El sueño de Hipatia (39 page)

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Authors: José Calvo Poyato

Tags: #Histórico

BOOK: El sueño de Hipatia
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En el silencio de la madrugada solo se escuchaba el crepitar de las llamas y los cascos de los caballos de los jinetes que se alejaban a toda prisa.

El sol ya alumbraba un nuevo día cuando uno de los hombres que la buscaban en la zona oriental de las murallas vio el humo que salía de las ventanas del templo.

—¡Mirad allí!

—¿Dónde?

—¡En aquel templo abandonado!

Acudieron a toda prisa y al abrir las puertas los recibió una densa humareda y un penetrante olor a carne quemada. Tuvieron que aguardar a que la humareda se disipase algo para poder entrar. Encontraron manchas de sangre por todas partes, unas vestiduras desgarradas y un cuerpo casi consumido por el fuego, poco más que un montón de cenizas. Era lo que quedaba de la insigne matemática.

A la misma hora que Orestes recibía la noticia, el patriarca Cirilo era informado del suceso y por Alejandría comenzaban a circular los rumores.

El prefecto imperial abrió una investigación, pero todas las pistas se estrellaron contra un muro impenetrable. Nadie sabía con exactitud lo ocurrido aquella larga noche.

Un mes más tarde, en una de las tabernas del puerto, a un parabolano que había bebido más de la cuenta se le soltó la lengua. Contó con todo lujo de detalles los trágicos sucesos acaecidos. En una mesa cercana alguien escuchó con atención la historia del sicario de Petrus, que se regodeaba con los detalles más escabrosos. Aunque pensó que eran fantasías de un monje borracho, informó a las autoridades.

Orestes ordenó su detención. Primero, lo negó todo, alegaba que estaba borracho y se había inventado una historia para llamar la atención, pero sometido a un duro interrogatorio confesó los detalles del crimen. Todo menos los nombres de sus cómplices.

Orestes, muy presionado por el patriarca que reclamaba la jurisdicción para sí por tratarse de un parabolano, le concedió un plazo de tres días para que completase su confesión, antes de entregarlo al verdugo. El día que expiraba el plazo, encontraron al asesino estrangulado en su celda. Nunca se supo quién lo hizo porque el carcelero y los soldados que prestaban guardia también aparecieron muertos.

30

Ciudad del Vaticano, 1948

Pasada la media noche, Miroslav Pavelic estaba sentado frente a Piccolomini en la acogedora atmósfera del despacho del cardenal. Su Eminencia encendió un cigarrillo y la maciza tapa de su mechero resonó al cerrarse. Expulsó el humo lentamente ante la atenta mirada del sacerdote serbio.

—Cuénteme ahora esa historia desde el principio.

Pavelic miró su reloj.

—Hace dos horas recibí una llamada desde El Cairo…

—¿Quién lo llamó?

—Günther Hoffmann; ese nombre no le sonará.

—Así es, no tengo la menor idea de quién es ese Hoffmann.

—Hoy es un comerciante bávaro que se afincó en El Cairo hace cuatro años, a finales de 1944.

—¿Por qué ha dicho hoy es?

—Porque hasta que se marchó a El Cairo había sido uno de los hombres de confianza de Heinrich Himmler.

—¿Ese Hoffmann es quien le ha hablado del códice?

—En efecto, eminencia, se ha referido exactamente a un viejo códice escrito en copto.

—¿Que sabe de ese códice? —lo tanteó Piccolomini.

—Al parecer contiene textos sumamente interesantes, creo que usted está al tanto de su contenido.

—Prefiero que me lo cuente usted.

—Por lo que me ha dicho, se trata de textos que… que no ha vacilado en calificar como evangelios. Disculpe, eminencia, pero ésa es la palabra que ha utilizado, supongo que exageraba.

El cardenal asintió con un ligero movimiento de cabeza y Pavelic prosiguió:

—Según dice, desde hace algunos meses en ambientes muy restringidos de El Cairo, circulaba un rumor según el cual en una localidad próxima a Luxor, creo que se llama…

Pavelic vaciló y el cardenal acudió en su ayuda.

—Nag Hammadi.

—Nag Hammadi —repitió Pavelic—, había aparecido un códice que contenía textos muy antiguos en los que se alude a aspectos importantes de la vida y la doctrina de Cristo que no coinciden con las historias recogidas en los evangelios. ¿Estoy en lo cierto?

—Continúe, Pavelic.

El cardenal aplastó lo que quedaba de cigarrillo en el cenicero.

—Ese códice fue a parar a manos de un anticuario llamado Henry Boulder, con quien hace algunas semanas entró en contacto un comisionado del Vaticano, un individuo que se dedica al tráfico de antigüedades. Ese comisionado estaba negociando la compra, pero resulta que habían surgido dificultades, derivadas de la actitud de Boulder a raíz de la aparición de otros clientes. ¿Correcto?

—Prosiga.

—Según me ha dicho Hoffmann, uno de los textos de ese códice contiene información… —Pavelic escogió la palabra— muy comprometida.

—¿La conoce usted? —le preguntó Piccolomini entornando los ojos.

—No, eminencia.

—Siga, por favor.

—Esos compradores actúan, al parecer, por cuenta de una fundación británica que impulsa estudios teológicos desde una perspectiva diferente a nuestros planteamientos doctrinales. Habían enviado a El Cairo un experto con la misión de autentificar el códice. Se trata de un profesor de Oxford, llamado Alfred Best.

Hacía rato que Silvio Piccolomini daba por bueno que Pavelic le hubiese echado a perder la cena en Il Galeone. Estaba claro que el tal Günther Hoffmann conocía bien todo lo que se fraguaba en El Cairo.

—Tanto el anticuario como el profesor han sido asesinados hace muy pocas horas. ¿Lo sabía?

—Sí, estaba al corriente de esos crímenes. Ahora, dígame, ¿por qué ese individuo le ha dicho que tenía un mensaje para mí?

La respuesta que escuchó lo dejó sin respiración.

—Porque afirma que tiene el códice en su poder y que…

—¿Quiere repetir eso que acaba de decir?

—Günther Hoffmann afirma estar en posesión de ese códice.

—¿Está seguro de que es eso lo que le ha dicho? —insistió Piccolomini.

—Completamente, eminencia. Ha dicho que tiene el códice y también las notas que el profesor Best había tomado sobre su contenido.

El cardenal encendió otro cigarrillo.

—¿Qué más le ha dicho?

—Que está dispuesto a entregarle el códice a Su Eminencia.

Piccolomini se quedó pálido, y tardó unos segundos en asimilar lo que Pavelic acababa de decirle. Mirándolo a los ojos, le preguntó:

—¿Qué quiere a cambio?

—Verá, eminencia. —Pavelic se rebulló incómodo en su asiento, como si le costase trabajo hablar—. Supongo que está usted al tanto de la misión que desempeñamos en San Girolamo.

—Conozco el trabajo que allí se realiza, pero no estoy al tanto de los detalles. Eso es competencia del cardenal Hudal.

—En los últimos meses han surgido algunas dificultades porque las presiones de los estadounidenses y los británicos son muy fuertes.

—¿A qué se refiere concretamente?

—Desde San Girolamo hemos facilitado pasaportes, rutas seguras y pasajes, principalmente con destino a Sudamérica, a ciertas personas que tuvieron notable relevancia en la Alemania de Hitler. Algunas de ellas no mostraron precisamente un comportamiento ejemplar.

—Entiendo.

—El cardenal Hudal está firmemente convencido de que en el actual panorama de tensiones internacionales la guerra será inevitable, teniendo en cuenta las ambiciones de Stalin. En ese marco, la ayuda a ciertas personas, aunque su pasado sea oscuro, puede resultar de gran utilidad para enfrentarse a los soviéticos. Su mayor deseo es mantener en funcionamiento esa vía de escape para significados nazis.

—¿Esa es la llamada Operación Pasillo Vaticano?

—En realidad, el trabajo que nosotros realizamos fue bautizado como Operación Convento, aunque está íntimamente relacionada con eso que llaman el Pasillo Vaticano.

—Supongo que ese Hoffmann es una pieza importante en la red de protección establecida por los nazis cuando comprendieron que perderían la guerra.

—En efecto, en Egipto los alemanes siempre han tenido buena imagen y se les dispensa una acogida, por lo general, muy deferente. Quizá sea una de las formas que los egipcios tienen de expresar su rechazo a los británicos. Allí han instalado una de sus bases de operaciones más importantes en esa red de protección a la que ha aludido Su Eminencia.

—Exactamente, ¿qué quiere Hoffmann?

—Que a través de la Operación Convento facilitemos la salida hacia Sudamérica a dos personas.

—¿A cambio nos entregaría el códice?

—Eso me ha dicho.

—¿Cómo lo sacará de Egipto? Con dos asesinatos de por medio, no le resultará fácil.

Pavelic se encogió de hombros.

—No tengo ni idea.

—Usted sabe que lo que pide no está en mi mano.

—Supongo que Hoffmann tendrá razones poderosas para acudir a usted; tal vez sepa que es usted quien está al frente de las gestiones para hacerse con el códice.

Piccolomini se removió en su sillón y dio una larga calada a su cigarrillo. Pulsó el timbre que había sobre la mesa y Martinelli apareció unos segundos después.

—¿Ha llamado, eminencia?

—Necesito hablar con monseñor Contarini.

Martinelli miró su reloj, era cerca de la una.

—Es urgente.

—Entendido, eminencia.

—Pavelic, ¿le importaría aguardar en la antesala?

—En absoluto.

Media hora más tarde Miroslav Pavelic entraba de nuevo en el despacho. Después de que lo invitase a tomar asiento, Piccolomini le preguntó:

—¿Conoce usted a ese Hoffmann?

—Personalmente no, eminencia. Hemos hablado por teléfono en varias ocasiones.

—¿Qué opinión tiene?

—¿De Hoffmann?

—Sí.

—Como he dicho a Su Eminencia, no lo conozco. Sé que era persona próxima a Himmler, pero ignoro qué papel desempeñó en el partido nazi, ni qué misiones se le encomendaron…

—No me interesa su biografía, me refiero a si es persona en la que se pueda confiar si se cierra un acuerdo con él.

—Hasta este momento ha cumplido.

—¿Y en este caso?

Pavelic meditó la respuesta.

—Si él hace la oferta, he de suponer que es el más interesado en conseguir su propósito. Por otro lado, si exigimos la entrega del códice antes de actuar, lo tendremos todo bajo control.

—¿Aceptaría desprenderse del códice antes de que cumplamos nuestra parte del trato?

—Puedo preguntárselo.

—¿Ahora? —Piccolomini consultó la hora—. En El Cairo son casi las tres de la madrugada.

—Espera una respuesta.

Piccolomini asintió.

—Antes de llamar, me gustaría saber los nombres de los viajeros a Sudamérica.

Pavelic sacó del bolsillo de su sotana un papelito y se lo entregó al cardenal. Cuando lo leyó un ligero temblor agitó su labio superior. Pulsó de nuevo el timbre y, cuando su secretario apareció, le dio instrucciones para que Pavelic pudiese hacer la llamada con absoluta discreción.

—Mientras usted habla con Hoffmann, yo efectuaré otra llamada.

Casi una hora más tarde, Martinelli llamaba suavemente. Tuvo que esperar un par de minutos a que Su Eminencia respondiese, no lo hizo hasta que colgó el teléfono, después de sostener una larga conversación con el cardenal Contarini. Con la mano invitó a Pavelic a que se sentase, mientras el secretario se retiraba sin hacer ruido.

—¿Qué tal ha ido?

—Bastante bien, eminencia. Hoffmann acepta, con una condición.

—¿Cuál?

—No se desprenderá del códice. Él lo traerá a Roma.

El cardenal quedó pensativo unos segundos.

—El secretario de Estado ha dado su visto bueno a la petición de Hoffmann.

—¿Puedo llamarlo para darle nuestra conformidad?

—No, antes hay que resolver otro asunto. A partir de este momento hemos de tener a ese Hoffmann bajo control. Aguarde fuera y dígale a mi secretario que pase, por favor.

Pavelic abandonó el despacho y Martinelli, siguiendo instrucciones de su jefe, hizo una llamada a El Cairo.

El sonido del teléfono sobresaltó a Suleiman Naguib; acababa de conciliar el sueño después de haber vivido unas horas de desasosiego y angustia. Había tenido que explicar hasta cuatro veces a Mustafa el-Kebir que se había levantado tarde y que hizo una visita al Jardín de Ali, un burdel de la Corniche, frente a la isla de Roda, donde permaneció desde las doce hasta algo después de las tres, que almorzó allí y que luego marchó en taxi hasta la tienda de Boulder, adonde llegó poco antes de las cuatro. Allí aguardó durante hora y media hasta que se enteró de que el anticuario había sido asesinado.

Miró la hora, en El Cairo eran las cuatro de la madrugada, descolgó el teléfono y gruñó:

—¿Quién es?

—Soy Martinelli, le paso a Su Eminencia.

Las palabras del secretario del cardenal tuvieron el mismo efecto que un cubo de agua fría. Se espabiló en unos segundos. La voz de Piccolomini sonó rotunda, a pesar de la distancia. Durante diez minutos desgranó órdenes muy precisas que interrumpía para comprobar que a Naguib no le quedaban dudas.

—¿Todo claro?

—Sí, eminencia.

Para asegurarse hizo una recapitulación en pocas palabras.

—¿Alguna pregunta?

—Ninguna, eminencia.

—En ese caso, mañana a primera hora, póngase en contacto con Hoffmann.

31

El Cairo, 1948

Acababan de dar las diez cuando Ann y yo entramos en el comedor para desayunar, después de una noche de insomnio. El maître, todo amabilidad, se acercó nada más vernos y nos indicó que el inspector nos aguardaba. Mustafa el-Kebir ocupaba una mesa desde la que lo controlaba todo. Hojeaba el ejemplar del día de
al-Ahram
. Su instinto de sabueso debió anunciarle nuestra presencia porque antes de que el maître nos pidiese que lo acompañásemos alzó la vista.

Se levantó para recibirnos y se mostró más deferente que en la víspera.

—¿Qué tal han dormido?

—No ha sido mi mejor noche, pero he descansado algo.

Antes de retirarse, el maître le preguntó:

—¿El inspector tomará algo?

—Té con hierbabuena.

Observé el rostro de Mustafa el-Kebir. Cuando le miraba, no podía dejar de pensar en el concejal que llamaban Robespierre. Comprobé que sus ojeras estaban muy marcadas y tenía enrojecidos sus saltones ojos; tampoco él había pasado una noche tranquila, pero no me molesté en preguntarle. Todavía me escocía la displicencia con que había tratado a Ann.

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