Las ideas empezaban a solaparse en su mente. Había imaginado desde el principio una venganza infantil. Chicos que se habían aliado para matar a los que habían hecho daño a los suyos.
Pero ¿y si era al revés?
¿Y si esos niños pertenecían a las tropas del Ogro?
Algunos indicios apuntaban a favor de esa teoría. Los zapatos. La ropa de los chavales. La utilización de la madera de la Santa Corona. Todo hacía pensar en una secta retrógrada. Por no hablar de la técnica de los asesinatos, las mutilaciones, que evocaban una mística depravada. ¿La secta del Ogro? En ese caso, el amo y señor enviaría a los niños a eliminar a sus propios centinelas. ¿Por qué razón?
Cinco y media de la tarde. Todavía sin noticias de Kasdan. Volokine emprendió su segunda misión «oficial». La búsqueda de los exiliados amigos de Goetz. Los chilenos del entorno del régimen que habían emigrado a Francia a finales de los años ochenta.
Marcó el número de Velasco, quien precisamente estaba a punto de llamar a Kasdan. Había puesto sus archivos patas arriba y había encontrado tres nombres. Reinaldo Gutteriez. Thomas Van Eck. Alfonso Arias. Tres presuntos verdugos que, como Goetz, habían elegido Francia y habían sido acogidos por el gobierno de aquel momento.
Nueva llamada. Con los nombres y la nacionalidad de los ciudadanos chilenos, era fácil seguirles la pista en los archivos informatizados de los visados. Solo había un problema: era domingo y era Nochebuena. Volokine se puso en contacto con las amigas que tenía en el Estado Mayor y recurrió a su voz aterciopelada. Las chicas efectuaron la búsqueda. Los cuatro chilenos, incluido Goetz, habían llegado a París en el mismo vuelo, el AF 452, el 3 de marzo de 1987.
Volokine les pidió que los rastrearan desde su llegada a través del Servicio de Inmigración. Departamento de permisos de residencia. Inmediatamente surgió una anomalía: Wilhelm Goetz había acudido efectivamente a «fichar» al cabo de tres meses para obtener su permiso de residencia, pero los otros tres chilenos se habían eclipsado. Ninguna solicitud de permiso. Ninguna renovación del visado. Nada.
De modo que ese trío había abandonado el territorio francés. Eso también era fácil de verificar. Pero Volokine se encontró con una nueva sorpresa. Los verdugos no habían franqueado las fronteras del Hexágono. ¿Adónde habían ido? ¿Disfrutaban de un régimen especial? El ruso se había puesto en contacto con el Quai d’Orsay. Para nada.
No había imaginado que surgiría un misterio por ese lado. Tres hombres aterrizan en suelo francés en 1987. No abandonan el territorio. Sin embargo, ya no están en Francia. ¿Dónde están? ¿Cambiaron de nombre? Era imposible imaginar que esos tres chilenos, recién llegados a París, tuvieran contactos tan importantes como para obtener de inmediato una nueva identidad. A menos que contaran con una ayuda interna: un apoyo discreto y eficaz del Estado. No. Demasiado cogido por los pelos. Los muy zorros ni siquiera habían solicitado el régimen de «refugiado político». Se habían marchado a otro sitio. ¿Adónde?
Seis de la tarde.
El ruso intentó localizar a Kasdan. Contestador. Dejó un mensaje, luego se levantó. Pagó. Salió a la avenue de Versailles. No soportaba más ese tugurio saturado de ruidos de ametralladoras. ¿Qué hacer? Había oscurecido, lo que resaltaba las delicias de la Navidad. Bajo las luces navideñas, la gente avanzaba con premura, como si una sirena hubiera anunciado un bombardeo inminente. Se acercaba la hora fatídica. El umbral terrible de la Nochebuena.
Pensó en el Pavo Frío. ¿Cómo celebrarían la Navidad los zombis del centro? ¿Comiendo pavo frío? Quizá. Pero, sobre todo, de postre saborearían un buen pastel de «chocolate»…
Volokine se permitió un capricho como cena de Nochebuena: una crepe de Nutella. Caminó hasta la parada de taxis de la Porte de Saint-Cloud. Rebuscó en los bolsillos. Todavía le quedaban unas decenas de euros. Pero no sabía adónde ir. Cuando entró en el coche, tuvo una revelación. En una investigación, cuando te bloqueabas, debías tomar distancia.
Había llegado el momento de dejar de lado lo concreto y pasar a los conceptos.
Abandonar los asuntos materiales por la abstracción.
Sonrisa.
Sabía hacia dónde alzaría el vuelo.
—¡Querido Cédric! ¿Cómo van tus cosas desde la última vez?
—Muy bien.
—¿Por fin te has decidido?
Volokine sonrió.
—No, profesor, vengo a verlo por otro motivo.
—Pasa.
El anciano retrocedió para que el ruso entrara en su silencioso y plácido consultorio de la rue du Cherche-Midi. Eran las seis y media de la tarde, pero el profesor no parecía tener prisa por ir a celebrar la Nochebuena. Como siempre, vivía fuera del tiempo, fuera del espacio. Su espíritu habitaba un lugar extraño, inefable; a Volokine le fascinaba.
En su primer año en la BPM, el joven policía había mostrado gran interés por la psicología infantil. Había leído todos los libros que caían en sus manos, estudiado diversas escuelas, entrevistado a terapeutas. Volo tenía un
feeling
natural con los chicos, pero quería conocer a fondo la teoría, los engranajes secretos de la inocencia infantil, más compleja, más volátil aún que la psique de los adultos.
Un día, Volokine se había topado con un artículo a propósito de la terapia del grito primario. El método databa de los años sesenta y tenía algo de la libertad del Flower Power. Arthur Janov, el creador de esa terapia, pretendía que era posible, mediante una serie de preguntas, lograr que la psique remontara hasta el momento del nacimiento y de los primeros traumas. Entonces uno tenía que gritar. Gritar su sufrimiento. Gritar su nacimiento. Si Volokine había comprendido bien, se gritaba por dos razones. Primero, porque uno había remontado a la violencia original: «llegar al mundo». Pero también porque ese grito, que brotaba del fondo de la garganta, provocaba un nuevo dolor, físico, insoportable… Solo entonces, cuando se había expectorado ese sufrimiento dentro del sufrimiento, ese grito contenido en el grito, uno se liberaba. Se convertía en un hombre «real», que ya no mantenía una relación esquiva, simbólica, neurótica con el mundo…
A Volokine aquella técnica le había apasionado. Como a otros antes que él. Sobre todo en el mundo del rock. John Lennon había practicado el grito. El grupo Tears for fears (con lágrimas, sin miedos) había escogido su nombre en homenaje a Arthur Janov. En cuanto al psicodélico grupo Primal Scream, su nombre era explicación suficiente. Su álbum
XTRMNTR
, del año 2000, había cambiado literalmente la vida de Volokine.
En París existía un especialista que practicaba el grito primario: Bernard-Marie Jeanson, psiquiatra, psicoanalista. El hombre ponía en práctica ese método con los niños y sobre todo con adolescentes que habían vivido una experiencia traumática. Según él, se podía acceder así a un segundo nacimiento. Exteriorizar el shock para empezar desde cero con una psique purificada…
Volokine había pasado horas escuchando al profesor y sus relatos, que realmente se salían de lo común. Jeanson afirmaba que había tenido que ponerse tapones en los oídos en el momento crucial del grito, cargado de sufrimiento. Un dolor insoportable que podía destrozar a quien lo escuchaba. También contaba que algunos pacientes, después de haber gritado, se acurrucaban en el suelo, llorando, y no podían hacer otra cosa que balbucear como un bebé…
El poli entró en el oscuro despacho y, como siempre, tuvo la impresión de encontrarse en el fondo de una garganta humana.
—¿Estás seguro de que no quieres empezar una sesión?
—No, profesor. Hoy no, lo siento. Tengo que hablar con usted de un tema especial.
Desde que se conocían, hacía tres años, Jeanson le insistía en que probara la técnica del grito. El joven ruso, según el profesor, la necesitaba con «urgencia». Volokine sabía que necesitaba eso y muchas cosas más, pero se negaba. La idea de movilizar sus estructuras profundas lo angustiaba. Aun si sus cimientos estaban podridos, aun si su equilibrio psíquico se basaba en la alternancia de los períodos en los que se drogaba y los vanos intentos de desengancharse, aun si a ese ritmo no duraría mucho, no quería mover nada. Cualquier cosa era preferible a volver al pasado y regresar al trauma de origen que había olvidado. Esa zona opaca que lo acechaba.
—Entonces, siéntate y cuéntame.
Volokine se tomó su tiempo. Le gustaba aquel lugar. Esa pequeña habitación de parquet oscuro y paredes blancas, cuyos únicos elementos decorativos eran una minúscula chimenea y una librería consagrada al psicoanálisis y la filosofía. Completaban el cuadro un escritorio con el barniz cuarteado, dos sillones con los reposabrazos gastados, y una cama: el famoso diván para las sesiones de análisis.
Jeanson abrió un cajón y sacó un puro: un Montecristo.
—¿Te molesta?
Volokine negó con la cabeza; conocía el ritual. El habano sería el único lujo que se permitiría el profesor aquella Nochebuena.
—Bien —preguntó con voz suave, mientras cortaba el extremo del puro—, ¿qué quieres?
—He venido a hablarle de coros. Coros de niños.
—La voz de los ángeles. El súmmum de la pureza.
—Exacto. ¿Qué puede decirme sobre esas voces, sobre esa pureza?
Jeanson no respondió. Encendió el Montecristo haciendo que brotaran llamas con cada bocanada. El puro parecía la antorcha de un campo petrolífero.
El psiquiatra echó la cabeza atrás y distribuyó una densa nube por encima de él. El humo era pesado y lento. Pintura azul diluyéndose en el agua.
—Es muy simple —dijo en voz baja—. La tesitura de la voz de los niños es pura porque su espíritu es puro. Estoy simplificando, por supuesto. La psique de los niños no es más pura que la de los adultos, pero el deseo, en su versión consciente, sexual, todavía no se ha manifestado. Por eso los niños son ángeles. Los ángeles no tienen sexo. Luego, todo cambia. El niño descubre el deseo. Su voz se vuelve grave. En cierto modo su alma toca tierra…
El mecánico, Régis Mazoyer, había dicho eso mismo pero con sus propias palabras.
—¿Existe una explicación fisiológica para ese fenómeno?
—Por supuesto. En la edad de la pubertad, la testosterona, la hormona masculina, aflora. Las cuerdas vocales se alargan. La laringe se ensancha. Como es normal en acústica, el estiramiento de las cuerdas las hace vibrar más lentamente y por lo tanto emiten sonidos más graves. Imagina un violín que se transformara en violonchelo —dijo con una pequeña sonrisa—. En cierto modo, lo que cambia la voz es la aparición del deseo. El sexo transforma al ángel en simple ser humano.
Volokine volvía a ver a Régis Mazoyer, el mecánico con los guantes de fieltro. Un ángel que había tocado tierra. Un hombre que no le había dicho toda la verdad…
—De una manera más general —continuó Jeanson—, la voz traduce nuestro cuerpo. Y nuestra alma. Es un vehículo, ¿comprendes? Por esa razón está en el centro del psicoanálisis. El psicoanálisis consiste en identificar antiguos traumas reprimidos, pero esa toma de conciencia no es suficiente. Para que la mente se libere hay que «decir» el trauma. La voz tiene un efecto catártico, Cédric. Es el «gran vehículo», como se dice en el budismo. Tomar conciencia. Ponerle voz. Esa es la única «vía» para ser libre. A ti, hijo mío, te iría muy bien intentarlo.
—Ya hemos hablado de eso.
Jeanson exhaló una bocanada digna de un tren de vapor.
—Yo hablé. Tú no dijiste nada.
—Profesor —sonrió Volokine—, tengo tanto en las tripas que si me soltara, provocarían…
—La catarsis absoluta.
—O la muerte súbita.
—¿No correrías el riesgo?
—Por el momento no.
—Reprimir los traumas solo conduce a la depresión. El alma humana se comporta exactamente igual que el cuerpo. Si los mecanismos naturales de defensa no consiguen rechazar a un elemento extraño, la podredumbre está garantizada. La gangrena…
—Vale, esperaré a la amputación.
—Estoy hablando de tu psique. No puedes deshacerte de ella.
—Volvamos a los coros. ¿Ha investigado ese tema?
—En ciertas épocas, sí. Incluso escribí algunos libros.
—¿Comprensibles?
—No mucho. Pero trabajé sobre el asunto. Entrevisté a directores de coros. Asistí a conciertos, ensayos… Lo que me interesaba era la relación entre la voz y la fe. Primitivamente, el culto cristiano no aceptaba el arte vocal. La voz humana es el instrumento privilegiado para vincularse con el Altísimo. La palabra «religión» viene del latín
religare
que significa «vincular». La voz está en el núcleo de toda liturgia.
De pronto a Volokine se le ocurrió que Jeanson había conocido a Wilhelm Goetz. Formuló la pregunta al azar.
—Lo conozco, sí —respondió el anciano—. Un hombre encantador. —Soltó otra bocanada con un ruido propio de una válvula de escape. El aire se tornaba irrespirable—. Pero no me parece una persona muy fiable. En absoluto.
Esa coincidencia ratificaba la convicción de Volokine; debía hacer caso a su intuición, siempre. Frunció las cejas, para parecer un poco mayor, y dijo:
—Wilhelm Goetz acaba de ser asesinado y yo investigo el asesinato.
El médico guardó silencio. Apenas se lo veía tras su muralla azulada.
—¿Un caso de vicio? —preguntó por fin con la voz enronquecida por el efecto de sus inhalaciones.
—Es lo que creí al principio. Ahora pienso que lo que está en juego es su trabajo de director de coros. Un caso complejo que aúna religión, castigo y voz humana.
—¿Sabías que había escrito un libro?
—No.
Jeanson se levantó y fue hasta la librería. De espaldas parecía una vieja raíz gris a cuyo tronco le había caído un rayo y aún humeaba. Volokine se sentía satisfecho. Había ido a ver al especialista casi como una distracción y esa distracción había devuelto la pelota al centro del campo.
El psiquiatra dejó en el escritorio un pequeño libro gris: el tipo de libro en el que uno tiene que cortar las páginas. Volokine lo cogió y se dijo que había registrado mal la casa del organista. Sin duda Goetz poseía varios ejemplares.
El título, en letras negras, decía:
Ricercare,
el sentido oculto de una ofrenda.
—Es un libro consagrado a la
Ofrenda
Musical
de Juan Sebastián Bach, ¿la conoces?
—Sí. No olvide que fui pianista.
—Y también campeón de
muay
thai.
Eso es lo que me gusta de ti, Cédric. Todas esas promesas.