—Bien. Ese grupo que os interesa, ¿qué es?
—No sabemos gran cosa —respondió Volokine—. Es de origen germano-chileno. En su momento, cuando se implantó en América del Sur, se llamaba Colonia Asunción. Su jefe espiritual era Hans-Werner Hartmann. Una especie de nazi que ahora debe de estar muerto pero que hizo escuela. Pensamos que son varios cientos y que se establecieron en Francia a finales de los años ochenta.
El policía de las RG seguía tecleando, insertando cada dato.
—Su credo —continuó Volo— se basa en el castigo corporal y el canto. Dos vías para alcanzar la pureza espiritual.
—Otros que también gozan de excelente salud mental.
—Suponemos que condicionan a los niños hasta transformarlos en asesinos. Esos niños homicidas estarían implicados en los tres crímenes recientes, entre ellos el del sacerdote de Saint-Augustin —dijo Volokine, echando una mirada a Kasdan—. En nuestra opinión, eso es solo la punta del iceberg. Sospechamos también que hay secuestros de chavales. Experimentos con seres humanos.
Dalhambro soltó un silbido irónico.
—Habéis dado con un filón.
—¿No te dice nada?
—Nada de nada.
Seguía tecleando. Se reajustó las gafas.
—¿Qué tendencia espiritual? ¿Protestante? ¿Evangélica? ¿Sincrética? ¿New Age? ¿Orientalista? ¿Curanderos? ¿Ufológica? ¿Alternativos?
—Más bien cristianos.
—¿Qué rama? ¿Católicos? ¿Protestantes? ¿Apocalípticos?
—Se los ha comparado con los amish. Pero su culto parece verdaderamente… único.
—Estoy acostumbrado. Todos tienen su pequeña originalidad. ¿Tienen alguna actividad profesional?
—En Chile poseían una propiedad agrícola y minas. Tal vez desarrollaron una de esas especialidades en territorio francés.
Dalhambro tecleó otra vez, luego presionó la tecla enter. El ordenador ronroneó durante varios segundos.
—No tengo nada.
—¿Estás seguro?
—Completamente. Con los datos que me has dado el programa debería responder. Os habéis equivocado de camino, colegas. No hay nada en Francia que se parezca ni de cerca ni de lejos a vuestra historia.
Los dos compañeros guardaron silencio. Kasdan sabía que Volokine pensaba lo mismo que él. Después de esa entrevista, ya no les quedaba nada. Nada aparte de una Navidad que no les concernía. Y un agotamiento que les pesaba como la masa de una estrella fría.
Se levantaron. Dalhambro sacó del bolsillo de su chándal una cajetilla de Gitanes. Invitó a los visitantes, que no aceptaron. Pasó por encima de los regalos, abrió el ventanal y encendió un cigarrillo; sacó afuera el brazo derecho y sacudió con fuerza la mano izquierda para eliminar todo rastro de humo.
—Vuestro asunto me huele mal. Son delitos muy gordos. Homicidios, violencia, lavado de cerebros. A la fuerza tendría que haber denuncias. Esos tíos no están en Francia.
—Aun así, ¿podrías seguir buscando? —preguntó Volokine—. Tal vez cambiaron de nombre. Se crearon una imagen honorable. Tal vez estén registrados bajo el nombre de una cooperativa agrícola o de una sociedad minera…
—Yo me ocupo de las sectas —respondió Dalhambro, siempre con el cigarrillo fuera—. No de los OGM, los Organismos Genéticamente Modificados.
—Ya sabes a qué me refiero.
Unas caladas después, Dalhambro sacó del bolsillo una cajita metálica y aplastó en ella la colilla. Volvió a cerrar la caja, la deslizó en su bolsillo, cogió un ambientador que estaba escondido detrás de una cortina, lanzó algunas nubes en el salón y cerró la ventana. La señora Dalhambro no parecía ser un modelo de tolerancia.
—Tíos —concluyó, dando una palmada—, como suele decirse: no voy a robaros más tiempo. Los chicos se despiertan dentro de dos horas y pasaré la mañana montando juguetes incomprensibles. De modo que me apetecería dormir un poco…
El ruso insistió:
—¿Echarás una ojeada?
—Ya veré…
—¿Hoy?
—Lo único que puedo hacer es buscar en los otros países europeos. Interpol posee un departamento consagrado a los movimientos sectarios. Consultaré su programa. Pero no podré llamar a nadie. Hoy, imposible.
Dalhambro los empujaba hacia la puerta. Volokine no se movía. Parecía atornillado al suelo. Había algo patético en su insistencia.
—¿Nunca oíste hablar de sectas maléficas que preconizan el asesinato?
—En Francia no. Aquí, los satánicos solo juegan a los médicos. E incluso fuera de aquí. Habría que remontarse a Charles Manson, en Estados Unidos. O a México, donde se practica la «Sangría». O incluso a Sudáfrica, donde aún reina la brujería. Diría que están un poco lejos de aquí, ¿no?
Dalhambro abrió la puerta y se despidió con un gesto inequívoco: por fin, lo dejaban en paz.
En unos segundos estaban fuera.
En unos segundos no estaban en ninguna parte.
—¿Estás seguro de lo que haces?
—No. Pero quiero comprobarlo.
Volokine había insistido en ponerse al volante. Circulaban por la autopista A86, en dirección a Port de Gennevilliers. El ruso conducía inclinado sobre el volante como si quisiera torcerlo. Tan pronto como salieron de la casa, había explicado:
—Mientras que Dalhambro tecleaba en el PC, recordé un detalle. Milosz ha explicado que Hartmann consideraba que la civilización moderna era una corrupción. Que prohibía a sus discípulos tocar ciertos materiales como el plástico.
—¿Eso te trae algo a la memoria?
—Ayer por la mañana entrevisté a Régis Mazoyer. Ya sabe, ese antiguo cantor que ahora es mecánico. Eran las seis. El tipo ya estaba trabajando. Lo más extraño es que manipulaba el metal con las manos desnudas, pero cuando me preparó el café se puso unos guantes de fieltro. Me explicó que era alérgico al plástico. ¿Conoce a mucha gente alérgica al plástico?
—A nadie.
—Yo tampoco. Podría haber una explicación para esa extraña conducta. Tal vez residió durante un tiempo en la Colonia, versión francesa. Y conserva los tics.
—¿Por qué habría entrado en la secta?
—Por el canto. A los doce años, Régis Mazoyer tenía una voz extraordinaria. Usted lo escuchó. Tal vez el Ogro localizó al chico…
—¿Mazoyer no te dijo nada?
—Solo me propuso una posible vía. Para mí que tiene miedo. De modo que dejó entrever la pista hablándome del Ogro y dándome a entender que había hecho prácticas de canto. Una de ellas fue con Hartmann. Estoy seguro. Y su muda precoz lo salvó de una situación peligrosa.
—¿Qué situación?
—No lo sé. Pero él puede darnos detalles. Después de esa visita, nos vamos a dormir.
Volokine cogió la salida Port de Gennevilliers. Ya no hablaban. Aquel silencio era como un pacto. En su fuero interno, Kasdan agradecía a Volokine que hubiera tenido esa idea. Estaban poseídos por el síndrome del tiburón. Si se detenían, la palmaban…
Después de sortear un dédalo de nudos y enlaces, atravesaron una zona industrial y vieron pasar velozmente las siluetas de almacenes y zonas de aparcamiento alineadas en la oscuridad. Kasdan pensó en grandes hojas dibujadas con carbón. Bocetos. Planos. La periferia industrial era eso: líneas, formas, siempre grises, inacabadas, arrojadas al azar sobre la superficie de la tierra.
Volokine disminuyó la velocidad para tomar una calle más abajo, al pie de una vasta explanada rodeada de bloques de viviendas en «U». Los escaparates con las luces apagadas se sucedían, luego llegaron los garajes.
El ruso estacionó en la zona de aparcamiento, enfrente. Paró el motor. Tiró del freno de mano. Con demasiada fuerza para el gusto de Kasdan.
—Bienvenido al barrio Calder. El tío tiene instalado su taller en varios garajes. Estoy seguro de que a esta hora lo encontraremos. Trabaja desde muy temprano. Y duerme en el taller.
Salieron en medio de la oscuridad. Sus labios exhalaban vahos fantasmales.
—¿No cierras el coche? —preguntó Kasdan.
—Si ni siquiera tiene mando a distancia.
—Precisamente. Así, no corres el riesgo de distraerte y dejarte una puerta abierta.
Volokine suspiró y cerró las puertas manualmente. Se encaminaron hacia los garajes. Una de las persianas metálicas estaba a media altura y dejaba que se filtrase una débil luz. Se acercaron. Ningún ruido. El ruso golpeó la persiana. No hubo respuesta. Se agachó para mirar adentro por debajo de la persiana.
Al segundo siguiente, retrocedió ahogando una palabrota y desenfundando la Glock.
En un acto reflejo, Kasdan se apartó. Ya tenía en la mano la Sig Sauer.
El uno se pegó a la derecha y el otro a la izquierda de la puerta, sin decir palabra. Al unísono quitaron el seguro de sus armas y tiraron del muelle de la corredera.
Volokine dio el alto.
Sin respuesta.
Cinco segundos.
Diez segundos.
Con una señal de la cabeza, Volo dio a entender: «Yo primero».
Se deslizó bajo la persiana, Glock por delante. Kasdan lo siguió. Dentro, una linterna estaba enganchada al puente elevador y difundía una débil claridad. No era la luz lo que impresionaba, sino el olor. Sordo, metálico, lleno de rencor. El olor de la sangre.
Sangre en cantidades astronómicas.
Sangre como vino macerándose en el fondo de una cuba.
Volokine hundió la mano en el interior de su manga. A tientas, a lo largo de la pared, encontró un interruptor.
La luz surgió y con ella el vómito.
El taller de Régis Mazoyer había sido transformado en matadero.
Sangre por todas partes. En las paredes. En el suelo, en charcos coagulados. En el borde del banco de trabajo, en costras espesas. En la fosa, en regueros negros. Sobre las herramientas y los neumáticos, en salpicaduras secas.
Y por todas partes, huellas de pasos.
A simple vista, del 36.
Kasdan pensó: «Cambio del modus operandis». Los críos habían torturado y mutilado al mecánico antes de matarlo. Otra idea pasó por su mente. Tal vez habían procedido como de costumbre, perforando primero los tímpanos, pero la víctima había sobrevivido a las heridas. El corazón había continuado con su actividad. La sangre había corrido por el cuerpo y había salpicado por doquier.
Al fondo de la estancia, entre un gato y una pila de neumáticos, el cadáver mutilado estaba sentado en el suelo, con la espalda contra el muro y la cabeza caída. Prácticamente en la misma posición que Naseer. Salvo que el ex cantor tenía los brazos cruzados sobre el vientre. Kasdan se acercó. La víctima estaba encogida, hecha un ovillo dentro de una marea negra todavía fresca. El asesinato había tenido lugar hacía decenas de minutos…
Si bien captaba cada detalle, Kasdan se sentía acosado por visiones de pesadilla. Arterias cortadas de cuajo escupiendo su líquido. Músculos vibrando por los espasmos de la agonía. Un cuerpo vaciándose con frenesí. Los últimos estertores de un sacrificio humano.
De pronto, Kasdan sintió que ese era un punto crucial.
Un sacrificio.
Sangre derramada para Dios.
Volokine ya se había puesto los guantes. Con una rodilla en el suelo, en la frontera del charco, giró la cabeza de la víctima. Unos regueros negros chorreaban del oído izquierdo. Controló el otro lado. Idéntico. Confirmación. Lo habían asesinado por los tímpanos. Pero la técnica no había funcionado. Mazoyer había sobrevivido.
Eso no había detenido a los asesinos.
Se habían encarnizado con su víctima agonizante.
Volokine levantó el rostro de Régis. Le habían rajado la boca de oreja a oreja, una herida oscura que revelaba las puntas blancuzcas de los dientes en el fondo de las carnes seccionadas. De nuevo esa sonrisa abismal, atrozmente cómica, reminiscencia, como en el caso de Naseer y de Olivier, de la expresión sarcástica de un augusto desfigurado.
Pero esta vez toda la superficie del rostro había sido agredida a cuchilladas, hasta tal punto que parecía un campo arado. Revuelto. Como si hubieran hundido y girado el cuchillo en las carnes. Un golpe había deformado el lado izquierdo, hundiendo el ojo en una tumefacción de boxeador, mientras que el otro, a punto de salirse, estaba blanco y muy abierto.
Ahora Kasdan veía lo que parecía interesar a Volokine. El mono de trabajo del mecánico estaba apergaminado por efecto de la hemoglobina. La cremallera estaba abierta hasta el pecho. Los dos brazos, cruzados sobre el vientre, se confundían con un lodazal oscuro, en vías de coagulación. Lentamente, el ruso atrapó una de las mangas y tiró de ella. El muerto parecía aferrar un objeto contra su cuerpo.
No tuvo que hacer fuerza. El rigor mortis todavía no se había manifestado. El objeto apareció, pegado al vientre. El corazón del hombre. Oscuro. Brillante. No solo el mono estaba abierto sino también los músculos del tórax. O, más bien, músculos y cremallera se abrían en un mismo y único río negro.
Volokine no dijo nada. Parecía tan frío como un trozo de fiambre congelado. Kasdan tampoco reaccionaba. Habían atravesado un umbral sin retorno: todo lo que descubrían les parecía ajeno a la realidad.
Ajeno al mundo tal como lo conocían.
En el fondo, ni él ni el ruso estaban sorprendidos.
La explicación estaba garabateada, con letras de sangre, encima de la víctima:
crea en mí un corazón puro, oh mi dios
y renueva mi alma en el fondo de mí mismo
La letra. Siempre la misma. Ligada. Aplicada. Infantil. Kasdan pensó en un taller de dibujo o de papiroflexia, como los que se organizan en las clases de la escuela primaria.
Volokine seguía auscultando el cuerpo.
Palpando el torso, deslizando sus dedos por las carnes abiertas.
De pronto, saltó hacia atrás y cayó de culo en el suelo.
Kasdan desenfundó y apuntó con su arma, sin comprender.
Necesitó unos segundos para entender lo que pasaba.
El tono de un teléfono.
Sobre el cadáver.
Volokine examinó las manos de Kasdan: no se había puesto guantes. El ruso se mordió los labios. Se levantó. Palpó los bolsillos del muerto.
Encontró el aparato.
Abrió la tapa y escuchó.
Puso el móvil entre él y Kasdan.
El armenio aguzó el oído: risas.
Gorgoritos de niños entrecortados por ruidos de bastones.
La conexión se interrumpió.
Los dos colegas se quedaron paralizados.
Entonces oyeron el golpeteo, muy cerca.
Suave, furtivo, insistente.
Los niños-asesinos estaban allí, fuera.