Al llegar a la puerta me llevé la primera sorpresa, al margen de lo extrañado que estaba con la actitud de Ann. Sacó una pequeña lima de un estuche de manicura y con una habilidad propia de rateros abrió la cerradura ante mi atónita mirada.
—¿Esto os lo enseñan en el servicio secreto?
—¡Déjate de tonterías y entra! Si alguien nos ve, lo echaremos todo a perder.
Empujó la puerta y escuché el suave tintineo que acompañaba la entrada de los visitantes en el establecimiento. Cuando cerró la puerta, nos quedamos en la más absoluta oscuridad. Ann sacó una pequeña linterna que lanzaba un potente haz de luz.
—Supongo que sabes dónde buscar el interruptor.
—Supones mal.
Fue la respuesta a mi impertinencia.
La seguí por el estrecho pasillo hasta alcanzar la escalera por la que se accedía al despacho de Boulder. Cuando sentí crujir los mamperlanes bajo mis pies, no pude evitar el recuerdo del pobre Best subiendo con paso vacilante.
Ann pulsó el interruptor de la luz cuando llegamos al antedespacho donde trabajaba la secretaria. Era una noche de descubrimientos, porque me impresionó verla ir directamente hacia él; recordaba perfectamente dónde estaba. Allí todo estaba en orden.
Ante la maciza puerta de roble del despacho del anticuario pensé que nos enfrentábamos a una dificultad insalvable. Ann giró el picaporte y murmuró:
—¡Qué extraño!
—¿Qué ocurre?
—La puerta no está cerrada.
—¿Te sorprende?
—Boulder era un hombre desconfiado, jamás la hubiese dejado abierta. Comprobé cómo la cerraba con llave las dos veces que estuvimos aquí.
—¿Qué piensas?
Ann negó con la cabeza.
—Nada, pero esto no me gusta.
Encendió la luz y de un vistazo comprobamos que también en el despacho todo estaba en orden. Ann arrugó la nariz como si husmease algo, luego dejó vagar la mirada sin ver nada que llamase su atención. Con paso decidido, se fue directa hacia la caja fuerte. La observé inmóvil cómo descolgaba el icono.
—¿Qué haces? —pregunté con voz trémula.
No obtuve respuesta, Ann estaba en lo suyo.
Podía admitir que abriese una cerradura, hay mucha gente capaz de hacerlo, basta con ser habilidoso. Aceptaba incluso que recordase el lugar exacto donde estaba el interruptor. ¡Pero aquello iba mucho más allá de una habilidad concreta o de una memoria excepcional!
—¿Qué estás haciendo? —insistí cada vez más desconcertado.
—Abrir la caja.
—¡Qué dices! ¡Tú… tú no puedes saber…!
Ann continuó concentrada en el mecanismo de apertura sin prestarme la menor atención. En medio del silencio escuché el ronroneo de la maquinaria, girando a derecha e izquierda hasta que sonó un suave chasquido. Tiró de la palanca y la puerta se abrió. Me acerqué sigilosamente, estaba muy nervioso. Ya tenía el códice en sus manos cuando miré por encima de su hombro; en la caja vi varios fajos de billetes y dos extraordinarias piezas esmaltadas.
Sosteniendo el viejo volumen de tapas desgastadas se volvió hacia mí. No daba crédito a lo que estaba viendo.
—¿Cómo… cómo lo has hecho?
Se encogió de hombros, como si lo que acababa de hacer fuese algo natural y cotidiano.
—Después de cinco años trabajando para sacar los secretos de
Enigma
abrir una caja fuerte es un juego de niños.
—¡Llamas a eso un juego de niños! —exclamé, señalando la caja con un punto de indignación.
—Bueno, también es necesario tener el oído fino.
—¿Qué quieres decir?
—Presté la debida atención cuando Boulder la abrió. Entonces no sabía que iba a sernos de tanta utilidad.
—¿Fuiste capaz de controlar con el oído el movimiento del mecanismo?
—Sí.
Yo no salía de mi asombro.
—¡Jamás lo hubiese pensado!
—La práctica permite hacer cosas que parecen proezas, casi milagros.
—¡Es increíble!
—Creo que no debemos permanecer aquí ni un minuto más. ¡Vámonos rápido!
Ann cerró la caja, colocó el icono en su sitio y limpió las huellas. Después se quitó el fular que llevaba y envolvió el códice antes de guardarlo en su bolso.
Salimos del despacho tan sigilosamente como habíamos entrado. Ann apagó la luz y limpió el interruptor de huellas, hizo lo mismo en el antedespacho y bajamos ayudados por la luz de su linterna. Al salir a la calle nos despidió un suave tintineo.
El taxi para regresar, que nos costó trabajo conseguir, nos dejó a un centenar de pasos de la puerta trasera del Shepheard. Subimos a nuestra habitación por la escalera de servicio. Una vez en ella, en la seguridad de lo que considerábamos nuestros dominios, sacamos el códice y durante minutos permanecimos en silencio, examinando los viejos textos encuadernados entre aquellas tapas de cuero reseco y deteriorado. En ello estábamos cuando nos sobresaltó el sonido del teléfono en plena noche.
—¿Dígame?
—Míster Burton, tiene una llamada de Londres, se la paso.
Antes de que reaccionase a las palabras del recepcionista tenía la voz de Milton preguntándome por lo ocurrido. Los de la embajada, siempre tan eficaces, ya le habían informado. En realidad, me limité a confirmarle lo que ya sabía y me guardé mucho de decirle que el códice estaba en nuestro poder.
—Tengo entendido que la embajada se encargará de la repatriación del cadáver del profesor.
—Creo que sí —le confirmé.
—En ese caso, regrese usted a Londres en el primer vuelo.
—Me temo que eso no va a ser posible.
—¿Por qué?
—Porque la policía egipcia quiere tenernos a mano.
Le expliqué que mi impresión era que Mustafa el-Kebir nos consideraba sospechosos. Antes de colgar le pregunté:
—¿Nos olvidamos del códice?
Contestó con rotundidad.
—Por supuesto. Con la muerte del profesor Best esa operación está cerrada. Nuestra institución no puede arriesgarse a verse envuelta en un escándalo. Eso afectaría gravemente a su buen nombre y, desde luego, tendría una repercusión muy negativa entre nuestros benefactores.
—Entendido.
Mientras yo hablaba, Ann había hojeado el códice con mayor detenimiento.
—Aquí hay algo —me indicó, palpando la guarda posterior.
Deslicé suavemente las yemas de los dedos por donde Ann me indicaba, pero no percibí nada.
—¿No notas una ligera arruga?
—No.
—Es como una pequeña deformación —insistió.
Acaricié la guarda otra vez.
—No hay nada, Ann.
—Es como un repliegue. ¡Mira, mira, compara con la guarda delantera!
—Será una arruga producida por el tiempo.
Estaba convencido de que se trataba de una deformación profesional, tras su paso por el servicio secreto.
—No comprendo cómo no se han dado cuenta. Ni ese profesor del que nos habló el anticuario, ni el propio Boulder.
—No se han dado cuenta porque todo son imaginaciones tuyas.
Ann me miró ofendida.
—¿Imaginaciones mías?
Se fue derecha a su bolso y sacó el estuche de manicura.
—¿Qué vas a hacer?
—Enseñarte lo que hay debajo de esta guarda.
—¿Qué es eso?
—Una lima de uñas.
—¡Ann, por el amor de Dios!
—No te preocupes.
Se acomodó en el escritorio bajo la luz del flexo y abrió el códice; el cuero crujió, como si protestase. A dos pasos, yo la observaba inquieto.
Paseó lentamente la yema de su dedo por el borde de la guarda varias veces hasta que encontró lo que buscaba. Se detuvo en un punto donde el papiro no estaba tan adherido e introdujo la lima con mucho cuidado. Abrió un pequeño hueco con mucha delicadeza. Después con infinita paciencia lo agrandó poco a poco. Lo hacía con una minuciosidad y precisión propias de cirujano. Yo estaba tan tenso que, de vez en cuando, me sorprendía conteniendo la respiración.
Al cabo de un cuarto de hora había despegado la parte inferior de la guarda sin que el papiro hubiese sufrido el menor desperfecto. A continuación, realizó la misma operación con el otro borde, aunque no tuvo necesidad de despegarlo del todo. Tenía levantados unos ocho centímetros cuando extrajo, utilizando unas pinzas de depilar, una finísima y delicada vitela que mantuvo en el aire.
—¡Conque imaginaciones mías! —exclamó triunfal.
Estaba impresionado, unos minutos antes me hubiese jugado las cinco mil libras prometidas por Milton y que ahora no tenía claro que fuese a cobrar en su totalidad, a que nada había oculto bajo aquella guarda.
—¡Increíble!
Lo que Ann sostenía con las pinzas y exhibía como un trofeo era un delicado pergamino poco mayor que la palma de su mano.
—¿Qué será? —pregunté intrigado.
—Parece una carta y está escrita en griego.
En ese instante nos alertó un ruido, alguien estaba abriendo la puerta. Antes de que pudiésemos reaccionar, dos individuos encapuchados habían irrumpido en la habitación y nos amenazaban con unas pistolas.
—¡No se muevan! ¡Las manos arriba! —nos intimidó uno de ellos.
Miré a Ann y comprobé que ya había alzado las manos. Era lo más sensato.
—¡El códice! —exigió el otro sin dejar de apuntarnos.
El primero se acercó al escritorio y Ann hizo un gesto extraño cuando cruzó por delante de ella.
—¡Aquí está!
No nos hicieron daño, se limitaron a maniatarnos y amordazarnos. Se llevaron el códice y desaparecieron tan rápidamente como habían aparecido.
Las ligaduras estaban apretadas, pero no eran imposibles. Con mucha paciencia logré desatarme. Media hora después del atraco, masajeábamos nuestras muñecas y tratábamos de analizar nuestra situación. Lo primero que decidimos fue no informar a la policía: nuestra posición era insostenible. También estuvimos de acuerdo en que la vigilancia colocada por Mustafa el-Kebir hacía agua por todas partes. Habíamos salido y entrado en el hotel sin mayores problemas que los derivados de utilizar la puerta de servicio y los atracadores habían llegado hasta nosotros sin la menor dificultad. Después Ann planteó la cuestión esencial.
—¿Cómo es posible que supiesen que el códice estaba en nuestro poder?
—Han debido tenernos controlados. Si quienes se han llevado el códice son los mismos que han asesinado al profesor y a Boulder, es lógico que nos tuviesen en su punto de mira.
—En ese caso, ¿por qué nos han dejado con vida? —preguntó Ann.
—Porque han encontrado lo que buscaban; el códice ha sido nuestro salvavidas. Si Best o Boulder lo hubiesen tenido, tal vez no los habrían matado.
—Boulder lo tenía.
—Es posible que se resistiera. Aunque la verdad es que acerca de su asesinato, lo único que sabemos es lo que nos ha contado el inspector.
Recordé que Ann se había extrañado de que el despacho de Boulder estuviera abierto, pensé que era un buen momento para que me lo explicara.
—¿Por qué te sorprendió encontrar abierto su despacho?
Ann se quedó mirándome y una chispa brilló en sus ojos.
—¡Uno de esos individuos estaba en el despacho!
—¿Por qué lo dices?
—El individuo que ha cogido el códice estaba en el despacho de Boulder cuando nosotros entramos.
—¿Cómo lo sabes?
—Por el olor.
—¿Por el olor?
—Sí. Lo percibí cuando entré allí, es el mismo que ha llegado a mi olfato cuando ha cruzado por delante de mí. ¡El mismo olor!
En otras circunstancias hubiese puesto en cuarentena su apreciación, pero después de lo visto en tan pocas horas, no dudé de que estaría en lo cierto.
—Eso… eso significa que Boulder les tuvo que decir que el códice estaba en la caja fuerte.
—Es lo más probable.
—Entonces, ¿por qué lo mataron?
—¡Qué sé yo! Pero eso explica por qué estaba abierto el despacho: ese sujeto tenía las llaves.
—¿También la clave para abrir la caja? —aventuré.
—No lo creo.
—¿Por qué?
—Porque si Boulder les hubiese dado la clave, lo habrían dejado con vida, al menos hasta comprobar que no les había mentido. Es más probable que el anticuario se resistiera y ellos lo matasen. Si, como sospecho, lo conocían, debían saber que el códice estaba guardado en la caja y alguien trataba de abrirla cuando nosotros aparecimos. Lo sorprendimos y, sin proponérnoslo, hemos facilitado su labor. Lo único que han tenido que hacer es seguirnos y actuar. Tal vez… —Ann se quedó pensativa.
—¿Tal vez qué? —la apremié.
—Tal vez eso nos haya salvado la vida.
—No te comprendo.
—Si, como creo, fue testigo de nuestro robo, sabe que no podemos acudir a la policía.
Asentí apesadumbrado. Ann había hecho una brillante deducción para explicar lo ocurrido y señalar que estábamos atrapados en nuestras propias redes.
Alejandría, año 414
Orestes y Cirilo, cuyas diferencias eran cada vez más acusadas ante las continuas intromisiones del patriarca en asuntos que no eran de su incumbencia, llevaban encerrados más de una hora. En algunos momentos la discusión se había encrespado tanto que podían oírse los gritos al otro lado de la puerta. Era Cirilo a quien se escuchaba con más frecuencia, aunque al exterior solo llegaban algunas frases sueltas.
La tensión se había trasladado al amplio vestíbulo que se abría ante el despacho del prefecto imperial, donde Petrus y sus parabolanos marcaban distancias con los soldados de guardia.
Hasta el momento los parabolanos habían evitado enfrentarse con las tropas. Pero era cuestión de tiempo que aquellos individuos de negros hábitos y aspecto desaliñado, convertidos desde hacía años en pretorianos del patriarca, acabasen chocando con los soldados de Orestes.
La puerta se abrió de repente y en el umbral se recortó la figura de Cirilo, revestida con sus ropas talares. Los soldados que la custodiaban adoptaron una actitud marcial y sus compañeros se pusieron alerta, alguno agarró con fuerza la empuñadura de su espada. Petrus apretó los puños y enarcó las cejas. A pesar de haber cumplido los cincuenta años, el ejercicio y una dieta adecuada lo mantenían en una envidiable forma física. Se hizo un silencio tan espeso que se escuchó el crujir de las vestiduras del clérigo cuando se volvió hacia Orestes y, apretando con fuerza el papiro que llevaba en su mano, le gritó:
—¡Esto no va a quedar así!
Altivo, cruzó el vestíbulo mirando al frente; Petrus hizo un gesto a sus hombres que lo siguieron en silencio, mientras los soldados permanecían expectantes.