—Muy gracioso —dijo Kasdan—. ¿Qué relación guarda eso con Milosz?
—La discoteca era El Gato de las Nueve Colas.
—Muy fuerte. Y por supuesto, tú sabes qué significa ese nombre, ¿verdad?
—Un símbolo de la práctica de BDSM. Un látigo con varias correas, cada una con un nudo en la punta. Se dice que los piratas los usaban para castigar a los indisciplinados. El condenado debía hacer cada nudo él mismo. En el mundo BDSM, practicar el «gato de las nueve colas» tiene su relevancia. Implica un nivel superior en la escala del dolor.
—Veo que estás inspirado. ¿Qué quiere decir BDSM?
—Es un acrónimo.
Bondage.
Dominación. Sado-Masoquismo. Pero también se puede leer como Sumisión, Disciplina… Más o menos ya ve de qué se trata.
—¿Qué es el
bondage
?
—El arte de las ataduras y la inmovilización. ¿Nunca ha leído uno de esos cómics en los que atan a las chicas y las martirizan?
—Hace mucho tiempo.
—Vale. Lo que hay que saber es que el BDSM no es como el SM. Es mucho más seguro. Menos doloroso.
—No veo el matiz.
—El BDSM se basa en prácticas seguras y consentidas. Ritos de humillación y de dolor, pero superficiales. El SM es más duro. Ritos de sangre. Torturas. Y también, a veces,
no limit.
El armenio recuperó su sonrisa.
—Yo soy el viejo y tú el maestro.
Volokine sonrió a su vez.
—Vaya por el boulevard Périphérique hasta la porte de La Chapelle. Directo hasta el boulevard Rochechouart. Luego, coja a la derecha. En dirección a l’Étoile. En la place Clichy, gire a la izquierda, al distrito 9.
Kasdan abrió la boca para hacerle saber a ese niñato que hacía cuarenta años que recorría París, pero se calló. Más valía no ser demasiado severo. El chico había pasado por una experiencia muy dura hacía solo una hora. El contacto con la heroína. La manipulación del chute. Y también algo más que el armenio no lograba definir. Había salido adelante como un buen soldadito, pero no había salido indemne.
—¿Conoces a Milosz?
—De vista. En realidad se llama Ernesto Grebinski. Está fichado en la BPM.
—¿Le va la carne fresca?
—No. Pero han pillado a menores varias veces en su discoteca.
Pain-sluts
que tenían menos de dieciocho tacos. Nada que ver con la pederastia.
—¿Puedes explicarme que significa
pain-sluts
?
—Son criaturas que gozan exclusivamente con el dolor.
—Y ese sobrenombre… Milosz, ¿por qué?
—Ni idea. Suena eslavo. Brutal. El tío es legal, a su manera. Se mantiene dentro de los límites estrictos de su territorio. Camas redondas. BDSM. Hace daño a la gente, y la gente le paga por eso. Fin de la historia.
—¿Nunca se mete en la tendencia dura? ¿En SM?
—Es posible que organice veladas especiales. No lo sé.
—Habría que acabar con todas esas guarradas.
—Para que haya delito debe haber denuncia. Aquí hablamos de adultos: mayores de edad, vacunados, que han dado su expreso consentimiento.
El metro a cielo abierto, en el boulevard Rochechouart, estaba a la vista. Kasdan torció a la derecha y pasó junto al inmenso arco que parecía una colosal estructura que sostenía a la noche. El armenio pensó en el titán Adas, condenado a llevar el cielo en sus hombros. A las tres de la mañana, el bulevar estaba absolutamente vacío.
En la estación del metro Blanche, Volo ordenó:
—Gire a la derecha.
Rue Blanche. Rue de Calais.
—Vale. Es allí. Aparque. Más vale que no nos tomen por mirones.
Kasdan obedeció. El muchacho empezaba a hartarlo con tantas órdenes y explicaciones. Salieron del coche al mismo tiempo. Una llovizna helada flotaba en el aire. Las lámparas de sodio destilaban un halo pigmentado. La noche de Navidad se corroía, se esponjaba bajo el efecto de la lluvia ácida.
En El Gato de las Nueve Colas no había letrero ni logotipo. Solo una puerta negra con una aldaba de cobre y una mirilla.
—Déjeme a mí —murmuró Volokine.
Cogió la aldaba y golpeó la puerta a la antigua usanza, como si fuera el portal del castillo de Drácula. Inmediatamente, la mirilla se abrió. Una minúscula rejilla de mallas tupidas.
—¿Tienen la tarjeta del club? —preguntó una voz.
—Claro.
Volokine plantó su placa contra la mirilla. La puerta se abrió. Un coloso se erguía en el umbral. Era más alto que Kasdan, lo que sorprendió al armenio: no estaba acostumbrado a mirar al resto del mundo en contrapicado.
—No pueden entrar —dijo el cancerbero con una voz curiosamente aguda—. En plena noche no tienen ningún derecho. Conozco la ley.
El ruso abrió la boca, pero Kasdan intervino.
—La ley existe. Y también sus vueltas. Si no entramos ahora, te prometo que mañana os joderemos vivos. Palabra de poli.
El gigante, de impecable traje cruzado, cambiaba constantemente el peso de un pie al otro y golpeaba con nerviosismo el puño derecho en la palma izquierda. Su pulsera centelleaba a la luz de las farolas.
—Debo dar parte al propietario.
—Da parte, macho. Precisamente queremos verlo a él.
El hombre sacó su teléfono móvil sin perder de vista a los visitantes.
—Tengan la bondad de decirme sus nombres y jerarquías, por favor.
Kasdan y Volokine soltaron una carcajada. Fue una risa nerviosa, demasiado ruidosa; un vano intento de alejar un poco el peso de aquella noche que los oprimía.
—Dile solo: Hartmann —dijo por fin el armenio.
—¿Quién es ese? ¿Uno de ustedes?
—Hartmann. Él lo entenderá.
El hombre se dio la vuelta y habló por el móvil. Sus hombros eran tan anchos que cubrían completamente el vano de la puerta.
Volokine no paraba de moverse.
—Tranquilízate —le dijo Kasdan en voz baja.
—Estoy tranquilo.
Después de la visita al viejo drogadicto, Volokine parecía una carga de Semtex con un minutero aleatorio. Un chisme que podía estallar en cualquier momento.
El segurata se dio la vuelta y se hizo a un lado.
—Tengan la bondad de entrar —dijo, cediéndoles el paso y echando el cerrojo detrás de ellos. Luego se adelantó y avanzó por el sombrío vestíbulo—. Síganme.
Se detuvieron delante de una nueva puerta de acero. Tenía un pestillo de seguridad y un sistema de cierre electrónico. El portero tecleó un código y manipuló un tirador oscilante que recordaba al de la puerta de una nevera.
Detrás de ese umbral empezaba el infierno.
Todo era rojo.
Rojos los muros y el techo del pasillo, de donde colgaban portalámparas. Rojas las bombillas, que difundían una luz mate, fría, con cierta contención en el brillo. Rojas las sombras. Los fragmentos de rostros. Los destellos de esposas, de cadenas, de clavos. Rojas, por fin, las celdas que se abrían a ambos lados del pasillo, exhibiendo, con el fondo de los ladrillos del muro, los cuerpos castigados en sus moldes de cuero. Pequeños infiernos muy bien acondicionados que parecían comprimirse por el calor, los olores del sudor y los excrementos.
Como todos los policías parisinos, Kasdan había tenido la oportunidad de hacer incursiones en los bares de intercambio de parejas o en las fiestas privadas con tendencia SM. A veces terminaba la noche con sus colegas en un club de sexo libre, porque sí, por hacer el tonto. En aquella época le parecía divertido. Esa noche no le hacía ninguna gracia. En absoluto.
Lo primero que vio fue una mujer con las manos en la espalda, encadenada a una tubería. Tenía una mordaza de bola en la boca. Kasdan se detuvo. Tenía el cabello y las cejas decolorados, como si fuese albina. Kasdan se acercó para comprobar la autenticidad de un detalle. Sus ojos eran heterocromos. Uno claro, el otro oscuro. Recordó a ese cantante de rock que lo fascinaba: Marilyn Manson. Bajó la mirada. Una de las piernas de la mujer estaba presa en un aparato ortopédico de metal que le comprimía las carnes hasta hacerlas sangrar. Intuyó que el aparato no cesaba de apretar, aumentando poco a poco el sufrimiento.
Volokine lo sacó de allí tirándole de la chaqueta. Prosiguieron su camino y pasaron junto a unos distribuidores de Kleenex y de preservativos. Otra escena, en una alcoba, captó su atención. Dos criaturas enfundadas en ajustados monos negros se movían lentamente, cual felinos de látex; una mezcla indiferenciada de extremidades tornasoladas. Las dos sombras llevaban máscaras de piel. Imposible definir su sexo. Desde más cerca se podía ver que una de las siluetas estaba colgada del techo, en posición sentada, brazos y piernas abiertos, mientras que la otra estaba agachada entre sus muslos, en actitud de espera.
De pronto, la sombra agachada retrocedió y alzó su puño ensangrentado. El gesto fue tan brutal que Kasdan y Volo retrocedieron al unísono, como si un diablo hubiera surgido de la figura que se arqueaba al final de las cadenas, gimiendo tan fuerte que Kasdan tuvo miedo de que se ahogara bajo la máscara de cuero. Pero el armenio se dijo que aquello no era asunto suyo. Estaba allí por otros motivos.
—Densa, la noche —murmuró Volokine.
El portero de traje cruzado avanzaba tranquilamente, como si fuera el guía en una visita a un castillo del Loira. Pasillo de cemento desnudo, tuberías que discurrían a lo largo de los muros, armaduras de metal. El propietario del lugar había recreado un sótano pero sin el olor a moho ni a polvo. En esa galería estrecha flotaba un fuerte olor a almizcle mezclado con el tufo de las deposiciones humanas. Kasdan no pudo evitar pensar: «Con todos esos culos al aire…». También percibía lejanos efluvios de lejía.
El guía giró a la derecha, enfilando un nuevo pasillo. La luz roja disminuía dando paso a una semipenumbra. Otros nichos. Kasdan ya no miraba. Esa mierda lo distraía, menguaba su capacidad de concentración: debía estar en forma para hacer frente a Milosz.
El tintineo de las cadenas hizo que, a su pesar, se diera la vuelta. Una cámara se abría a la izquierda. Más ancha, del tamaño de un garaje. Pero en vez de un coche había un ancho colchón en el suelo. Encima, dos amantes parecían haber encontrado la horma de sus zapatos, que era cuanto llevaban puesto, y se retorcían en la posición del 69, trabados con cadenas: escarceos casi triviales en semejante lugar. Pero la escena hacía suponer que algo peor se fraguaba en la oscuridad. Kasdan escrutó las tinieblas. Al fondo había una mujer en cuclillas. Con la falda levantada, orinaba suavemente observando cómo la pareja retozaba.
Percibía el susurro de la orina que se expandía por el suelo y se mezclaba con el tintineo de las cadenas. La mujer, sentada sobre sus talones, estaba blanca como una aspirina. Con los ojos fuera de las órbitas, parecía a punto de desvanecerse. Se bamboleaba con pequeñas sacudidas, al ritmo de los amantes que yacían en el colchón. El armenio creyó que estaba masturbándose, pero vio su vientre pálido y comprendió. Con la mano entre las nalgas, se cortaba con una cuchilla de afeitar, a golpes secos, como si sufriera un prurito y se encarnizara con su vulva. En la oscuridad, el charco de orina se teñía de sangre oscura.
Kasdan se sentía totalmente desbordado. Y, al mismo tiempo, esas perversidades emanaban una curiosa familiaridad. Desde su jubilación, nada había cambiado. El hombre seguía como siempre, podrido hasta la médula. El
Homo
erectus
, el de todos los días. Como para confirmarlo, se cruzó, en aquel pasillo plagado de Kleenex sucios, con gente corriente vestida de civil: parásitos, mirones o simples curiosos que llevaban linternas y parecían muy interesados en todo lo que allí ocurría.
Volokine lo empujó hacia la sala siguiente. Una piscina. Una habitación embaldosada daba a un estanque rectangular que desprendía burbujas de vapor de nuevo de color rojo. Entre los jirones de bruma se percibían cuerpos que se abrazaban, se masturbaban, se lamían en una especie de lacería indescriptible.
Kasdan esperaba que el agua estuviera roja debido a las luces de neón del techo. Más que por sangre, habría apostado por esperma, orina y excrementos; esos tufos repugnantes se imponían sobre el olor a lejía. Era como si los desagües humanos se hubieran liberado de sus compuertas. Expulsando sus deposiciones y sus olores, los orificios más oscuros recordaban que el placer brotaba de allí y de ningún otro sitio.
Monitores de natación, con bañador, capucha, chaleco de cuero y collar de púas, vigilaban a los nadadores. Kasdan se concentró en los rostros que flotaban. Los ojos. Las bocas. Se preguntó si esa gente se conocía de antemano. Si se habían hablado antes de entrar en combate. Esos nudos de carne se enroscaban en nombre del placer, pero él no podía evitar distinguir, bajo los cuerpos, la tragedia. La apetencia de muerte.
La banda sonora era un poema. Gritos, quejidos, gemidos mezclados con fulgores neometal y cadencias disco. El conjunto creaba una especie de ritmo sordo, obsesivo, que recordaba el martilleo de las galeras romanas. La analogía parecía aún más justa dado que los monitores llevaban látigos que usaban cada tanto, para animar a sus «galeotes».
—Joder —murmuró Kasdan—, ¿qué coño hacemos aquí?
Había hecho la pregunta con voz de asfixiado. Se volvió hacia Volokine. El chaval parecía aún más enfermo que él. El guía volvió sobre sus pasos. Lucía una gran sonrisa, feliz de tomarse su pequeña venganza dejando sin habla a ese par de polis bocazas.
—Hemos llegado —dijo, con su voz de cotorra.
—Pasad, compadres. Veo que esta noche es Navidad hasta para los mayores.
Volokine entró en el despacho de Milosz y se sintió aliviado. Durante la visita le había sobrevenido un malestar violento. Un trastorno que no tenía nada que ver con la cercanía de la droga, sino con un estrato oculto de su personalidad. Esas visiones de torturas y de actos sexuales contra natura lo agitaban, como ocultas arenas en su interior. Profundidades que no llegaba a identificar. Siempre ese agujero negro… Solo percibía los síntomas. Señales externas que se alejaban siempre de la fuente. «La neurosis es la droga del hombre que no se droga…»
El ruso se pasó la mano por el rostro y se concentró. Nunca había estado en esa habitación. Muros desnudos, forrados con vinilo blanco. Suelo de linóleo rojo cubierto a su vez por un plástico transparente: como si fueran a cargárselos y a envolverlos luego con el plástico.
Milosz estaba sentado al fondo, en un sitial de madera oscura, sobre una tarima de un metro de altura. El anfitrión, macizo, estaba envuelto en una capa negra. De esa pesada toga surgía tan solo una cabeza completamente calva, sin cejas, en la que habían dibujado groseramente los rasgos de un plácido bulldog. Un cruce de Nosferatu y shar pei. Por encima de su pálido cráneo, el respaldo del sitial, con figuras esotéricas talladas, daba el último retoque a la imagen de amo y señor SM.