—Teníamos acuerdos. Seminarios especializados. Un favor que le hicimos a Chile.
—Ya hemos hablado con el general Condeau-Marie.
—Un cobarde. No tenía cojones. ¡Huyó!
—Sabemos que usted fue enviado allí en el contexto del plan Cóndor. Sabemos que formó a oficiales de Chile, de Argentina, de Brasil y de otros países. ¿Qué puede decirnos sobre esa formación?
La Bruyère soltó una risita cascada.
—Pasaba cada cosa en América del Sur en aquella época… Ahora se habla del eje del Mal. —Volvió a reírse—. ¡Tonterías! Yo conocí al eje del Mal. No se trataba de una lucha política. Se trataba, como siempre, de la solución final. Erradicar, pura y simplemente, a los elementos subversivos. Dondequiera que estuvieran. No solo a ellos sino a los miembros de sus familias, de su entorno. Todos los que podían estar contaminados. Para que el cáncer rojo no pudiera reproducirse. ¡Nunca más!
—¿Cuál era su función precisa en esos seminarios? —dijo Kasdan volviendo a la carga.
—Les enseñaba disciplina, control, eficacia. Frenaba sus instintos bárbaros. La tortura no debe ser una carnicería. Y, sobre todo, nunca debe ser una embriaguez. —De nuevo esa risita—. La sangre llama a la sangre. Todo el mundo lo sabe. Quiero decir: los hombres. Los verdaderos. Los que conocieron el frente de batalla.
—Háblenos de sus colegas. Los otros especialistas.
—A ellos también había que sujetarlos. Aprendices de brujos. Un estadounidense que sólo creía en el napalm. Recortaba con tijeras los fragmentos de carne quemada y se los hacía tragar al prisionero. Un paraguayo había amaestrado a su perro para que violara a las prisioneras y…
—Háblenos de Hartmann.
La Bruyère movía las mandíbulas sin abrir los labios, como si masticara alimentos repugnantes pero que poseían también cierto sabor. Luego miró a sus visitantes; primero al uno, luego al otro. El brillo del iris, bajo las pestañas grises, se volvió cruel y astuto.
—Con él ya no éramos amos, sino discípulos. Y, en cierta medida, éramos unas cobayas, como los otros.
—¿Cobayas?
—En igualdad de condiciones que los sujetos a los que tratábamos, sí. Para Hartmann los otros militares también representaban una oportunidad de realizar un experimento.
—¿Qué experimento?
—Una iniciación. Un viaje por el dolor.
Kasdan siguió en silencio. El resto llegaría solo.
—Para empezar, debíamos llevar a cabo personalmente los ejercicios con los detenidos. Es lo que llamaba «trabajos prácticos».
—¿Ustedes torturaban?
—Sí. Hartmann nos hacía entrar en una celda. A solas con el detenido. Debíamos «trabajarlo» según diferentes técnicas. Entonces ocurría un fenómeno extraño. Era como compartir algo. El sufrimiento saturaba la habitación, rebotaba contra las paredes, penetraba en nuestras carnes. Nos embriagaba. Como una droga. Necesitábamos los gritos, la sangre, las lágrimas… Varias veces tuvimos que detener a un verdugo en medio de su trabajo. Estaba matando al prisionero.
Kasdan comprendió que ellos también hacían un viaje… al fondo de la locura humana. Habían penetrado en un laberinto —el del dolor, el de la crueldad— donde el Minotauro era Hartmann. Caminaban por ese dédalo y no tenían el hilo de Ariadna.
—A continuación —prosiguió La Bruyère—, venía el segundo estadio. Según Hartmann, un especialista en tortura debía sufrir las sevicias en carne propia. No era una idea nueva. Ya en Argelia, el general Massu, en su despacho de Hydra, se había aplicado descargas eléctricas.
—¿Se prestó usted a esas experiencias?
—Sin titubear. Éramos militares. Ni hablar de achicarse.
—¿Se aplicó descargas eléctricas?
—Débiles al principio. Hartmann sabía lo que hacía. Quería que penetráramos en el círculo de los suplicios. En su vértigo.
—¿Fue eso lo que ocurrió?
—No para todos. La mayoría de los oficiales volvieron a sus trabajos más… ortodoxos. Pero otros se engancharon.
—¿Como usted?
—Como yo. El hada Endorfina me volvió loco.
Volokine tomó la palabra. No apartaba los ojos de Le Bruyère pero se dirigía a Kasdan.
—Cuando el cuerpo siente dolor, segrega una hormona particular: la endorfina. Un analgésico natural que anestesia el cuerpo. Ese reflejo psicológico limita la sensación negativa. Pero esa hormona provoca una especie de euforia. Por supuesto, varía según los casos. De lo contrario, cada sesión de tortura sería un divertimento.
El general apuntó a Volokine con su índice ganchudo.
—¡Hartmann sabía lo que hacía! Sometiéndonos a esos dolores progresivamente, activaba el mecanismo. La liberación constante de endorfina nos volvía dependientes. Nos dolía, pero bajo el sufrimiento tenía lugar otro nivel de sensaciones. Una intensidad… Un goce…
—Es lo que se llama estar en el «subespacio» —continuó el ruso.
El espantapájaros meneó la cabeza, hundida en la almohada.
—Exacto.
Kasdan no podía creerlo. Todo eso era demasiado. El tormento que procuraba placer. Un general colocado que se hacía tajos como quien se masturba. Volokine parecía dominar la situación, pero tenía los nervios a flor de piel.
Se puso en pie y se aflojó el nudo de la corbata.
—Los sadomasos fanfarronean con esas explicaciones de besugos. Para mí sois una pandilla de depravados y punto.
La Bruyère soltó una risita. Detrás de su actitud, se manifestaba el efecto de la droga. Nada podía ya enfadar al general.
—Debería probar —dijo—. Tal vez sintiera esas corrientes contradictorias. El calor. El frío. Íntimamente unidos. Yo le tomé el gusto enseguida. Dejé de distinguir el bien del mal. ¡Solo contaba la intensidad!
Volokine se aferró al borde de la cama.
—¿Fue así como te convertiste en SM? —dijo.
—No me gusta esa palabra.
—Jodido drogata. Te…
El ruso se agachó para sacudir al anciano. Kasdan lo cogió de la chaqueta.
—¡Cálmate! —Miró a La Bruyère y preguntó—: ¿Cuánto tiempo duraron esos… ejercicios?
—Ya no me acuerdo. Yo sucumbí. Me convertí en el esclavo de Hartmann, pero no tardó en echarme.
—¿Por qué?
—Por el placer. El placer que yo experimentaba con el sufrimiento. Ese no era el sentido de la investigación del alemán. En absoluto. El placer es ajeno a su filosofía. Por eso siempre me despreció. Me gustaba demasiado, ¿entienden?
—No. No entiendo nada. ¿Qué buscaba Hartmann, exactamente?
—Nadie lo sabrá nunca. Creo que quería controlar las endorfinas para endurecer a la vez el cuerpo y el alma. Dominar el dolor en un sentido estoico. Su búsqueda era un diseño, un proyecto. El sufrimiento debía convertirse en fuerza. En una fuente de energía. Con vistas a un nuevo nacimiento.
—¿Volvió a ver a Hartmann después de los seminarios?
—Nunca. Regresé a Francia en 1976 y nunca más volví a Chile. De todos modos, se lo repito: yo no le interesaba. Era impuro. Gozaba con el mal. Me hacía incisiones en la piel. El alemán no podía soportarlo. No quería ver ni una sola cicatriz.
—¿Por qué?
—El sufrimiento es un secreto. El sufrimiento es espiritual.
—¿Cree que Hartmann está muerto?
—Estoy seguro. Pero no tengo pruebas. Además, eso no tiene demasiada importancia.
—¿Por qué?
—Porque él es un espíritu. Una escuela. Y las escuelas no mueren nunca.
Ya le habían dicho eso una vez. Cambió de rumbo.
—En Santiago había otro oficial francés. El general Py.
—Exacto.
—¿Lo ha vuelto a ver?
—Nunca.
—¿Sabe qué ha sido de él?
—Una carrera brillante. El ejército necesita hombres como él. Un reptil de sangre fría.
—¿Sabe dónde podemos encontrarlo?
—Nadie lo sabe. Siempre estuvo metido en los secretos del ejército, las redes, las operaciones clandestinas… Py siempre se ocupó de los trabajos sucios. Eliminación. Tortura. Chantaje. La eficacia militar en su versión más oscura. De hecho, cambió de nombre varias veces. Antes de llamarse Py se llamaba Forgeras.
—¿Jean-Claude Forgeras?
—El mismo.
Kasdan ocultó esa información en el fondo de su mente. Demasiado peligrosa. Para él. En aquel momento.
—¿Conoce los nombres que adoptó luego?
—No. Nunca volví a verlo. Circularon rumores, nada más.
El armenio dio otra vuelta de tuerca.
—En 1987, cuando usted ya estaba jubilado, le encargaron que se ocupara del traslado de unos «refugiados» chilenos.
—Están bien informados.
—¿Por qué usted?
—Porque los conocía. Esos hombres pertenecían a nuestros seminarios. Torturadores sin escrúpulos.
—¿Por qué fueron recibidos en Francia?
—Nadie tenía interés en que saliera a la luz nuestra implicación durante esos años oscuros. Además, el derecho de asilo se lo concedemos a cualquier negro. Así es que ¿por qué no concedérselo a unos militares? Después de todo, esos hombres habían dirigido un país.
—Entre ellos había un hombre llamado Wilhelm Goetz.
—De nuevo exacto. El director de orquesta personal de Hartmann.
—También había tres hombres más: Reinaldo Gutteriez. Thomas Van Eck. Alfonso Arias. ¿Dónde están?
—Ni idea.
—Hemos investigado. Parecen haber desaparecido.
—Es lo normal. Habían venido para perderse dentro del país.
—¿Cambiaron de identidad?
—Todo es posible. Esos hombres eran nuestros invitados. Invitados de prestigio.
—Según usted, ¿conservaron el contacto con Hartmann?
—No lo creo. Querían hacer borrón y cuenta nueva.
—¿Goetz también?
—Goetz era débil. El perro faldero de Hartmann. Tal vez no pudo librarse de su amo.
El armenio lanzó una batería de preguntas.
—El nombre de «el Ogro» ¿le dice algo?
—No.
—En aquella época, ¿oyó hablar de un hospital donde ciertos alemanes hacían vivisecciones humanas?
—En la colonia Asunción, Hartmann tenía un hospital. Nunca fui allí. Pero seguro que practicaban intervenciones… originales.
—Según usted, ¿qué fue del grupo de Hartmann?
—Se disolvió a finales de los años ochenta. La Colonia, como se llamaba a su propiedad, fue desmantelada. Demasiadas denuncias, demasiadas complicaciones. Y el alemán envejecía…
—Acaba de decirnos que había hecho escuela.
—Fuera de allí. De otra manera. No lo sé.
—Cuando llegamos, mencionó a unos niños. ¿Quiénes son?
—No quiero hablar de eso.
De pronto, el general La Bruyère pareció tomar conciencia del presente.
—¿Por qué todas estas preguntas? ¿Por qué desentierran esas viejas historias?
Volokine volvió a sentarse en la cama, muy cerca del oficial.
—Wilhelm Goetz fue asesinado hace cuatro días.
—El que las hace las paga.
—¿Quién, en París, podría informarnos sobre la Colonia? ¿Quién podría saber qué fue de sus discípulos?
—Si yo soy amable con usted, usted tiene que corresponderme…
Volokine se levantó.
—Ahora vuelvo —murmuró mientras franqueaba el umbral del dormitorio.
Kasdan se quedó solo con esa ruina humana. Le embargaba una sensación muy extraña. Habían recogido elementos importantes en ese cuarto infernal, pero seguía sin saber cómo unirlos y relacionarlos directamente con la serie de asesinatos. Tan solo tenía una certeza: la sombra de Hartmann se acercaba.
Volokine reapareció en el umbral. Cogió las cajas metálicas. Las lanzó hacia el anciano. Luego puso una bolsa de papel celofán sobre las superficies cromadas.
—Aquí tienes, abuelo. Supongo que estás lo bastante despierto como para hacértelo tú mismo. En el culo o donde quieras, tú verás.
La Bruyère cogió la bolsa y las cajas, y las apretó contra sí como si fueran un bebé.
El ruso se plantó delante de la cama.
—¿Quién, en París, puede informarnos sobre Asunción?
El general se pasó la lengua por los labios como lo haría un goloso. Su mirada reflejaba que estaba pensando en los minutos que faltaban, el instante de la nueva inyección… con concupiscencia.
—Hay un hombre… Se llama Milosz. Un antiguo «niño» de Hartmann. Uno de los pocos que pudieron salir de allí. Llegó a París en los años ochenta.
—¿Dónde podemos encontrarlo? —preguntó Kasdan.
—Es fácil. Tiene un negocio propio.
—¿Es comerciante?
—Sí, comerciante. Pero vende un producto muy particular…
—¿Qué?
—Sufrimiento. Tiene un local en París. El Gato de las Nueve Colas.
—Lo conozco —dijo Volokine—. Es un club SM.
El anciano ya no los miraba. Estaba abriendo la caja metálica. Sus dedos torcidos agarraban la jeringa, la cuchara, la banda elástica. Con los ojos fijos en sus tesoros, emitió una risotada de hiena.
—Milosz solo puede producir lo que conoce: el dolor. Ustedes tienen que comprender una verdad: Hartmann es una enfermedad. Una enfermedad incurable. Cuando la contraes, mueres con ella…
—Le contaré una historia.
Algo en la voz de Volokine delataba su anhelo por tranquilizarse cuanto antes. Kasdan conducía con los ojos clavados en la autopista. Los dos hombres estaban muy tensos. Por distintas razones.
—Hace unos años —atacó el ruso—, tenía una amiga que vivía en el 28 de la rue de Calais, en el distrito 9, cerca de la plaza Adolphe-Max. Un día, cogí un taxi y le di el nombre de la calle al taxista. Inmediatamente me preguntó: «¿Al número 28?». Le dije que sí, no le di importancia.
Los faros de los coches que venían de frente los deslumbraban.
Aparecieron los enlaces del boulevard Périphérique.
—Unas semanas más tarde, volví a coger un taxi e indiqué la rue de Calais. El tío replicó: «¿Al número 28?». No ocurrió siempre, pero sí varias veces. «Rue de Calais.» «¿Al número 28?» Soy policía y no me gustan las preguntas sin respuesta. Investigué el edificio y sus habitantes. No encontré nada. Nada que pudiera explicar esa curiosa celebridad. Luego, un día, un taxista más astuto que los otros me puso al corriente: en el número 34 había una discoteca de intercambio de parejas de tendencias sadomasoquistas. Los clientes, que nunca se atrevían a dar la dirección correcta, ponían unos cuantos números entre ellos y sus fantasmas. Y siempre tocaba el 28.
Las señalizaciones brillaban en la noche. Porte de Bagnolet. Porte des Lilas. Pré-Saint-Gervais. La circulación seguía fluida incluso cerca de la capital. El coche parecía deslizarse llevado por la noche. Los indicadores del salpicadero brillaban como los del cuadro de mando de un avión.