—A Hartmann no le importaban nada los generales de Santiago. Del mismo modo que no le interesaban los avatares políticos del país. No. Lo único importante era la mirada de Dios posada sobre nosotros. ¡Lo único importante era nuestro combate contra el demonio!
—No veo la relación.
—Uno de los rostros del diablo era el comunismo. Había que salvar a los prisioneros descarriados. Hacerlos hablar, por supuesto, pero también purificarlos. Torturándolos, salvábamos sus almas. Les enseñábamos, por así decir, el diálogo con Nuestro Padre. Desgraciadamente, muy pocos sobrevivían. También ocurrían cosas muy raras en el hospital, pero nosotros no teníamos acceso a esas instalaciones. Los médicos habían reanudado sus viejos y queridos experimentos médicos de los campos de concentración.
Milosz se revolvió en su sitial y se oyó un extraño tintineo. Volokine se preguntó si el gordo no tendría el culo apoyado sobre esquirlas de vidrio.
—¿Cuánto tiempo estuviste en la Colonia?
—Viví su edad de oro, hasta 1979.
—¿Torturaste a gente en la Colonia? Quiero decir, ¿a los prisioneros políticos?
—Eso formaba parte del Agogé. Yo tenía diecisiete años. Había conocido el flujo. Era hora de descubrir el reflujo. Sí, infligí los mismos tormentos que había sufrido. Con indiferencia. Un crío no tiene puntos de referencia. Es el resultado de una educación. Los asesinos de Pol Pot en Camboya eran chavales. En Liberia, los niños jugaban al fútbol con las cabezas que ellos mismos habían cortado. —Milosz juntó las manos en una cómica actitud de rezo—. ¡Dios mío, perdónalos porque no saben lo que hacen!
—¿En qué circunstancias saliste de allí?
—Me escapé. No me persiguieron. Tenían cosas más importantes entre manos. La Colonia se había convertido en una verdadera fábrica de tortura. Estaban seguros de que la palmaría en el camino. O que los militares me detendrían.
—¿Cómo te las apañaste?
—Bajé hacia el sur, hasta Chiloé. Me embarqué con unos pescadores que navegaban bajo bandera australiana. Una vez en Adelaida, viajé a Europa.
—¿Y a continuación?
—Me prostituí. Había descubierto que el sufrimiento podía ser un negocio. Primero en Londres. Luego en París. Hice medrar mi pequeño negocio.
Volo trató de volver al meollo del asunto.
—Suponemos que la voz de los niños es una de las claves del asesinato de Goetz. Tal vez, el móvil principal. ¿Qué opinas?
—Hartmann realizaba investigaciones sobre la voz humana, pero se llevó su secreto a la tumba.
De pronto, Kasdan se enfadó.
—¡Santo Dios! Pero ¿qué buscaba?
—Nadie lo supo nunca. Cuando vivía en la Colonia, corrían rumores… Se decía que Hartmann había descubierto algo en la época de los campos de concentración. Algo a propósito de la voz. No sé el qué. Poseía grabaciones de ese período. También grababa nuestras sesiones de tortura. Se encerraba días enteros para escuchar aquellos alaridos.
Milosz hizo una pausa. Luego volvió a tomar la palabra en un tono más grave.
—No sé nada de vuestra investigación. No sé qué buscáis. Pero si la Colonia está implicada, ese secreto también lo está. Ese descubrimiento existió. Contaminó a todos los que se le acercaron. Es un secreto que puede matar y provocar una reacción en cadena. Incluso hoy en día.
—¿Hablas de la secta en tiempo presente?
El calvo sonrió con sus gruesos labios.
—Pichones míos, me parece que no os enteráis de nada.
—Si sabes algo, es el momento de hablar claro.
—La secta nunca se disolvió. Asunción sigue existiendo.
—¿Dónde?
—Se mencionó Paraguay. Las islas Vírgenes. Canadá. Pero yo creo que la hipótesis más delirante es la correcta.
—¿Qué hipótesis?
—Hartmann y su pandilla se han establecido en Europa. Aquí mismo, en Francia, para ser precisos. Al fin y al cabo, vuestro delicioso país es una tierra de tolerancia, ¿no?
Volokine echó una mirada a Kasdan y vio en sus ojos un estupor idéntico al que él mismo experimentaba. Aquello aclaraba de golpe un montón de aspectos del caso.
—¿Qué sabes de esa implantación?
—Nada. Y no tengo el menor interés en involucrarme. Pero la idea no es absurda. Centenares de sectas han prosperado en Francia. ¿Por qué no la Colonia?
—¿Quién la dirigiría?
—El rey ha muerto. ¡Viva el rey! El espíritu de Hartmann reina siempre. Entre sus «ministros», sin duda habrá uno que haya tomado el relevo.
Volokine reflexionó. Una secta fundada sobre la base del Mal y el castigo. Una comunidad que tortura niños e impone normas ilegales y maquiavélicas. Imposible. Hubiera oído algo en la BPM.
Una violenta náusea lo arrancó de sus reflexiones. Se sintió tan mal que casi no podía tenerse en pie. Sus músculos estaban agarrotados. Su pecho, aplastado; le parecía que se le partían las costillas. ¿El mono? Solo tenía una idea en mente: acabar con el interrogatorio.
—¿Tienes alguna pista para encontrar la Colonia? —insistió Kasdan.
—Ninguna. Y no encontraréis nada. Si la secta está en Francia, creedme que es invisible.
Volokine retrocedió hacia la puerta: tenía que salir de allí. Kasdan pareció darse cuenta del problema. Dio un paso hacia delante y provocó al coloso.
—Todavía les tienes miedo, ¿no?
—¿Miedo? Milosz nunca tiene miedo. Ya no pueden hacerle daño. Es imposible.
El amo del SM se apoyó sobre uno de los reposabrazos del sitial y de nuevo se oyó un entrechocar de cristales.
Volokine retrocedió, veía palpitar la escena a través de un velo oscuro.
—¿Qué creéis? ¿Que esa formación no me dejó huellas? El Mal habita en mí desde siempre, compadres. Pero estoy inmunizado.
Volokine alcanzó la puerta. Sentía en el aire la inminencia de una explosión, de una deflagración maléfica.
—Milosz no teme el Mal. Milosz es el Mal.
Con un rápido movimiento, abrió su capa negra. En su torso, grueso y desnudo, había multitud de ventosas de las de antaño. Globos de vidrio que le chupaban la piel, cada uno albergando una pesadilla muy específica: sanguijuela, escorpión, tarántula, abejorro… Una legión surgida directamente de un delirium tremens que devoraba sus carnes enrojecidas y sangrantes.
—¿Dígame?
—Soy Volokine.
—¿Quién?
—Cédric Volokine.
El teléfono había sonado doce veces hasta que descolgaron; nada extraño a las cuatro de la mañana. Al otro lado de la línea, un silencio, como amortiguado, envuelto en oscuridad y somnolencia.
—Joder… —dijo por fin la voz—. ¿Te has vuelto loco? ¿Has visto qué hora es?
—Estoy metido en una investigación.
—¿Y a mí qué coño me importa?
—Tengo que hablar contigo.
—¿De qué, por Dios?
—De las sectas en Francia.
—Y eso no puede esperar hasta mañana, ¿no?
—Ya es mañana.
Nueva pausa. Volokine lanzó una mirada convincente a Kasdan, como si estuviera lidiando con una caja fuerte a punto de ceder.
—¿Dónde estás?
—Delante de tu casa.
—No me lo puedo creer…
Era el momento de dar la estocada.
—Me lo debes, Michel. No lo olvides.
El hombre lanzó un hondo suspiro.
—Ahora te abro —gruñó—. Y no hagas ruido. Aquí todo el mundo duerme.
Volokine cerró el móvil de Kasdan, conectado a los altavoces. Iba a salir del coche cuando el armenio dijo:
—Espera. Quiero saber dónde estoy. ¿Quién es ese tío?
—Michel Dalhambro. De las RG. Participó en el grupo de estudios que identificó a las sectas en los años noventa. Ahora pertenece a una «misión de lucha contra los movimientos sectarios». Conoce el asunto a fondo.
—¿Por qué le has dicho «me lo debes»?
—Es una larga historia.
—Tienes tiempo de ponerme al tanto mientras él busca sus pantuflas.
Volokine tomó aliento. Las fechas, los hechos, en una síntesis.
—Fue en 2003. Los tipos de las RG tenían a una asociación en el punto de mira. No era una auténtica secta. Más bien un centro para niños con discapacidad mental, situado en Antony. Aplicaban terapias de orientación esotérica. En el léxico de las RG lo llaman un «grupo de sanación». Los dirigentes exigían sumas considerables a los padres y sus prácticas no parecían muy claras.
—¿Qué ocurrió?
—Dalhambro dirigió la investigación. Interrogó al director. Redactó un informe sólido, indiscutible. Según él, el tipo estaba absolutamente limpio.
—¿Eso fue todo?
—No. Un año más tarde, algunos padres hicieron una denuncia. No conseguían recuperar a sus hijos. El expediente llegó a mis manos, en la BPM. Fui al centro e interrogué al director. A mi manera. El tipo confesó.
—¿Qué ocurría?
—Subía en el coche a los pequeños retrasados, en grupos de dos o tres, y los llevaba a dar una vuelta por los aparcamientos. Los violaba. Los obligaba a tocarlo. Los filmaba. Si Dalhambro hubiera tenido olfato, se habría evitado que los críos padecieran esos sufrimientos un año más.
—Todo el mundo comete errores.
—Por eso hice pedazos su informe. Nadie en la PJ supo hasta qué punto Dalhambro se había equivocado. Desde entonces está en deuda conmigo. Cuando no tengo adónde ir a dormir, me acoge. Sé que en su casa siempre hay un plato de comida esperándome.
Kasdan abrió la puerta.
—Somos una gran familia —dijo con una amplia sonrisa.
Volo echó una ojeada al chalet.
—Esperemos que sea éste. Son todos tan parecidos…
Michel Dalhambro vivía en un pueblo estereotipado, en los alrededores de Cergy, compuesto por chalets absolutamente idénticos. De noche, las esferas de las farolas flotaban como si fueran lunas en miniatura. A lo largo de las alamedas, las casas con sus techos rojos y sus fachadas con revestimiento blanco rugoso, se sucedían hasta perderse de vista, como juguetes en una línea de fabricación.
La gente que vivía allí, ¿acababa viviendo, pensando y comiendo del mismo modo? ¿O era a la inversa? ¿Se habían reunido allí porque compartían los mismos valores e igual estilo de vida? Kasdan pensó en una monstruosa secta en la que el lavado de cerebro era imperceptible, invisible, indoloro. Un condicionamiento basado en la publicidad, los videojuegos, los centros comerciales. En cierto sentido, la clonación ya existía. La muerte allí no tenía relevancia. El ente, en el sentido filosófico del término, era una continuidad eterna que se reproducía superando toda individualidad.
Volokine golpeó suavemente la puerta. Parecía más animado. Sin embargo, llevaba varias horas sin comer ni fumar. Su comportamiento era un misterio. El chaval parecía sacudido por una serie de convulsiones íntimas, anticiclones, depresiones, y mejoras que solo eran asunto suyo. Pero la investigación parecía saturar su cuerpo y su espíritu. ¿Hasta el punto de barrer el mono?
Michel Dalhambro era un tío corpulento de estatura media; no había en su cuarentena ninguna señal significativa. Algo en él evocaba a un perrito caliente o a una hamburguesa. Su piel, entre aceitunada y cobriza, recordaba a la corteza del pan de la comida basura. Las facciones hinchadas por el sueño, barba de un día, una camiseta de la marca Champion y un pantalón de chándal demasiado corto que parecía un bombacho de zuavo.
Se llevó el índice a los labios.
—No hagáis ruido. Los chavales duermen arriba. Y quitaos los zapatos. Si mi mujer os ve, saca la escopeta y os echa.
Los dos colegas obedecieron. Franquearon el umbral y descubrieron que la clonación proseguía en el interior de la casa. Ni un mueble, ni un adorno de los que no hubiera miles de ejemplares en los otros chalets. Kasdan se tomó tiempo para observar aquel mobiliario comprado a plazos.
La estancia cumplía la función de salón y comedor. Al fondo, al pie de una escalera, dos sofás en «L» frente a la inevitable pantalla plana. Más hacia el centro, una mesa redonda rodeada de sillas formaba el comedor; una puerta que daba a la cocina. Librerías llenas de objetos exóticos más que de libros. Baúles, alfombras, cómodas llegados directamente de Ikea. Toques de color tan originales como la carta de ajuste del televisor.
—¡Cuidado con los regalos! —susurró Dalhambro.
Cerca del ventanal, un abeto parpadeaba, indolente, rodeado de paquetes plateados o variopintos. Kasdan se sintió molesto. Guirnaldas, estrellas, bolas centelleantes, todo parecía confitado en una gelatina de aburrimiento y trivialidad.
—¿Café?
Aceptaron con un gesto de asentimiento y se sentaron alrededor de la mesa, sin quitarse los chaquetones. Kasdan se dijo que ellos no eran mejores que los protagonistas de esa pequeña vida conformista. Tenían el tufo de la noche helada. Apestaban a mierda. Apestaban a la soledad y el abandono de los sin techo… y no tenían nada que hacer en aquella casa segura y reconfortante.
Dalhambro colocó sobre la mesa una bandeja con tres tazas humeantes.
—Digo yo que esa investigación podía esperar, ¿no?
Volokine deslizó un azucarillo en el café.
—Te he dicho que es muy urgente.
—¿Tiene que ver con el asesinato en Saint-Augustin?
—¿Estás al corriente?
—Lo dijeron en las informaciones de las ocho de la noche.
—Sí, tiene que ver.
—¿Y con la BPM?
—Olvídalo.
El ruso señaló un ordenador portátil colocado en un rincón de la mesa.
—¿Puedes hacer una búsqueda desde tu casa?
—Depende de lo que sea.
—¿Tú qué crees?
Dalhambro bebió el café de un trago y luego colocó el ordenador delante de él. Se puso las gafas.
—Tenemos un nuevo programa que censa a todas las sectas de Francia —murmuró. Tecleaba a una velocidad impresionante—. Cuidado, es un programa secreto. Con nuestro primer listado en los años noventa, solo tuvimos follones. En Francia, el culto religioso es un derecho libre y democrático. Hoy en día debemos hablar de «movimientos sectarios»… Y solo intervenimos en los casos de peso. Estafas, violaciones físicas, privación ilegal de la libertad…
Kasdan sintió una súbita curiosidad.
—¿Cuántas sectas hay en Francia?
—Los llamamos «movimientos espirituales». Su número es fluctuante. Depende de si tomamos en cuenta los grupúsculos satánicos y los grupos integristas islámicos. Pero diría que hay varios centenares. Por lo menos. Unas doscientas cincuenta mil personas implicadas.
Dalhambro alzó la vista por encima de sus gafas.