pero no hemos podido echarle el guante.
—Me parece que estamos hablando del mismo hombre.
—¿Usted cree?
—Hay una forma de comprobarlo —le espetó Ann, dejándome boquiabierto.
Mustafa el-Kebir se acarició la perilla y asintió sin necesidad de que Ann le explicase nada más.
—Discúlpenme un momento, voy a hacer una llamada.
Mientras Mustafa el-Kebir salía del comedor, Ann mordisqueaba su tostada y yo apenas podía contener mi malhumor.
—¿Te has vuelto loca?
Antes de responderme, dio otro bocado a su tostada y un sorbo a su café.
—No, ¿por qué lo dices?
—¿Cómo se te ha ocurrido hacer eso? ¡Nos va a poner en una situación muy comprometida!
—Supongo que no se le ocurrirá decir que nos amenazó, por lo que has podido escuchar la policía tiene ganas de pillarlo. Un careo con él tal vez nos permita obtener alguna información sobre la muerte de Best.
—¿Sospechas de ese tipo?
—No.
Iba de sorpresa en sorpresa.
—¿Por qué?
—Porque no se había cumplido el plazo que nos había dado para marcharnos. No me pareció un asesino cuando lo vi la noche que nos abordó cerca del Papyrus Institute.
—Entonces, ¿por qué piensas que un careo con él puede arrojar alguna luz sobre la muerte de Best?
—Porque puede darnos alguna información que no tenemos. El que piense que no ha asesinado a Best no significa que me fíe de él, pero como está metido en el mundo de las antigüedades y quien ha cometido los asesinatos brujulea por él… A lo mejor se le escapa algo interesante.
Una hora después nos veíamos las caras con Antonello Suleiman Naguib. Aproveché para estudiarlo detenidamente y, efectivamente, como había dicho Ann, no tenía trazas de asesino, aunque soy de los que piensan que las apariencias engañan muchas veces. Parecía temeroso y tan desconcertado como nosotros.
—¿Es éste el hombre al que usted se refería? —le preguntó Mustafa el-Kebir a Ann.
—Sí, es el mismo que he visto varias veces en el vestíbulo. No dejaba de mirarme y, como le he comentado, lo hacía de forma desagradable. Me sentía intimidada.
Me di cuenta de la jugada de Ann. Le estaba mandando un mensaje a Naguib. Cortaba de raíz la posibilidad de que se sintiese aludido por las amenazas.
—¡Es usted muy atractiva! —exclamó con recelo, pero componiendo su mejor sonrisa.
—¡Eso no le da derecho a desnudarme con la mirada! —Ann aparentaba estar ofendida en su dignidad.
—Si desea que le pida disculpas, con mucho gusto se las ofrezco en este momento.
El italolibio había captado perfectamente el mensaje. El inspector no dejaba de acariciar su perilla, tratando de no perder detalle. Estaba tan atento que sus ojos parecían pugnar por salirse de las cuencas. Miró a Naguib y le preguntó:
—¿Sabía usted que también ellos están interesados en hacerse con ese códice que deseaba comprarle a Boulder?
—¡No es posible! —exclamó fingiendo sorpresa.
—Han venido desde Londres con ese propósito —sentenció el comisario.
—Por lo que veo, mis explicaciones le han servido de poco —protesté sin mucha energía—. Ya le he dicho que no he venido a comprar ningún códice. Mi misión en El Cairo se reducía a acompañar al difunto profesor Best.
—¿Se refiere al profesor inglés que han asesinado? —preguntó Naguib con ironía.
Tuve que hacer un esfuerzo para contenerme. Las palabras de Mustafa el-Kebir vinieron entonces en mi ayuda.
—Hemos comprobado las declaraciones que el señor Naguib hizo anoche. No abandonó la comisaría hasta cerca de las once y tiene coartadas que lo exculpan de toda sospecha, aunque son menos refinadas que las de ustedes.
—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Ann.
—Que hemos confirmado que entre las doce y la una el señor Naguib estaba en un burdel muy alejado de la plaza Malaka Nazli. Lo ha testificado tanto la madame como dos de las señoritas que allí trabajan y que a esas horas atendían sus necesidades. Sin duda Groppi tiene más refinamiento que ese burdel.
Naguib no se inmutó, ni por el comentario ni por la sorna de que hizo gala el inspector, quien añadió:
—También sabemos que estaba muy lejos del Shepheard cuando, según la autopsia, acabaron con la vida del profesor.
—¿Dónde estaba? —pregunté, más que nada por mortificarlo.
—Estaba en la tienda de Boulder, adonde había acudido a las cuatro, según afirma la secretaria del difunto. Allí aguardó más de una hora, hasta después de las cinco y media cuando se enteró de la muerte del anticuario. No pudo matar a Best.
Mustafa el-Kebir sacó su paquete de Cleopatra, encendió uno, expulsó el humo lentamente y comentó como si hablase del tiempo:
—En fin, supongo que para todos ustedes será doloroso saber que el códice ha desaparecido.
Hubo un cruce de miradas y un prolongado silencio que el propio inspector rompió:
—Al parecer, Boulder lo guardaba en la caja fuerte de su despacho.
—¿Cómo sabe que ha desaparecido? —preguntó Naguib.
—Hemos forzado la caja fuerte. La secretaria aseguraba que el códice estaba allí.
—Entonces, ¿cómo es que ya no estaba? —preguntó Ann.
—Alguien debía conocer la combinación y lo ha robado.
—Posiblemente los asesinos obligarían a Boulder a confesar la clave —me apresuré a señalar, más que nada por lanzar una cortina de humo.
—Con esa hipótesis estamos trabajando.
—¿Qué piensan hacer? —preguntó Ann.
—Por lo pronto extremar las medidas de vigilancia. Pensamos que quien tenga el códice en su poder tratará de sacarlo de Egipto.
Aproveché el silencio que se produjo tras las palabras del inspector para preguntarle:
—¿He respondido a todo lo que deseaba saber?
Mustafa el-Kebir apagó el cigarrillo y pareció meditar la respuesta:
—Pueden marcharse cuando lo deseen, aunque mantendré la vigilancia por su propia seguridad. Disculpen un momento.
Mustafa el-Kebir salió de la habitación y Naguib aprovechó para lamentar la muerte del profesor.
—Créanme que lo siento.
—¡No pretenderá que lo tome en serio!
—Como comprenderá, no tengo obligación de manifestarle mi pesar. En cualquier caso, sepa que nada tengo que ver con su muerte, ni con la de Boulder.
—Entonces, ¿por qué nos amenazó en dos ocasiones?
—Porque también yo deseaba hacerme con el códice.
—Eso no le autorizaba…
—Eso, señor Burton, forma parte del juego.
Ann le preguntó entonces algo que me pareció pueril:
—¿No sabe dónde está el códice?
—No tengo la menor idea.
Cuando el inspector regresó traía nuestros pasaportes en la mano.
—Aquí los tienen.
Se despidió con más amabilidad de la que había mostrado en las dos entrevistas mantenidas, incluso le dedicó a Ann una sonrisa. Naguib se marchó con él.
Una vez solos Ann me dijo algo que me dejó frío.
—Naguib sabe dónde está el códice.
—¿Cómo lo sabes?
—Por la forma en que se ha comportado. Si después de haber amenazado y extorsionado lo hubiese perdido, estaría abatido, y está exultante. ¡Es la viva imagen de un hombre feliz! Además, cuando ha respondido a mi pregunta sobre si sabía dónde estaba el códice ha respondido sin vacilar que no tiene la menor idea.
—¿Eso qué indica?
—Que miente.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo mismo que sabía que Naguib no respondía al nombre de Suleiman. ¿Recuerdas que el nombre completo que nos dio el inspector incluía un Antonello?
Cada minuto que pasaba estaba más mosqueado con las capacidades que Ann ponía de manifiesto, una vez detrás de otra.
—Además —argumentó Ann—, si lleva semanas detrás del códice y tiene importantes conexiones en el mundillo de las antigüedades, tiene que saber algo sobre él. Había quedado con Boulder y no olvides que apenas llevábamos unas horas en El Cairo, cuando ya estaba sobre nosotros.