—Ya han interrogado al periodista y a la mujer que lo acompaña, eminencia. También a mí me han interrogado. Me temo que acabarán atando cabos.
—¿Por qué lo han interrogado? —preguntó Piccolomini preocupado. Trataba de hacerse una idea del nuevo panorama que dibujaba la inesperada realidad de aquellos asesinatos, al poner al descubierto que alguien más, que no eran ellos ni los ingleses, estaba tras la pista del códice.
—Porque, siguiendo las instrucciones de Su Eminencia de intentar una última posibilidad, había quedado en verme con el anticuario.
—¿Cuándo había quedado con él?
—A las cuatro, en su tienda.
—¡Válgame el cielo!
—Estaba siguiendo sus instrucciones, eminencia —insistió Naguib para justificarse.
El cardenal encendió un cigarrillo y una nube de humo se extendió por la cabina telefónica.
—Continúe.
—Como Boulder no llegaba a la cita, ni respondía a las llamadas de teléfono de su secretaria, ésta envió a un empleado al apartamento y fue entonces cuando se encontró con el cadáver. No he tenido ocasión de llamarlo antes porque la policía no me ha dejado solo un instante. Como Su Eminencia comprenderá, mi situación es muy delicada y en las circunstancias presentes necesito instrucciones muy precisas.
En aquel momento las palabras de Naguib llegaban a los oídos del cardenal como un eco lejano porque su mente estaba en otro lugar. Era preciso conseguir aquel códice, antes de que lo hiciese quien estuviera detrás de los dos asesinatos. El responsable de velar por la ortodoxia de la Iglesia romana se lamentaba, cada vez más, del tiempo que habían perdido con las vacilaciones de Contarini.
—¿Le ha contado a la policía algo sobre el códice?
—Le he dicho que el motivo de mi visita estaba relacionado con la posible compra de un texto antiguo escrito en copto.
—¿Sabe dónde puede estar?
—No tengo la menor idea. Aunque… —Naguib vaciló—. Aunque me atrevo a apuntar una hipótesis.
—Explíquemela.
—En mi opinión el asesino no lo tiene.
—¿Por qué?
—Porque conozco a Boulder, jamás tiene piezas de valor en su propio domicilio. Su caja fuerte está en la tienda, por lo que deduzco que la búsqueda en su apartamento fue infructuosa.
—¿Cómo explica la muerte del profesor inglés?
—A Best lo han podido matar porque sabía demasiadas cosas sobre ese códice.
—En ese caso, ¿por qué revolvieron la habitación?
—Porque buscaban las notas que el profesor habría tomado. Cuando envié al secretario de Estado los faxes con las fotografías de las páginas que Best había solicitado en el Papyrus Institute, el contacto que tengo allí me informó de que…
Piccolomini lo interrumpió:
—¿Es de fiar ese contacto?
—Supongo que no mucho.
—¿Por qué dice eso?
—Porque si a mí me ha facilitado información y un juego de fotografías por un puñado de dinero, puede hacerlo también con otros.
El cardenal asintió con leves movimientos de cabeza.
—¿Para qué querría el asesino esas notas? —aventuró Su Eminencia.
—Para hacerlas desaparecer.
—¿Por qué?
La respuesta de Naguib tardó unos segundos en llegar.
—Todo apunta a que el asesino desea el códice y también controlar su contenido.
Piccolomini decidió que la hipótesis no era tan endeble como había supuesto en un primer momento.
—¿Algo sobre el paradero del códice?
—Apostaría a que está en la caja fuerte de la tienda de antigüedades de Boulder. Aunque lo planteo exclusivamente como una posibilidad.
—Claro, claro —admitió el cardenal, que dio una última calada a su cigarrillo, casi consumido entre sus dedos. Lo arrojó al suelo y lo aplastó antes de ordenar—: Por el momento, manténgase al margen y espere instrucciones.
—Como ordene Su Eminencia.
—Procure ser muy discreto. Lo último en estos momentos sería vernos implicados en ese feo asunto. Aunque si puede averiguar algo sobre los asesinatos… —dejó caer Piccolomini.
—Discreción o acción, eminencia. Ambas cosas resultan difíciles de compatibilizar en estos momentos.
—Si yo le contase las cosas que pueden hacerse con discreción, no las creería.
El cardenal colgó el teléfono; estaba agobiado por las noticias de El Cairo y también por las reducidas dimensiones de la cabina. Al darse la vuelta para salir de aquellas estrecheces, supo que las sorpresas de aquella noche no habían terminado.
Al ver salir al cardenal de la cabina, el sacerdote Miroslav Pavelic dejó de hablar con Martinelli y se acercó hasta él. Piccolomini le ofreció su mano.
—Eminencia.
—He de suponer que su presencia aquí no es casual.
—Su Eminencia es muy perspicaz.
El cardenal no fue capaz de distinguir el sentido de las palabras de su interlocutor.
—¿Cómo ha sabido dónde estaba?
—Su Eminencia sabe que soy hombre de recursos.
—Tengo probadas muestras.
—¿Podría dedicarme unos minutos?
Piccolomini alzó la mirada.
—El buen Dios parece haber dispuesto que su siervo no concluya la cena.
—Le aseguro que solo serán unos minutos.
Piccolomini sabía que «unos minutos» era la medida de tiempo más elástica que existía.
—¿De qué se trata?
Pavelic comprobó que nadie más, aparte de Martinelli, podía escucharlo.
—Creo que Su Eminencia está muy interesado en un viejo códice.
El cardenal se quedó inmóvil ante aquel individuo a quien el cardenal Alois Hudal tenía encomendada la operación más delicada en que estaba inmerso el Vaticano desde que en el otoño de 1944 quedó claro que Alemania saldría derrotada de la Segunda Guerra Mundial. Aparentó indiferencia, aunque las palabras de Pavelic habían tenido el mismo efecto de un estilete. Se limitó a preguntar:
—¿Qué sabe usted de eso?
—Lo que me han contado.
Piccolomini lo midió con la mirada.
—¿Y qué le han contado?
—Que está escrito en copto y que ha aparecido en Egipto.
—¿Qué más le han dicho?
—Es una larga historia, eminencia. Además, quien me lo ha contado me ha dado un mensaje para usted.
—¿Para mí?
—Eso ha dicho, eminencia.
—Aguarde un momento. Creo que esa larga historia no podemos abordarla en «unos minutos».
Alejandría, año 415
El archidiácono miró a Petrus antes de explicar su propuesta al patriarca.
—Creo, paternidad, que tenemos ya elementos suficientes para satisfacer tus pretensiones.
—Te escucho.
—Durante estos meses hemos reunido información para conseguir que la impía hembra pague por su desvergüenza y sus pecados. Después de una madura reflexión, pensamos que lo mejor es olvidarnos de una acusación como protectora de herejes. Resultaría complicado, sobre todo con Papías muerto y el tal Apiano desaparecido…
—Una acusación de herejía la dejaría en nuestras manos —dijo Cirilo—. Esa materia es exclusiva de nuestra jurisdicción.
—Es cierto, paternidad, pero carecemos de pruebas materiales.
—¿Y la carta?
Aurelio prefirió no perderse en argumentos sobre aquel papiro que tantas desventuras les había traído. No podrían justificar cómo estaba en sus manos y reabriría todo lo referente a la muerte de Siro.
—Creemos, paternidad, que existen otros elementos que si los manejamos con habilidad nos permitirían alcanzar nuestros propósitos.
—¿A qué te refieres?
—A que podemos abrirle un juicio por desobediencia a las leyes del imperio.
Cirilo frunció el ceño.
—¡Te has vuelto loco! ¿Un juicio público? ¿Sabes lo que estás diciendo?
—Sí, paternidad.
—¡Explícate, porque no lo entiendo!
—Esa impía hembra realiza prácticas brujeriles. Eso es algo que está condenado por las leyes.
En los labios del patriarca se dibujó una mueca de desprecio.
—Estamos como en el supuesto de herejía, no tenemos pruebas.
—Tenemos una prueba irrefutable, paternidad.
—¿Cuál?
—El prefecto imperial es víctima de sus hechizos.
—¡No digas tonterías, Aurelio! ¡Haríamos el ridículo! Orestes lo negaría, está embaucado por Hipatia.
—¿Lo ves, paternidad? Tú mismo acabas de decirlo. Resulta tan evidente, que todo el mundo en Alejandría sabe que esa mujer lo tiene hechizado…
Cirilo negó con la cabeza. El patriarca era un fanático, pero no era estúpido. Sabía que Hipatia, en un juicio público, contaría con muchos apoyos.
—No me convence. Si ése es nuestro único argumento, podemos encontrarnos con un fracaso.
—Los jueces serán condescendientes con nuestras consideraciones, paternidad. No abrigues dudas al respecto.
—¡Los jueces me importan un bledo! ¡Es la gente, Aurelio, la gente! Un juicio civil, a diferencia de un procedimiento religioso por herejía, es un acto público. Abrir un proceso contra Hipatia es un acontecimiento que desbordaría todas las previsiones. ¡Esa mujer tiene una extraordinaria capacidad de convocatoria! Además, cuenta con el apoyo de algunas de las familias más poderosas de Alejandría.
Aurelio vaciló por primera vez. Hipatia pertenecía a la aristocracia de la ciudad y entre las grandes familias, incluso algunas cristianas, no se vería con buenos ojos un ataque contra uno de los suyos. Una cosa era llevar ante los tribunales a prostitutas callejeras o a marineros borrachos y otra muy diferente enfrentarse a una mujer tenida en alta consideración, no solo por quienes simpatizaban con lo que representaba, sino también por quienes no compartían sus principios. Algunos de sus alumnos eran personas de relieve social que ocupaban importantes cargos en las magistraturas y el gobierno de la ciudad.
—Practicar la brujería es una grave acusación, paternidad —prosiguió el archidiácono con menos convicción—. Podemos adornarla con su desprecio hacia la virtud, como ponen de manifiesto sus impúdicas exhibiciones, y también acusarla de hacer alarde de unas formas de vida que suponen un mal ejemplo para la juventud.
Cirilo se puso de pie y señaló a Aurelio con el dedo.
—Lo que tú llamas desprecio de la virtud es el anhelo de numerosas patricias y lo que calificas de impúdicas exhibiciones son sus conferencias a las que acuden tantos que desbordan siempre los lugares previstos; la gente se queda en la calle, frustrada por no poder escucharla. En un juicio público, podríamos encontrarnos con que todo eso se volviera en contra nuestra. La lengua de esa arpía es cortante como un cuchillo, desde una tribuna puede seducir a los jueces y exaltar los ánimos del populacho. Además, Orestes negará todo lo que pueda perjudicarla. Hasta un niño de pecho se daría cuenta de que está enamorado de ella.
—¡Prueba de que esa bruja lo tiene hechizado!
—Eso no es una prueba, Aurelio.
—Pero lo son sus hechos, paternidad.
—¿Sus hechos? ¿A qué te refieres?
—A que el prefecto imperial, desde hace algunos meses, ha adoptado una actitud contraria a los planteamientos del patriarcado.
—No te comprendo.
—Actúa así porque esa mujer lo tiene bajo su perniciosa influencia.
—Mis hombres, paternidad —Petrus intervino por primera vez—, tienen, de un tiempo a esta parte, problemas muy serios para actuar. Cada día que pasa, son más los que se atreven a desafiar tus mandatos.
Cirilo negó otra vez con la cabeza. No estaba convencido.
—En manos de esa mujer, un juicio es un arma muy peligrosa. Ninguno de vosotros ha debatido con ella, sé por experiencia lo que digo. —El patriarca revivió el doloroso momento en que Hipatia lo dejó en evidencia—. ¡Olvidaos de un juicio!
Cirilo se levantó y se acercó a la ventana; la abrió de un tirón y la brisa fue un alivio para su rostro abotargado. Permaneció en silencio un buen rato, rumiando sus pensamientos; cuando se volvió, había tomado una decisión.
—Escuchadme con atención. Sus exhibiciones públicas serán la causa de su perdición.
Aristarco salió hasta la puerta para despedirla. Hipatia lo visitaba de vez en cuando, era el único de los amigos de su padre que quedaba con vida. A pesar de sus casi noventa años conservaba una mente lúcida y analítica. Una vez más le recriminó con dulzura que utilizase la litera para sus desplazamientos.
—Sabes que es un desafío para esos fanáticos.
—El problema es de ellos, Aristarco. No estoy dispuesta a ceder un ápice; si lo hago, estaré admitiendo que también llevan razón cuando obligan a las mujeres a cubrirse de pies a cabeza y cuando sostienen que los límites de su existencia quedan reducidos a parir, amamantar, cocinar y fregar, siempre sujetas a la autoridad de sus padres o de sus esposos.
—Es mucho el riesgo que corres.
Hipatia sonrió mostrando la blancura de unos dientes perfectos. Se conservaba espléndida, pese a que había cumplido sobradamente los cuarenta años.
—¿Sabes que desde hace algún tiempo no lanzan insultos a mi paso? —Recogió con un gesto elegante los pliegues de su túnica, subió a la litera y se reclinó entre los almohadones.
—Aun así, no te confíes. ¿Regresas directamente a tu casa?
—No, quiero visitar primero a Samuel.
Aristarco miró al cielo, la tarde ya declinaba.
—No te entretengas demasiado.
El anciano la vio alejarse; los cuatro fornidos porteadores le parecieron una escolta adecuada. Cerró los ojos y exclamó:
—¡Que los dioses te protejan siempre!
A Hipatia no había dejado de llamarle la atención la actitud de los parabolanos desde el incidente de la carta que había llevado al suicidio de Siro. La miraban con desprecio, se referían a ella como «la pagana» e incluso en alguna ocasión había escuchado silbidos a su paso, pero no habían vuelto a atacarla. Estaba convencida de que la nueva situación estaba relacionada con la decisión de Orestes. El prefecto había dado órdenes para que sus tropas interviniesen a la menor provocación de los parabolanos. Desde la reyerta en la punta de Loquias, cuando atacaron a las dos prostitutas callejeras, patrullas de soldados recorrían la ciudad con la misión específica de controlar a los monjes de Cirilo e impedir que ejerciesen funciones que no les correspondían, ni amedrentasen a ciudadanos que no comulgaban con sus ideas.
Hipatia era consciente de que con su actitud molestaba a aquellos guardianes de la nueva moral y que aparecía ante sus ojos como impía y licenciosa: vestía ropas de colores alegres, llevaba los brazos desnudos, algo que ya resultaba inconcebible, y tampoco cubría su cabeza con el velo. Se acicalaba, se perfumaba, se adornaba y daba fiestas en su casa, que eran consideradas por sus enemigos como orgías pecaminosas, a pesar de que estaban presididas por la música, pequeñas representaciones de mimos o interesantes tertulias sobre literatura, ciencia y filosofía. Con todo, el mayor de los desafíos a la creciente mojigatería era desplazarse por la ciudad en litera, al modo de las antiguas matronas.