El inspector el-Kebir hablaba un inglés aceptable y, según me dijo Robinson, tenía fama de ser un verdadero sabueso. A lo largo del interrogatorio no había dejado de tomar notas en un cuadernillo de ajadas tapas negras.
—Supongo que no les importa que les haga un resumen de lo que me han contado. Se trata simplemente de comprobar que he anotado correctamente sus declaraciones.
Lo invité a hacerlo.
—Salieron ustedes de Groppi sobre la una y tomaron un taxi hasta el hotel, donde almorzaron con el difunto en el comedor de la terraza. ¿Correcto?
—Correcto.
—Después del almuerzo —prosiguió—, el difunto se retiró a descansar y ya no volvieron a verlo hasta que, a última hora de la tarde, acompañados por personal del hotel, entraron en su habitación y encontraron el cadáver. Eran casi las siete. ¿Es así?
—Así es.
Fui consciente de que a partir de aquel momento tenía que ser muy cuidadoso si no quería que nos viésemos envueltos en un embrollo. Habíamos venido para un asunto que bordeaba el delito según la legislación egipcia y, por si eso no era suficiente, habíamos sido objeto de graves amenazas sin denunciarlas a la policía. Con esos antecedentes, si mentía, podíamos ser considerados los principales sospechosos.
—Muy bien. —El inspector se acarició la perilla—. Ahora me gustaría saber el motivo por el que estaban ustedes de visita en El Cairo.
—Acompañábamos al profesor Best.
Mustafa el-Kebir sacó otro Cleopatra y lo encendió mecánicamente. Observé que sus dedos amarilleaban de nicotina.
—¿A qué había venido el profesor?
—Tenía que realizar unos trabajos de investigación.
El inspector no dejaba de tomar nota.
—¿Sobre qué?
—Creo que sobre un códice antiguo.
Alzó la vista y me miró fijamente.
—¿Podría ser más concreto?
Efectivamente, Mustafa el-Kebir era un auténtico sabueso. Traté de esquivar la pregunta.
—No soy historiador ni anticuario. Lo único que sé es que se trataba de un viejo códice, lamento no poder decirle mucho más.
—Ya —asintió sin mucha convicción—. ¿Podría decirme cuál es su papel en todo este asunto?
Otra vez me miró a los ojos, como si pretendiese leer en ellos.
—El profesor Best no conocía El Cairo y, como ha podido comprobar, era de edad avanzada. Mi misión era ayudarle ante cualquier eventualidad.
Mi propia respuesta me dejaba en evidencia; estaba claro que no le había servido de gran cosa.
—¿Y mademoiselle? —El policía utilizó una expresión francesa, algo muy usual en El Cairo, donde el inglés y el francés sostenían un verdadero pulso, como consecuencia de su pasado colonial.
—Ella es mi novia.
Miré a Ann con el rabillo del ojo y comprobé que no se había inmutado. Antes o después, si es que no lo sabían ya, la policía se enteraría de que compartíamos habitación; para guardar las apariencias, hubiese sido mejor decir que era mi esposa, pero el pasaporte la habría denunciado. Era lo mejor que podía hacer, aunque supusiese para Ann perder consideración, si bien su nacionalidad británica era una garantía.
Mustafa el-Kebir se acarició la perilla y la miró con descaro. Ya debería saber que compartíamos habitación.
—¿Ha dicho usted que el difunto había viajado a Egipto para investigar un códice antiguo?
—Así es.
—¿Dónde está ese códice?
El sabueso me había arrinconado. Yo era consciente de que, antes o después, tenía que ocurrir. Traté de ganar tiempo, aunque eso me sirviera de poco.
—¿Me considera usted sospechoso? —le pregunté sosteniéndole la mirada.
El inspector dio la última calada a su Cleopatra y con mucha parsimonia lo apagó en el cenicero. Cuando habló, las palabras salían de su boca acompañadas de humo.
—¿Hay algo que le haga parecerlo?
—No, pero tengo esa desagradable sensación.
—¿Por qué?
—Por la forma en que me está interrogando.
Se puso a dar golpecitos con el lápiz sobre el cuaderno de notas.
—En principio, son sospechosos todos los que tengan alguna relación con el finado. —Vi en sus ojos una pizca de malicia—. Comprenderá que no hay muchos candidatos. ¿Usted sospecha de alguien? —me preguntó de repente.
Había sido un estúpido. Yo solito me había hundido un poco más de lo que ya estaba. Si no confesaba que habíamos sido amenazados, estaría cometiendo un delito de ocultación de pruebas, si es que no lo había cometido ya. En ese momento una circunstancia inesperada vino en mi ayuda. Un policía de uniforme se acercó al inspector y con actitud casi reverente le entregó un papel doblado. Mustafa el-Kebir lo leyó, lo guardó en el bolsillo de su chaqueta, se levantó y nos pidió disculpas.
—Perdonen, será solo un momento.
Salió de la habitación que la dirección del Shepheard había puesto a su disposición. Al quedarnos solos, Ann y yo aprovechamos para poner a Robinson al tanto de todo. Se extrañó mucho de que hubiésemos ocultado las amenazas recibidas.
—Cuando vuelva, creo que lo mejor que puedes hacer es contárselo.
—Antes me recomendaste ser parco.
—Pero no con eso. Se trata de algo muy serio, podría acusarte de ocultar información.
El inspector no regresó hasta pasados quince minutos. Antes de sentarse lanzó una pregunta que para Ann y para mí tuvo el mismo efecto de una bomba:
—¿Conocían ustedes a Henry Boulder?
Noté cómo mi rostro se ensombrecía.
—¿Por qué dice «conocían»?
Me miró fijamente con sus ojos saltones. No podía evitar que me recordase a los sapos y a un concejal del ayuntamiento de Londres, cuyas actitudes radicales habían llevado a que fuera conocido popularmente con el nombre de Robespierre.
—Porque lo han asesinado.
—¡Santo Dios! —exclamó Ann.
—Por lo que veo, conocían al anticuario.
Asentí con un movimiento de cabeza, en aquel momento me sentía incapaz de articular una palabra. Mi mente, por el contrario, daba vueltas a una de las consecuencias que se derivaban de la muerte de Boulder; esperaba que Ann también se hubiese percatado de ella.
—¿Me equivoco si digo que el códice que había venido a investigar el difunto profesor Best estaba en poder del difunto Henry Boulder?
Como yo no respondía, fue Ann quien contestó:
—No, no se equivoca. ¿Le importaría contarnos qué le ha ocurrido a Boulder?
—No poseo muchos datos todavía, pero según acaban de informarme su cadáver ha aparecido en su apartamento, en el bulevar de Malaka Nazli, cerca de la estación de ferrocarril.
—¿Quién lo ha encontrado?
—Un empleado suyo. Su secretaria estaba extrañada de no recibir respuesta a sus insistentes llamadas y envió a uno de los trabajadores a su domicilio. Se encontró la puerta abierta y descubrió el cadáver.
—¿Lo llamaba por alguna razón?
—Creo que esta tarde tenía una reunión en su tienda de antigüedades y no había acudido.
En efecto, Boulder nos había dicho que tenía una reunión a las doce y otra por la tarde.
—¿Sabe para qué?
Mustafa el-Kebir miró a Ann con cierta displicencia.
—Mademoiselle, quien hace las preguntas soy yo.
—Simplemente, pretendía ayudar.
Cada vez me gustaban menos los aires que se daba el inspector. Si no me enfrentaba abiertamente a él, se debía a que nuestra posición era sumamente delicada; no obstante, la muerte de Boulder la había reforzado considerablemente.
—Para su conocimiento, le diré que esa reunión estaba relacionada con la venta de un códice. ¿Les suena a ustedes esa historia?
Ni Ann ni yo respondimos a su impertinencia; eso hizo que, sin que nadie se lo pidiera, completara su explicación:
—La secretaria decidió enviar a alguien en su busca, pues al parecer la cita era muy importante. El empleado se encontró con el cadáver y el más completo desorden en el apartamento. —Nos miró alternativamente—. No hay que ser muy sagaz para establecer una conexión entre los dos asesinatos. Por lo que se ve, hay alguien más interesado en ese códice.
Mustafa el-Kebir estaba ahora casi recostado en el sillón. Era una forma maleducada de darnos a entender que no iba a levantarse de allí hasta tener una completa declaración sobre la relación del profesor con el anticuario y hasta obtener el último detalle sobre el viejo códice. Estaba dispuesto a exprimirnos al máximo. En tales circunstancias, quedaba claro que yo tenía que dar las explicaciones pertinentes. Me sobrepuse y durante cerca de una hora estuve contando los pormenores de nuestra presencia en El Cairo. Por supuesto, nada dije de las amenazas ni tampoco aludí a lo que Ann y yo sabíamos sobre el contenido de alguno de los textos que formaban parte del códice.
Durante todo ese tiempo el inspector no dejó de acariciarse la perilla, como si eso le ayudase a pensar.
—Como comprenderán, tendrán que retrasar su partida. Deberán permanecer en El Cairo algunos días, hasta que se aclaren ciertos pormenores. ¿Les importaría entregarme sus pasaportes?
Miré a Robinson y vi la impotencia reflejada en su rostro. Hicimos entrega de nuestros pasaportes y aceptamos que a sus saltones ojos éramos sospechosos.
—Tampoco es conveniente que abandonen la ciudad sin ponerlo en nuestro conocimiento.
—Muy bien.
Se guardó los pasaportes y el cuaderno, se levantó y me entregó una tarjeta.
—Ahí tiene un número de teléfono, por si tuviese necesidad de ponerse en contacto conmigo.
Estrechó la mano de Robinson y la mía, a Ann le dedicó una inclinación de cabeza, tratando de corregir sus poco galantes formas. Estaba ya en la puerta cuando se volvió.
—Creo que, dadas las circunstancias, lo mejor será que estén ustedes bajo vigilancia. —Nos dirigió una última mirada con sus ojos de batracio y añadió—: Por supuesto, se trata de su seguridad.
—Por supuesto —le respondí.
Una vez solos, Robinson me recriminó no haber aludido a las amenazas.
—¿Tienes algún motivo para actuar de esa forma?
—Varios.
—¡Pues explícamelos, porque no te entiendo!
—En primer lugar, si el inspector supiese lo de las amenazas, sus sospechas no dejarían de aumentar.
—¿Qué quieres decir?
—Que si Ann yo somos ya sus principales sospechosos, eso no haría sino empeorar nuestra situación.
—¿Por qué?
—¡Por el amor de Dios, Benjamin! ¿No has visto su actitud? ¡Nos ha quitado los pasaportes!
—Lo ha hecho para demostrar que está en un plano de superioridad. Es una forma de afrontar su complejo.
—Es probable, pero pienso que no tiene otros sospechosos a mano y además no se ha creído ni la mitad de lo que le he dicho.
—Como por ejemplo…
—Por ejemplo, el papel de niñera, si me permites que lo exprese de esa forma, que tengo en este asunto.
—La verdad sea dicha, Donald. Ese papel no cuadra mucho con uno de los más renombrados columnistas del
Daily Telegraph
.
—¿Lo ves? Cuando ese polizonte descubra quién soy, según tus propias palabras uno de los más renombrados columnistas del
Telegraph
, sus sospechas se verán confirmadas.
—Cuando descubra que habíais sido amenazados, será mucho peor.
—No puede descubrirlo si nosotros no se lo decimos.
Robinson me interrogó con la mirada.
—Aparte de los que estamos aquí, quienes lo sabían, desgraciadamente, están muertos. ¡El inspector no podrá saberlo jamás si ninguno de nosotros no se lo dice!
—Como tú prefieras. Pero te advierto que podemos vernos en un buen lío.
—No, si los tres mantenemos el pico cerrado.
—Está bien. Ahora quiero que me cuentes todo eso de las amenazas.
Brevemente, le expliqué lo ocurrido en el Opera Casino y también que la amenaza de Best la habían dejado por debajo de la puerta de su habitación. Luego le conté el encuentro con Naguib cuando estábamos cerca del Papyrus Institute.
—¿Los papeles con las amenazas dónde están?
—En mi poder.
—¿Los dos?
—Sí.
—Está bien. Trataremos de que los trámites sean lo menos penosos posible. Tendrán que hacer la autopsia al cadáver del profesor. Por cierto, ¿conocéis a alguien de su familia?
—Solo sé que era soltero.
Le expliqué los detalles, hasta donde sabía, de nuestro viaje a El Cairo y que no había contado al inspector. Le di los datos de Milton, que era la referencia más sólida que teníamos para establecer algún contacto con los familiares de Best.
—No os preocupéis, desde la embajada haremos todas las gestiones, incluida la repatriación del cadáver.
Robinson sacó una tarjeta de su billetera y me la entregó.
—Ése es mi domicilio particular, también está el teléfono. Servicio permanente las veinticuatro horas. Llámame para lo que necesites.
Besó a Ann en ambas mejillas y nos abrazamos como viejos camaradas. También él se volvió cuando estaba en la puerta.
—No se te ocurra hacer tonterías.
—Queda tranquilo.
Apenas había desaparecido cuando Ann me dijo en tono confidencial:
—Tenemos que ir a la tienda de Boulder.
La miré sorprendido.
—¿Te has vuelto loca?
—No, pero tenemos que ir a la tienda de Boulder.
—¿Por qué?
—Ya te lo contaré.
El Cairo, 1948
Desde que Mustafa el-Kebir se marchó me convertí en una especie de perrillo faldero de Ann, quien se mantenía hermética a mis preguntas. No comprendía su actitud, pero ella insistía en que teníamos que ir a la tienda de Boulder.
Para despistar a la vigilancia cruzamos por las cocinas y salimos por la puerta de servicio, donde nos aguardaba un taxi. Las cinco libras entregadas al recepcionista lo habían hecho posible.
La noche era plácida y el tráfago callejero que acompaña a la vida de El Cairo casi había desaparecido. La circulación era escasa y no se veían animales de carga por las calles.
—¿Qué buscamos exactamente? Eso sí podrás decírmelo.
—El códice.
—¿Te has vuelto loca?
—Ya te he dicho que no.
—Pero bueno… eso… ¿Has pensado cómo vamos a hacerlo?
—Sí.
—¿Me lo vas a decir?
—No.
El resto del trayecto lo hicimos en silencio.
Cuando llegamos al principio de la calle ordené parar al taxista; eran las once menos diez. Caminamos hasta llegar a la tienda de antigüedades. El lugar estaba solitario y sumido en la penumbra, lo que significaba que la primera de las previsiones de Ann se había cumplido. Yo apostaba porque la policía habría establecido algún tipo de vigilancia, pero ella sostenía que la tienda no había sido el lugar del crimen, a Boulder lo habían matado en su apartamento de la plaza Malaka Nazli.