Siguió hojeando. Listas escritas a máquina cuidadosamente ordenadas. Fechas. Lugares. Nombres con fonética española o eslava. Luego otras imágenes. Una criatura con las manos y los pies clavados sobre una placa de madera. Una niña pequeña con el brazo cortado de cuajo, el hombro al ras, de pie, desnuda, blanca, en una habitación aún más blanca.
Kasdan apareció detrás de él. Volo cerró el cajón.
—Larguémonos —murmuró el ruso—. Estamos en casa de un demonio. Pero el demonio está muerto.
El armenio iluminó el rostro de su colega. Lo que vio lo llevó a decir, en voz baja:
—Vale. No pasa nada. Nos…
—¿Anita?
Los dos hombres quedaron como piedras. Una voz acababa de retumbar. Descarnada, Asurada, amordazada. De pronto, las informaciones de Arnaud cobraban actualidad. Un anciano agonizaba en aquel santuario.
—¿Anita? ¡Vieja zorra! No me hagas esperar…
Retumbaron unos golpes. No en el suelo sino en las tuberías. Como si un carcelero caminara junto a las tuberías de la calefacción golpeándolas con su porra. Volokine trató de ubicar de dónde provenía el martilleo. El haz de su linterna zigzagueaba por la habitación captando nuevos detalles. Una chimenea. Unas armas suspendidas de un armero. Una cabeza de jabalí disecada.
TOM-TOM-TOM…
Impacto de plomo o de zinc. Resonaba en el caserón como en un monstruoso timbal sin afinar. Un vacío donde podían encerrarse todos los pánicos, todos los terrores de niño jamás exorcizados.
Los golpes cesaron. Volokine agarró a Kasdan por el hombro y murmuró:
—En el primero.
Kasdan se puso a la cabeza del equipo. Más allá del salón, un pasillo. Al final del pasillo, una escalera. Subieron los escalones. El polvo absorbía el ruido de sus pasos.
TOM-TOM-TOM…
La voz se escurría entre los golpes:
—Anita… cabrona… necesito… ¡palmaré!
Primer piso. Volo avanzaba por arenas movedizas. Aparte de los aterradores sonidos, un elemento le revolvía el estómago. Un miedo que surgía de un pasado indecible. Algo que lo habitaba y que nunca lo había abandonado. Era la magdalena de Proust pero en versión pesadilla.
TOM-TOM-TOM…
De pronto, lo supo. La voz. Esa voz cascada habitada por una cólera brutal le recordaba a su abuelo. El único recuerdo que tenía de ese hijo de puta era su voz. Aquella basura, cuando el vodka lo encendía, exhalaba una rabia pálida, odiosa, asesina… Volokine solo se acordaba de eso. Aquel rugido, aquel temblor en el fondo de su garganta, que presagiaba lo peor. Pero no recordaba el resto. Ni los golpes. Ni las humillaciones. Ni los castigos.
—¡ANITA!
La segunda puerta, a la izquierda.
—¿Qué hacemos? ¿Llamamos? —preguntó Volokine.
—Ya no vale la pena.
Kasdan cogía el picaporte cuando el hombre gritó detrás de la puerta:
—¡ZORRA! TE… TE… TE…
Entraron. Volokine había esperado cualquier cosa, sobre todo lo peor, pero lo que tenía delante le era simplemente familiar. Una habitación completamente desordenada. Ropa tirada en el suelo. Platos con comida rancia. Cucarachas corriendo encima. Paredes en sombra, con el mismo papel pintado de abajo, húmedo e hinchado. Todo iluminado por dos pequeñas lámparas de noche con reflejos cobrizos, brillantes como velas.
Una cama enorme, sumergida bajo mantas, sábanas arrugadas y almohadas amontonadas, llenaba la habitación.
El Viejo no estaba allí.
Y su voz había callado.
Volo tuvo una idea, pero Kasdan fue más rápido. Cogió las mantas y tiró de ellas de golpe. Un ser minúsculo estaba acurrucado boca abajo en el fondo de la cama. Parecía olfatear sus propias deyecciones. Aferrado a las sábanas, se sacudía con temblores rápidos. Para Volokine fue como levantar una piedra y descubrir una escolopendra, llena de patas, con el lomo resplandeciente.
Kasdan se agachó y le dio la vuelta. La cabeza de un muerto: pelada, labios hundidos, estriados con arrugas y pliegues; como una momia. Los ojos hundidos en el fondo de las órbitas, inaccesibles. Una piel como la de un pez, irisada por lo fina y translúcida. El muerto viviente balbuceó entre sollozos.
—Anita… Lo necesito… Lo necesito o la palmaré…
Kasdan se irguió.
—¿Qué le pasa? ¡O encontramos sus medicinas o lo perderemos!
Volokine no contestó. Se había equivocado. No era la voz lo que le resultaba familiar. Ni el dormitorio del anciano. Sino una ausencia misteriosa. En la voz. En el cuerpo. En la habitación. El mono. El mono desgarrador que destrozaba el corazón del viejo. Eso era lo que había percibido en el aire, en la casa, en aquella Nochebuena absolutamente desesperada.
La Bruyère necesitaba su dosis.
—No se mueva —murmuró.
Salió del dormitorio. Bajó rápidamente la escalera. Se perdió en las habitaciones demasiado grandes, demasiado oscuras, golpeándose contra los muebles y las puertas. Por fin encontró la cocina. Nevera. La luz surgió de los estantes. Sardinas viejas. Restos de pasta con salsa de tomate. Mantequilla. Quesos. Todo en cantidades minúsculas. Como para alimentar a un ratón.
Volokine se agachó y registró la cubeta de las verduras. Varias cajas metálicas. Abrió la primera: las jeringas. La segunda: la banda elástica para hacer el torniquete y cucharitas. La tercera: las bolsas de papel celofán. No necesitaba abrirlas para saber qué eran. La Seguridad Social no cubría el tratamiento del general.
El ruso sacó el material, luego calentó el agua en una cacerola hasta la ebullición. Colocó un colador en la cacerola y, dentro, las dos primeras cajas metálicas, improvisando una especie de esterilizador.
Metió las manos, cogió el colador, dobló el brazo y agitó el colador sobre el pliegue. Abrió una vez más la nevera y encontró medio limón reseco. Con la mano libre, cogió un sobre blanco de la última caja. Le temblaban los dedos. Un sudor helado, a pesar del vapor, lo empapaba desde la raíz del pelo hasta las uñas de los pies. El contacto con la droga. La proximidad del chute…
Debía aguantar.
Lo necesitaba.
Subió al primer piso. Tiró al suelo los papeles que cubrían un escritorio. Instaló el material. Se quitó el chaquetón. Se arremangó. El sudor le pegoteaba el pelo en el rostro.
—¿Qué coño haces, joder?
—Despierto al testigo. Nuestro hombre está con el mono, eso es todo.
—¿A su edad?
—Erección senil, abuelo. ¿No le suena?
Las convulsiones sacudían a La Bruyère, que seguía en posición fetal. El ruso abrió una de las cajas calientes con sus manos enguantadas. Cogió una cuchara, luego la papelina. Con un dedo, teniendo sumo cuidado, la abrió. El polvo estaba allí. Sus dedos temblaban, pero aguantó. Le parecía estar flotando por encima de sí mismo.
Allí había más de un gramo. No sabía si la heroína estaba cortada, pero optó por un tratamiento de shock. La dosis completa. Dejó la papelina abierta y luego corrió hasta el cuarto de baño. Necesitaba algodón. No encontró, pero descubrió gasas en el fondo de un botiquín lleno de medicamentos caducados. También encontró alcohol de 90 grados.
Volvió al dormitorio. El general, en las sábanas húmedas, seguía murmurando insultos incomprensibles; le castañeteaban los dientes. Volo cogió la cuchara. Dobló el mango. Exprimió el limón encima como si fuera una ostra. Espolvoreó el contenido de la papelina en el zumo.
Cogió una gasa y la colocó en un cenicero que había por ahí. Abrió la botella de alcohol, apoyó el pulgar en la abertura y empapó la gasa. Se palpó sus bolsillos, encontró el mechero y encendió la pequeña hoguera. La llama era suave, regular, azulada. Volokine transpiraba tanto que las gotas del sudor de su frente caían sobre el borde del escritorio.
Atrapó otra gasa. La metió en la mezcla caliente. Posó la cuchara con delicadeza y cogió una jeringa de la otra caja metálica. Eliminó las burbujas de aire accionando el émbolo varias veces, luego colocó la aguja en la gasa embebida, que actuaba de filtro. Tiró lentamente del émbolo. El veneno entraba, peligroso y deseable. Su mano temblaba.
—¿Quieres que lo haga yo? —preguntó Kasdan a su espalda.
—Ni hablar. —Rió con sorna—. No quiero corromper a la policía.
Su cuerpo vivía un tormento. Todo en él sentía la poderosa atracción de la jeringa. Como Ulises atado al mástil y oyendo el canto de las sirenas.
Cuando el émbolo alcanzó el tope, susurró a Kasdan:
—Sujéteme esto.
Volokine le pasó la jeringuilla y se acercó al esqueleto. Apoyó una rodilla en la cama. Deslizó sus manos bajo las axilas del anciano. Lo levantó lentamente, sin esfuerzo. El general no pesaba más de cuarenta kilos.
Los ojos del loco ardían.
—Tú no eres Anita.
—No soy Anita, abuelo, pero tengo lo que necesitas.
—¿Has preparado la inyección?
—Está lista. Muéstrame tus venas.
Volokine levantó la manga izquierda del pijama. El pliegue entre el brazo y el antebrazo reveló un entramado de costras y de venas negruzcas. Lo mismo en el derecho. El ruso apartó las mantas a un lado y examinó los pies del inválido. La situación no era mucho mejor. Capas de sangre acumuladas, venas infectadas y hematomas devorando la piel hasta el tobillo. Anita, la pensionista que debía de ponerle las inyecciones, era tan hábil en esos menesteres como él haciendo ganchillo.
Abrió la camisa del pijama. Nuevo horror. El torso del viejo estaba lacerado, lleno de tajos por todas partes. Arnaud les había advertido: La Bruyère se automutilaba desde hacía años. Imposible pinchar a ese granuja.
Volokine examinó los puntos de inyección más íntimos. Bajo la lengua. Bajo los testículos. Imposible. Aquel hombre era una completa infección. Un cuerpo que coqueteaba por todas partes con la gangrena.
Solo quedaba una solución.
Una cosa que nunca había probado. Ni en él. Ni en nadie.
—La jeringa.
La jeringuilla cayó en su mano. Espasmos. La heroína le quemaba los dedos. En un destello se vio a sí mismo con la aguja en la piel. Sentía ya los hormigueos de bienestar en la punta de sus extremidades.
—Aguántelo. Le voy a pinchar.
—¿Dónde?
—En el ojo.
—¿Te has vuelto loco?
—El chute de la última oportunidad. Un mito entre los yonquis.
—¿Y si le revientas el ojo? ¿O si la diña?
—Es eso o nos largamos.
Kasdan se puso a la derecha de la cama y agarró al espantapájaros por los hombros. El general tuvo una chispa de lucidez. Se le desorbitaron los ojos. Un velo amarillento, infectado, los recubría. Un líquido de fiebre y terror.
—No te muevas, abuelo. Dentro de cinco minutos me lo agradecerás…
El anciano aulló. Volokine le aplastó el rostro a un lado. Con el pulgar y el índice, le abrió con fuerza el ojo derecho. El iris y la pupila se arrinconaron al lado de la nariz, luego partieron en la dirección opuesta, como buscando un modo de huir. Volo acercó la aguja. Veía la red de capilares cerca del extremo superior de la nariz.
Apuntó. Contuvo el aliento. Deslizó la aguja en la córnea. Ninguna resistencia. Empujó más. El general ya no gritaba. Se había quedado bloqueado en su aullido, pasando a un castañeteo superagudo. El ruso empujó el émbolo y fue como si sus propias venas se vaciaran. Lejos, muy lejos en la periferia de su conciencia, percibió los puntos positivos. El blanco del ojo no se llenaba de sangre. La Bruyère no parecía sufrir. Y el globo ocular no le había reventado en la cara.
Contó hasta diez, luego retiró la aguja muy lentamente. No sabía qué sucedería. Un géiser de sangre. Mucosas líquidas saliendo de la herida. Pero no pasó nada. Volokine retrocedió, aturdido, con la jeringa en la mano, mientras el anciano se acurrucaba encogido entre las almohadas, inundado de sosiego.
Kasdan, que seguía sosteniéndolo, alzó la mirada:
—¿Qué tal?
Volokine sonrió. O creyó sonreír.
—No tan bien como él, pero…
—¿Cuánto tardará en hacer efecto?
—El caballo ya está poniéndole en onda la cabeza. Dentro de unos segundos estará a punto.
Volokine no mentía. Treinta segundos más tarde, el general abrió los ojos. Sus pupilas encogidas brillaban con un resplandor alegre, sosegado. Sus labios dibujaron una sonrisa.
—Estoy bien…
Concluyó la frase con una risita apagada que solo iba dirigida a él. Luego pareció volver a la realidad y tomar conciencia de los dos grandullones que tenía junto a su cabecera.
—¿Quiénes sois?
—Los Papás Noel —dijo Kasdan.
—¿Sois ladrones?
La Bruyère empezaba a emanar cierta dignidad. El tono de la voz, la posición de la nuca: todo en él cobraba carácter. El oficial emergía. El desecho humano retrocedía. Una tos violenta rompió el hechizo. Luego volvió a recobrarse.
—Santo Dios, ¿quiénes sois?
Volokine se inclinó sobre él:
—La policía, papá. Te hacemos unas preguntas y luego te dejamos celebrar la Nochebuena con tus papelinas. ¿Te parece bien?
—¿Preguntas sobre qué?
La voz era cada vez más dura. De pronto, el militar había recordado que toda su vida había dado órdenes.
—Hans-Werner Hartmann. Chile, 1973.
En un acto reflejo, el hombre cerró los faldones del pijama para ocultar sus cicatrices. Parecía un retrato pintado al óleo, cuarteado, reseco.
—Él no debe ver esto.
—¿Hartmann?
—No debe ver esto. La profanación del cuerpo es contraria a su idea del sufrimiento.
Kasdan se sentó en un extremo de la cama, a la izquierda. Volokine lo imitó, a la derecha. Dos hombres a la cabecera de un abuelo enfermo.
—Empezaremos desde cero —informó Kasdan—. 1973. Pinochet toma el poder. ¿Qué pasa con Francia?
—¿Por qué iba a decírtelo?
—Porque si no lo haces te mando a los Estupas mañana por la mañana.
—No pueden hacerme nada.
Volokine, del otro lado de la cama, se inclinó.
—También podríamos tirar tu pequeña reserva al retrete. Encontré tu escondite, cabrón.
El hombre se aclaró la garganta. Aire de nobleza. De coraje. De pronto, sus ojos aterrados se movieron con violencia.
—¿Los habéis visto?
—¿A quiénes?
—A los niños.
—¿Dónde?
—En las paredes. ¡Están en las paredes!
Los dos colegas se miraron.
—Año 1973 —prosiguió Kasdan—. Cuéntenos lo de Chile y nos largamos.
El anciano se hundió en las almohadas. Su rostro y sus hombros atravesaron varios ciclos rápidos. Terror. Bienestar. Dignidad. Se aclaró nuevamente la voz. El general regresaba.