Read El pacto de la corona Online
Authors: Howard Weinstein
Se irguió y sostuvo la Corona en alto delante de sí. La plegaria… La murmuró rápidamente, y luego contuvo el aliento. Delante de un charco de agua vidriosa que le servía de espejo, se colocó abruptamente la Corona sobre la cabeza. Cerró los ojos y se concentró.
El torbellino interno de los cristales cesó. Kailyn se inclinó para aproximarse más a la superficie del charco… Se habían vuelto transparentes. Habían estado oscuros y brumosos como un amanecer de niebla; en ese momento estaban escarchados, y un azul grisáceo metálico reemplazaba la bruma amarronada del interior. Kailyn se balanceó y cayó de rodillas; la Corona cayó al suelo. Las lágrimas bajaron por sus mejillas y ella vio que los cristales habían recobrado su aspecto inicial.
Todo su cuerpo se derrumbó y ella comenzó a llorar con profundos y jadeantes sollozos.
Que aumente su
motivación
, dijo una voz que sonó en sus oídos. La voz de Spock. Ella volvió a sentarse sobre los talones y ahogó el siguiente sollozo que intentó escapar de su garganta. Recogió la Corona y volvió a colocársela sobre la cabeza. Pensó en Spock y McCoy, en la tenacidad que habían demostrado una y otra vez desde que la
Galileo
había salido de la
Enterprise
; en cuántas veces hubiese renunciado ella si hubiese tenido elección. Y en su padre, que había esperado pacientemente durante todos aquellos años a que la ola de la suerte los recogiera y devolviese a Shad y a la paz. En Shirn y el capitán Kirk, en la constancia de ambos en sus tareas. Ni una sola imagen de la Corona se introdujo en su mente.
La acometió un ligero mareo. Su pecho subió y bajó, y ella boqueó a causa de la falta de aire.
Otra inyección, otra inyección,
se mofó otra vez aquella voz refunfuñona.
Ella intentó volverse y lanzarse hacia el botiquín que había dejado al otro lado de la gruta. Las piernas se le aflojaron y cayó de lado. La Corona rodó por el suelo pero ella la atrapó y se la acercó a los ojos.
Los cristales estaban transparentes
. La oscura bruma había dado paso a un azul perlado y ella podía ver a través. Se sentó y miró maravillada toda la gruta que la rodeaba, el musgo y las rocas. Todo se veía de un azul cielo al mirarlo a través de aquellas lentes cristalinas. Mágicamente, su respiración se hizo fuerte y regular. La temperatura de su cuerpo aumentó hasta la normal, y ella profirió un grito de triunfo.
Había ganado
.
Unas listas de color naranja y rosáceo cruzaron el cielo añil cuando los primeros albores de la mañana tiñeron la cadena montañosa de Kinarr. Spock y McCoy treparon hasta lo alto del último barranco, y se irguieron agotados en la cima del mundo. El viento soplaba ocasionalmente, y las pisadas era aún visibles bajo la capa de nieve nueva caída durante la madrugada.
Siguiendo esas huellas, encontraron la entrada hacia el interior de la montaña. Al pasar de la luz nuevamente a la oscuridad, alumbraron el camino con la linterna. McCoy rogaba que encontrasen a Kailyn durmiendo en el interior, pero no esperaba que así fuese.
—Oh, Dios mío —jadeó cuando entraron en la gruta que cerraba el camino.
Kailyn yacía inmóvil sobre el suelo, acurrucada sobre el abrigo. McCoy se aproximó a ella y se arrodilló, vacilante.
—¿Kailyn…? —susurró.
Ella se volvió, se frotó los ojos soñolientos y sonrió. Luego recogió la Corona de encima de su envoltorio y se la colocó ceremoniosamente sobre la cabeza. Los cristales chispearon transparentes y azules.
Sin decir una sola palabra, McCoy la abrazó más estrechamente de lo que nunca en su vida había abrazado a nadie.
—Su padre estará orgulloso —le dijo Spock.
Los húmedos ojos de Kailyn lo llamaban sin palabras, y al fin fue arrastrado al abrazo.
Shirn se paseaba por la grava, debajo de un cielo de media mañana salpicado de nubecillas, y sus pies recorrían el canal abierto al lo largo de los años por las pezuñas de las ovejas que iban y venían entre las cavernas y los pastos. Un grito procedente de lo alto descendió por los escalones de piedra, y el anciano pastor levantó la mirada, protegiéndose los ojos de los reflejos de la nieve. Pudo distinguir las siluetas de tres personas que descendían lentamente, y se acercó para recibirlos al pie de aquella escalera.
—Debería azotarte —gruñó—, pero tu rostro me dice que, si lo hiciera, estaría azotando a la próxima reina de Shad.
Kailyn saltó desde el último escalón y abrazó a Shirn. El cuidadoso descenso desde la cima de la montaña no había hecho nada para apagar la euforia de la muchacha.
—Hiciste una estupidez al regresar sola ahí arriba —le dijo él con una voz cargada de reproche.
—¿Pero no está acaso en la naturaleza de los dirigentes el hacer ocasionalmente cosas que los demás consideran temerarias? —preguntó Spock.
Con una sonrisa torcida, Shirn no tuvo más remedio que asentir.
—Sí, sí, supongo que sí. Tienen que estar todos cansados. No han dormido mucho la pasada noche. Cuando se hayan recuperado… bueno, podrán volver a cansarse con una celebración de toda la noche, esta noche.
Tendió ambos brazos y los condujo al interior de las cuevas.
—¡Dos banquetes en poco tiempo! —exclamó Shirn, y su voz retumbó por el comedor atestado de gente. Levantó su copa plateada y todos hicieron lo mismo con las suyas—. ¡Qué placer! ¡Bebed, amigos y familiares míos!
Vasos y copas elevaron su extremo inferior, y fueron traídas fuentes de comida recién preparada que dejaban pequeñas a las de la celebración religiosa de apenas dos noches antes.
—Desde luego, los montañeses sabéis cómo se da una fiesta —dijo McCoy con una risilla, mientras se atiborraba de buena gana—. Echaré de menos todo esto cuando regresemos a esa aburrida nave estelar. —Suspiró—. Spock, ¿cree usted que la Enterprise nos encontrará aquí arriba?
—Muy probablemente.
—Demasiado malo…
—Doctor, abrigo todas las esperanzas de que mañana, a esta misma hora, estaremos ya muy adelantados en nuestro camino hacia Shad.
—Y, entonces, se librarán finalmente de mí —dijo Kailyn—. Se acabará el hacer de niñeras.
McCoy sonreía como un niño de pueblo que estuviera haciendo novillos.
—No necesita usted una niñera, joven dama. Eso ya lo ha demostrado.
—¿Tuviste miedo cuando te atacó el zanigret? —le preguntó Shirn con expresión seria.
—Si no hubiese estado al borde del desmayo, lo hubiese tenido. Fue una suerte que no pudiera pensar con mucha claridad.
—Sí —dijo lentamente McCoy—, pero, si eso la hubiera atacado dos minutos más tarde, no habría sido capaz de apuntar con certeza.
—No creo que haya apuntado con certeza. ¿De qué otra forma podría haberle acertado?
—Miren esto… a su edad, y ya está contando historias exageradas —dijo McCoy soltando una carcajada.
De la caverna principal les llegaron los ecos de unos gritos, y Shirn aguzó el oído. Un momento más tarde, Frin, el joven guía de la montaña, entró corriendo con una compañera asustada que se le aferraba a una mano. Se agachó junto al anciano jefe y le habló al oído.
—Tío, será mejor que salgas.
—¿Qué está ocurriendo?
—Han llegado mercaderes de las tierras bajas… —Comerciad, pues, con ellos…
—Pero es que traen una esclava para vender, tío. —Nosotros no necesitamos esclavos. Nosotros… —Están haciendo demasiado escándalo. Se niegan a llevársela de vuelta. Si no consiguen comerciar con ella, amenazan con cortarle la garganta aquí mismo. Shirn adoptó una expresión de profundo desagrado, y Frin lo ayudó a ponerse de pie.
—Excúsenme, amigos míos. Estos hombres de las tribus de las tierras bajas tienen el don de llegar justo en el momento menos oportuno para vendernos justo la cosa menos apropiada. Diviértanse, y yo regresaré en cuanto los haya despedido o, al menos, los haya silenciado por esta noche. Cuando Shirn y Frin salieron de la cueva-comedor, Spock se puso de pie para seguirlos. Pero McCoy lo sujetó por una muñeca.
—¿Adónde va?
—A satisfacer mi curiosidad.
McCoy se encogió de hombros, y él y Kailyn echaron a andar detrás del vulcaniano. En la espaciosa cámara principal, los caóticos gritos del grupo de forasteros se resolvieron en un idioma alienígena gruñente que hizo estremecer a McCoy, y el médico aferró a Spock por un hombro.
—Son los que nos capturaron a nosotros.
Se retiró a las sombras e intentó arrastrar consigo a Spock y Kailyn, pero el vulcaniano continuó avanzando. Varios kinarri estaban al borde del grupo que reñía, intentando apaciguarlo; y, en el centro, una ronca voz de mujer rugía por encima de todos ellos.
—¡Cerdos asquerosos! ¡Pagaréis cara esta brutalidad! ¡Animales… heces podridas!
Al aventurarse más cerca, Spock sólo pudo ver que la mujer pateaba y mordía a todo el que intentaba dominarla.
—¡Mi gente vendrá y os arrasará hasta las rocas, a todos vosotros! ¡Os torturaremos hasta el último, y maldeciréis el día que nacisteis! ¡No podéis tratar de esta forma a un klingon!
—¿Un klingon? —exclamó McCoy. —Fascinante.
Al fin, cuatro de los enormes cazadores, con la ayuda de varias manos kinarri, atraparon los pies de Kera con una soga. Tiraron de ella como si fuese un jabalí y la arrojaron al suelo; el golpe la dejó sin resuello y la obligó a guardar un silencio momentáneo. El anciano cazador de cabellos plateados se detuvo al lado de la klingon mientas sacudía la cabeza con una mezcla de ira y triste cinismo. Aparentemente, su suerte con las mercancías vivas no había mejorado en absoluto.
Comenzó a reunirse un gran número de kinarri que salían de la sala del banquete para averiguar a qué se debía toda aquella conmoción. Spock encontró a Shirn a un lado, apartado del grupo. El jefe no estaba contento.
—¿Por qué traen cosas como ésa a nuestras tierras? —se lamentó—. Les hemos dicho una y otra vez que no nos sirven para nada los…
—Compre esa esclava —le dijo Spock en voz baja.
Shirn tardó un poco en reaccionar.
—¿Por qué?
—Puede sernos de utilidad a nosotros.
—¿Como esclava? —El semblante de Shirn manifestaba asombro.
—No. Como fuente de información. Es una klingon, e indudablemente parte de una fuerza más numerosa enviada para sabotear nuestra misión, quizá para matarnos a nosotros y a Kailyn y robar la Corona.
—Como usted quiera, señor Spock.
Shirn regresó al grupo de mercaderes y autorizó la compra, y Spock, McCoy y Kailyn regresaron a la sala del banquete, evitando ser vistos por el cazador de cabellos plateados.
—Muy bien —dijo McCoy—. Odiaría ver una lucha por el derecho de custodia sobre nosotros.
Por primera vez en varios días, el cazador de cabellos plateados se sentía feliz. No sólo se había librado de aquella chillona hembra salvaje, sino que finalmente había conseguido una lanza de punta brillante. Sería mejor que se dedicara a la caza de animales animales, y esperaba que la mala suerte siguiera a otro cazador durante algún tiempo y mantuviera a los esclavos tan lejos de su camino como el sol lo estaba de las lunas…
—Sus sospechas eran correctas —declaró Shirn al ocupar su lugar sobre la alfombra de pieles de la cena.
—¿Los cazadores estaban dispuestos a hablar con usted?
—Oh, sí, sí. El jefe estaba tan contento por haber conseguido una lanza con punta de acero, que de buena gana se habría quedado a conversar durante toda la noche; pero su idioma me produce dolor de cabeza.
—¿Tratan muy a menudo con esa gente? —preguntó McCoy.
—Suben de vez en cuando para comerciar con pieles, raíces y artesanías de madera. No tenemos mucha madera por los alrededores, así que es algo útil para nosotros. A cambio les damos lana y carne de oveja, y algunas herramientas modernas que obtenemos de los comerciantes interestelares que pasan por aquí.
—¿Qué le han dicho de la klingon? —preguntó Spock— ¿Cómo la capturaron?
—Estaban de incursión por la montaña, algo muy parecido a cuando los encontraron a ustedes. Estaba perdida en el bosque, aturdida. Fue tan fácil de capturar, que todavía se sorprendieron más cuando recuperó las fuerzas y luchó como un zanigret acorralado.
—Una descripción muy apropiada.
—Estaba muy golpeada y lastimada —señaló McCoy—. ¿Se lo hicieron ellos?
Spock se volvió con una inquisitiva ceja alzada.
—¿Por qué se preocupa de pronto por el bienestar de un agente de inteligencia klingon?
—Es sólo porque esos cazadores no parecieron brutales cuando nos atraparon a nosotros.
—No suelen golpear a sus prisioneros —dijo Shirn—. Dicen que la encontraron en ese estado, y dicen que también encontraron el cadáver de un hombre de la misma raza junto al río.
—Debe de haberlos sorprendido una de esas tormentas asesinas —reflexionó McCoy.
—Junto al río —repitió Spock.
—¿Es significativo eso? —preguntó Shirn.
—Allí es donde nosotros nos estrellamos —dijo McCoy—. ¿Cree que encontraron los restos de la lanzadera?
—Es probable, dado que dejamos encendida la señal de auxilio automática.
McCoy entrecerró los ojos con expresión intrigada.
—¿Cómo demonios llegaron hasta aquí, para empezar?
—La única conclusión lógica es que nos siguieron casi desde el principio.
—¿Quiere decir desde que nos separamos de la Enterprise? —preguntó Kailyn con un estremecimiento—. ¿Cómo pudieron hacerlo? Ésta era una misión secreta.
—No tan secreta como creíamos nosotros —dijo McCoy—. Todavía no hemos salido del agujero, ¿verdad, Spock?
—Yo diría que no. Tenemos que considerar tres posibilidades. Uno, que los klingon se enteraron de toda la misión de alguna forma, quizá por un informador cercano al rey. Dos, que este desafortunado grupo de espías klingon no estuviese trabajando en un vacío total, y por lo tanto otros destacamentos klingon de refuerzo estén por las proximidades. Tres, que es posible que la Enterprise se encuentre con interferencias cuando se acerque a este planeta.
—Y cuatro, que ya no podemos contar con que Jim venga a buscarnos aquí —terminó McCoy con expresión ceñuda.
—Es indispensable que salgamos de Sigma e intentemos encontrarnos con la Enterprise en el espacio.
—Pero, ¿cómo? —preguntó Kailyn—. No tenemos una nave.
—Pero los klingon puede que sí la tengan —dijo rápidamente McCoy.
—Ésa —señaló Spock— es la única posibilidad razonable que tenemos. Y, si existe esa nave, tiene que estar cerca de nuestra lanzadera.