A Hipatia le llamó la atención el silencio imperante, solo roto por su llegada y por los golpes que daban en la puerta los frustrados delincuentes. El lugar estaba sumido en una suave penumbra. Lo había imaginado de forma muy diferente, como un sitio bullicioso y festivo.
—¿Quién va? —preguntó una voz aguardentosa que llegaba desde la planta de arriba.
—Somos gente de paz, no buscamos pendencia —respondió Teón.
—¡Tampoco venimos a echarte un polvo, viejo putón! —exclamó, sin la menor consideración, uno de los porteadores.
La mirada de Hipatia fue tan fulminante que ninguno se atrevió a reír la gracia.
—Supongo que prefieres pagarle a una cuadrantaria desdentada para que te haga una felación en un oscuro rincón de una calleja inmunda.
Instantes después apareció una mujer, entrada en años, vestida con una llamativa e indecente túnica de color púrpura, cuyas transparencias casi dejaban al descubierto unos senos voluminosos y caídos. La prostituta bajó la escalera con paso inseguro. Estaba bebida.
—Te pido disculpas —se excusó Hipatia.
—¡Hoy no encontraréis lo que andáis buscando! ¡Se han marchado todas al Transtiberi! ¡Las muy insensatas piensan que van a sacar más en la calle! ¡Pueden encontrarse con lo que no esperan!
—¿Estás sola?
La mujer no respondió a la pregunta de Teón. Solo tenía ojos para Hipatia, quien miraba un obsceno dibujo sobre el marco de una puerta.
—Tú no pareces del oficio —ironizó la mujer—. Por las trazas, diría que eres una dama.
Hipatia se acercó hasta ella. Los golpes en la puerta habían perdido intensidad.
—¿Te importaría enseñarme este lugar?
El deseo de Hipatia por conocerlo todo no tenía límites.
Por un instante, la mujer se quedó mirándola. No podía entender cómo una dama de la calidad que señalaban sus formas e indicaban sus vestiduras, tuviese interés por conocer un lupanar.
—¿Te burlas de mí?
—En absoluto. Ya que el destino lo ha dispuesto así, me gustaría recorrer este lugar de tu mano.
La prostituta se sintió casi halagada.
—Si ése es tu deseo, sea pues.
Las dos mujeres recorrieron el lugar, mientras Teón miraba divertido la sorpresa que la actitud de Hipatia producía en los romanos.
—¿Cuál es tu nombre?
—Mi nombre es Lamia, ¿y el tuyo?
—Hipatia. Soy de Alejandría, en Egipto.
—Quiero darte las gracias.
—¿Por qué?
—Por la lección que has dado a ese rufián, solo con mirarlo.
—Se lo tenía merecido.
Lamia le explicó cómo funcionaba el prostíbulo. Le mostró las dependencias donde se satisfacían las demandas de los clientes y le aclaró que algunos sentían placer cuando los insultaban o los sometían a vejaciones.
—A algunos incluso les gusta recibir algunos azotes y otros, por el contrario, disfrutan maltratando.
—¿Se les permite?
—Si pagan bien, algunas están dispuestas a soportarlo.
Hipatia estaba intrigada con los pergaminos enmarcados que había junto a las puertas de los cubículos.
—Esos dibujos, ¿por qué están ahí?
—Para indicar al cliente la especialidad.
—¿Hacen esas cosas? —preguntó ruborizada.
—¡Y más! —exclamó Lamia.
—¡Parece imposible!
—No lo creas. El sexo no tiene límites, llega hasta donde la fantasía es capaz de viajar.
—¿Ese falo no es exagerado? Parece descomunal.
Hipatia señalaba un fresco que decoraba un testero, donde podía verse a un individuo con un pene tan gigantesco que necesitaba de las dos manos para sostenerlo.
—Es Príapo. Los dioses lo dotaron tan generosamente que tenía muchas dificultades para montar a una mujer.
Lamia, contenta con el papel que estaba desempeñando, respondía a todas sus preguntas. Le contó algunas historias picantes y le explicó con todo lujo de detalles lo referente a las tarifas, que eran muy variadas, según la belleza y la especialidad de la prostituta. También hizo referencia a las leyes que regulaban las actividades de los lupanares y se quejó de que pagaban demasiados impuestos al fisco. También se explayó con el catálogo de abusos que las autoridades cometían con ellas.
Emplearon cerca de una hora. Cuando regresaron a donde los hombres aguardaban, hacía rato que los atacantes habían renunciado a su presa. Abrieron la puerta con cuidado, prevenidos para hacer frente a alguna añagaza, pero la calle estaba vacía y la litera había desaparecido.
Hipatia se despidió de Lamia, agradeciéndole el tiempo que le había dedicado. La prostituta rechazó los dos denarios que intentó regalarle.
Hicieron a pie el resto del recorrido hasta la villa del Aventino, sin que hubiera mayores incidentes. Hipatia, después del susto, se marchaba satisfecha. Lamia le había enseñado algunos de los entresijos del mundo de los burdeles. Ella apenas sabía algo. Había visto a pobres mujeres que se dedicaban a realizar felaciones por un miserable cuadrante y por eso recibían el nombre de cuadrantarias. Se lo había explicado Panfilio una tarde mientras la acompañaba por el barrio de la Suburra y asistió a una extraña escena en la que creyó ver cómo un individuo con trazas patibularias acorralaba a una mujer en un oscuro rincón. El encargado de la villa la apartó del lugar cuando Hipatia se disponía a ayudar a la desgraciada y le explicó lo que allí estaba ocurriendo.
Se sintió abochornada. Sabía algo del mundo de las prostitutas, pero ignoraba que se llegase a tales extremos. El ambiente donde ella se desenvolvía estaba muy lejos de tales miserias.
Tres semanas después de aquellos sucesos, Hipatia y su padre veían perderse la línea de la costa que abrigaba el puerto de Ostia. Acababan de zarpar en un trirreme con destino a Alejandría. Si los dioses les eran propicios y los vientos se mostraban favorables, pasarían por debajo del Faro y entrarían en el puerto de Oriente una semana más tarde.
La levantisca plebe romana había protagonizado un sinfín de altercados, hasta que llegó la noticia de que Arbogastes se aproximaba a la ciudad. Era cierto. Poco después de que el rumor circulase, el
magister militum
entraba por la Prima Porta. Al día siguiente, el senador Flavio Eugenio era elegido emperador en una votación del Senado y, lo que era mucho más importante, fue aclamado por las tropas. Aquella misma tarde se enviaron emisarios a Constantinopla para ponerlo en conocimiento de Teodosio.
La primera decisión del nuevo emperador de Occidente fue acudir al Panteón y ofrecer un sacrificio a los dioses, y aquel mismo día llegaron noticias a Roma de que Ambrosio, el obispo de Mediolanum, había lanzado veladas acusaciones contra Arbogastes en los funerales celebrados por el alma del emperador fallecido.
Acodada en la borda del barco, Hipatia dejó que los recuerdos de aquellos meses flotasen en su mente. Rememoró sus meditaciones en el Panteón, donde pasó muchas horas admirando su enorme cúpula y el óculo central que permitía al sol explorar con sus rayos el pavimento. Recordó sus paseos en barca por el Tíber y sus conversaciones en la isla Tiberina con los médicos que allí tenían sus establecimientos. Estaban más atrasados que sus colegas de Alejandría; Hermógenes habría causado sensación entre ellos. Jamás olvidaría sus caminatas por los foros imperiales, el de Trajano, el de Augusto, el de Nerva, el de Vespasiano para llegar hasta el arco de Tito, donde contemplaba embelesada sus relieves, y luego alzar la vista y encontrarse con la majestuosa fachada del Coliseo, toda revestida de mármol.
Algo en su interior le decía que jamás volvería a pisar aquella tierra y que tampoco volverían los pasados esplendores de que hablaban aquellas construcciones. Tuvo el vago presentimiento de que el destino de aquella ciudad quedaría sellado en muy pocos años.
Las palabras de su padre sonaron en sus oídos como una confirmación de los malos augurios.
—Teodosio no aceptará a Eugenio como emperador.
—¿Por qué lo dices?
—Porque está sometido al poder de los cristianos y sus obispos no aceptarán un emperador que actúa como Juliano.
El Cairo, 1948
Alfred Best era como un niño asustado. Con voz entrecortada nos contó que jamás a lo largo de su dilatada existencia había recibido una amenaza. En alguna ocasión tuvo enfrentamientos con colegas que desbordaron los límites de lo estrictamente académico, pero nada que fuese más allá de un exceso verbal. Tampoco había recibido llamadas irrespetuosas de ningún oyente de sus programas de la BBC disconforme con sus opiniones.
Pensé que si se habían producido, no se las habían comentado. Siempre hay quien se siente ofendido ante algunas opiniones. Sabía por experiencia que a veces ocurrían esas cosas.
La poderosa imagen que el profesor transmitía a través de las ondas radiofónicas estaba por los suelos; en cambio, algo que yo había comprobado con frecuencia, era que en situaciones dolorosas o difíciles el temple de las mujeres era muy superior al de los hombres. Sin ir más lejos, Ann se mostraba mucho más entera que yo en momentos complicados.
—¿Puede mostrarme el escrito, profesor?
Best, abatido, se limitó a señalar el tocador. Leí el texto y comprobé que presentaba una variante importante respecto al mensaje que yo había recibido.
S
I APRECIA EN ALGO SU VIDA
,
OLVÍDESE DE LO QUE HA VENIDO A HACER Y MÁRCHESE DE
E
L
C
AIRO
—Déjamelo, por favor. —Ann apenas le dedicó tres segundos, fue solo una ojeada y me lo devolvió.
También le ordenaban que se marchase de El Cairo, pero añadían que se olvidase de lo que había ido a hacer. Estaba claro que quien se escondía tras el nombre de Suleiman Naguib tenía información detallada de nuestra misión. Sabía que era Best quien iba a realizar el trabajo y que mi función era simplemente acompañarlo.
—¿Cómo se lo han hecho llegar?
Best, en lugar de responder a mi pregunta, farfulló:
—Hay que avisar a la policía.
Miré a Ann y negó con la cabeza.
—No debemos ponernos nerviosos, Alfred —lo llamé por su nombre pensando que eso podría tranquilizarlo y le repetí la pregunta—: ¿Cómo le han hecho llegar el mensaje?
—Lo introdujeron por debajo de la puerta.
—¿Y cómo lo descubrió?
—Quien lo hizo llamó suavemente. En un primer momento no lo vi.
—¿Qué es lo que no vio?
—El papel.
—Ya.
—Acudí hasta la puerta y pregunté: «¿Quién es?». No obtuve respuesta y cuando abrí comprobé que el pasillo estaba desierto. Al cerrarla, lo descubrí. ¡Ha sido horrible! —añadió angustiado.
Pensaba que Best era de una pasta más resistente; al menos ésa era la impresión que daba en las tertulias del Isabella Club.
—¿Cuándo ha ocurrido?
—Hará media hora, tal vez treinta y cinco minutos.
—¿Ha llamado a recepción?
—Sí, pero allí nadie me da razón.
—Sin embargo, quien ha dejado la nota sabía cuál era el número de su habitación. Alguien ha tenido que facilitarle ese dato.
—Creo que hay que avisar a la policía. Es lo que se hace en estos casos, ¿no?
Supuse que lo tranquilizaría saber que también a nosotros nos habían amenazado. Le entregué mi anónimo y me miró desconcertado.
—¿Qué es esto?
—¿Quiere leerlo?
Pareció que la lectura lo reanimaba.
—¿También lo han dejado en su habitación?
—No, me lo han hecho llegar con un camarero.
—¿Cómo dice?
—Ann, cuéntale al profesor cómo ha sido. Yo voy a bajar a recepción.
No conseguí información alguna. Los recepcionistas afirmaban que nadie había preguntado por míster Best.
Cuando regresé a la habitación, Best estaba mucho más tranquilo. Ann lo había reconfortado narrándole lo ocurrido en el Opera Casino y con un generoso whisky. No me costó trabajo convencerlo de que no debíamos precipitarnos en lo referente a la policía y que debíamos acudir al encuentro con el anticuario. A Boulder únicamente le contaríamos lo sucedido cuando viésemos qué actitud tenía.
La tienda de antigüedades estaba en el barrio de Sayida Zaynab, en el centro de una discreta calle situada a la espalda de la mezquita de Ibn Tulun, a pocos minutos de una de las grandes arterias de la ciudad, la avenida de Saladino.
El taxista que nos llevó cometió toda clase de infracciones y no dejó de hacer sonar el claxon a lo largo del trayecto; incluso lo utilizaba para saludar a conocidos. Llegamos diez minutos antes de lo que habíamos previsto; los camellos, los asnos y los carros no crearon mayores problemas de los habituales en El Cairo. Nos bajamos a la entrada de la calle, según mi inveterada costumbre de no apearme de un taxi en el lugar adonde iba. Me mantenía fiel a la máxima de quien era redactor jefe cuando ingresé en el
Telegraph
y la primera vez que me mandó en busca de una noticia me dijo: «Jamás te bajes de un taxi en la puerta del lugar adonde vas, ni siquiera cuando se trate de un lugar público». Buscamos la tienda de Boulder. Nos había dicho que no tenía pérdida y, efectivamente, así era. Un rótulo de madera, colocado sobre la puerta, indicaba con gruesas letras:
ANTIQUITIES
, lo flanqueaban dos dibujos de escasa calidad que reproducían la máscara funeraria de Tutankhamon.
Al abrir la puerta se produjo un tintineo que avisaba de que alguien entraba. El lugar era estrecho y largo y en él reinaba el mayor desorden. En un rincón podían verse grandes ánforas que denotaban una larga permanencia bajo las aguas; en otro, varios sarcófagos de madera ornamentados con pinturas y escrituras jeroglíficas. Junto a una de las paredes se alineaban varias mesas repletas de objetos labrados en materiales diversos y también rimeros de ajados papiros o trozos de estuco con pinturas procedentes de algún templo o tumba. Daba la sensación de que allí podía encontrarse cualquier cosa. En la atmósfera flotaba un aire de antigüedad al que colaboraba el polvo depositado en muchos de los objetos, más amontonados que expuestos.
Ann se entretuvo curioseando un armario con puertas de cristal que guardaba bajo llave objetos que parecían de mayor valor; había algunas piezas de granito rosa y mármol verde. Le llamó la atención un delicado gato en lapislázuli y un orondo escarabajo negro.
Un individuo de aspecto frágil, que protegía sus vestiduras con un guardapolvo, se acercó solícito. Tenía unos llamativos mostachos, engomados y muy negros, que requerirían una adecuada atención.