El orígen del mal (36 page)

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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, policíaca

BOOK: El orígen del mal
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—¿Un progreso? ¿La eliminación de cientos de miles de personas?

Un ruido apagado. Quizá un vaso de agua colocado sobre una mesa. Volokine, sin dejar de escuchar, cogió las hojas que el israelí había dado a Kasdan. Entre ellas una fotografía de Hartmann. Un rostro aterrador. Ojos negros, hundidos, pómulos prominentes, cabello espeso y tupido. Esa calavera hacía juego con la voz chillona.

—Usted mira las cosas desde un ángulo equivocado, señor Jakobson.

—Me llamo Jackson.

—¿Está seguro?

—¿Qué quiere decir?

—Creía que era usted judío.

—¿Por qué?

A Hartmann se le escapó una breve risita. Una especie de siseo como el silbido de una serpiente.

—No lo sé. Su andar, su actitud… Percibo ese tipo de cosas.

—¿Me está diciendo que «percibe» a los judíos?

—No me malinterprete. No soy antisemita. Mientras permanezcan en su lugar y no se inmiscuyan en la pureza de nuestro linaje, no me molestan.

—Y en los hornos, ¿tampoco le molestaban?

El psiquiatra no había podido evitar esa frase. Entre los chisporroteos de la grabación, su repulsión era palpable. Después de un silencio, el alemán respondió:

—Usted carece de sangre fría, Jakobson. Disculpe… Jackson.

Nuevo silencio. El médico prosiguió en un tono glacial.

—Ha dicho que yo miraba las cosas desde un ángulo equivocado.

—Hay que examinar el proyecto. Hemos empezado una obra. Queda mucho camino por andar todavía.

—¿A qué le llama usted «obra»? ¿El asesinato en masa de los pueblos conquistados? ¿El genocidio convertido en estrategia militar?

—Usted se sitúa en la superficie de las cosas. El verdadero proyecto es científico.

—¿Cómo es ese proyecto?

—Durante estos últimos años en los que hemos podido trabajar seriamente, hemos estudiado los mecanismos elementales del hombre. Y hemos empezado a corregirlos. Hemos eliminado lo que es inferior. Hemos perfeccionado las fuerzas útiles.

—¿Las fuerzas útiles son las del Tercer Reich?

—Otra vez la guerra… Yo le hablo de la especie humana, de la evolución ineluctable de nuestra raza. La nación alemana es biológicamente superior, es cierto. Pero esa superioridad es solo el fermento de una progresión. Las tendencias están ahí. Hay que perfeccionarlas.

—Esas no son las palabras de un derrotado.

—El pueblo alemán no puede ser derrotado.

—¿Considera que son invencibles?

—Los hombres no. Nuestra alma sí. Usted pretende combatirnos, pero no nos conoce. El alemán nunca acepta el error. Y menos aún la falta. El alemán tampoco acepta la derrota. Pase lo que pase, sigue su destino. Al ritmo de Wagner. Los ojos fijos en la espada de Sigfrido.

Ruido de hojas, toses. La incomodidad de Jackson es manifiesta.

—Veo aquí que pasó cierto tiempo en el campo de Terezin y luego fue a Auschwitz. ¿Qué hizo allí?

—Estudié.

—¿Qué estudió?

—La música. Las voces.

—Sea más preciso.

—Supervisaba la actividad musical. Orquestas, fanfarrias, cantos… En realidad, estudiaba las voces. Las voces y el sufrimiento. La convergencia entre esos dos polos…

—Hábleme de sus investigaciones.

—No. No las comprendería. No está preparado. Nadie está preparado. Solo hay que esperar…

Nueva pausa.

—En Auschwitz, usted vio sufrir a los prisioneros. Deteriorarse. Morir. Por millares. ¿Qué sintió?

—La escala individual no me interesa.

La respiración y los chisporroteos volvieron al primer plano.

—Usted no ha comprendido nada —prosiguió Hartmann con su voz de ratón—. Cree que hoy se castiga a los culpables. Pero los nazis solo fueron instrumentos torpes, imperfectos, de una fuerza superior.

—¿Hitler?

—No. Hitler nunca tuvo conciencia de las fuerzas que despertaba. Tal vez con otros habríamos llegado más lejos.

—¿En el genocidio?

—En la selección natural. Ineluctable.

—¿Selección, esa barbarie?

—Siempre juzgando. En Nuremberg, ustedes han puesto en marcha su pesada maquinaria, sus textos antiguos, su justicia rudimentaria. Nosotros ya no estamos en ese punto. Nada ni nadie impedirá que la raza evolucione. Nosotros…

Ruido. Un puñetazo acababa de golpear la mesa. Jackson daba libre curso a su ira:

—Para usted, los hombres, las mujeres, los niños que murieron en los campos ¿no significan nada? Los centenares de miles de civiles ejecutados fríamente en los países del Este, ¿tampoco?

—Tiene usted una visión romántica del hombre. Cree que hay que amarlo, respetarlo por su bondad, su generosidad, su inteligencia. Pero esa visión es falsa. El hombre es una malformación. Una perversidad de la naturaleza. La ciencia debe tener una sola meta: corregir, educar, purificar. El único objetivo es el Hombre Nuevo.

Silencio. Ruido de papeles. Jackson intentaba calmarse.

Prosiguió con voz de fiscal:

—Estamos aquí para establecer su grado de culpabilidad en los acontecimientos que sacudieron a Europa entre 1940 y 1944. No me dirá que obedecía órdenes…

—No. Las órdenes no tenían importancia. Yo investigaba. Eso es todo.

—¿Cree que así saldrá bien parado de esta?

—No es eso lo que busco. Al contrario. Otros retomarán mi trabajo después de mí. Dentro de cincuenta, cien años, todo lo que pasó se habrá olvidado. El miedo, el trauma, el sempiterno «nunca más», habrán desaparecido. Entonces, la fuerza podrá surgir nuevamente. A una escala superior.

—En sus sermones, cita usted las palabras de Cristo, de san Francisco de Asís. En su opinión, ¿cómo juzga Dios la fuerza criminal de los nazis?

Un chisporroteo extraño. Kasdan y Volokine se miraron y en ese mismo momento lo adivinaron: aquel ruido parásito era la risa de Hartmann. Seca, breve, agria.

—Esa fuerza criminal, como usted la llama, es Dios mismo. Nosotros solo fuimos su instrumento. Todo participa en un progreso inevitable.

—Usted está loco.

Una vez más, Jackson no había podido evitar esa frase. Sonaba curiosa en los labios de un psiquiatra. El médico cambió de rumbo; su voz estaba cargada de desprecio.

—En su opinión, ¿cómo se reconoce a la gente como ustedes? Quiero decir: a los nazis.

—Es fácil. Nuestra ropa apesta a carne quemada.

—¿Qué?

Nueva risa. Unas partículas más de polución sonora, entre tantas.

—Es una broma. Nada nos distingue de los seres inferiores. O, mejor dicho, para usted es imposible percibir la diferencia. Porque justamente, ustedes nos miran desde abajo. Desde el fondo de esa cacareada humanidad, de lo que creen tener en común con los demás: el sentimiento de piedad, de solidaridad, de respeto entre ustedes. Nosotros no sentimos esas cosas. Sería ponerle un freno a nuestro destino.

Suspiro de Jackson. El cansancio reemplazaba al desprecio. La consternación, a la cólera.

—¿Qué se puede hacer con gente como ustedes? ¿Qué hacer con los alemanes?

—Solo hay una solución: eliminarnos, sin excepción. Deben borrarnos de la faz de la tierra. De otro modo, seguiremos trabajando en nuestra obra. Estamos programados para eso, ¿comprende? Albergamos en nuestra sangre las premisas de una nueva raza. Una raza que nos dicta nuestras elecciones. Una raza que pronto poseerá nuevos atributos. A menos que nos exterminen, no podrán impedir que esta supremacía se imponga…

El ruido de una silla: Jackson se levantaba.

—Lo dejaremos aquí por hoy.

—¿Pueden darme una copia de la grabación?

—¿Para qué?

—Para escuchar la música de las voces. Lo que hemos dicho… entre las palabras.

—No entiendo.

—Por supuesto que no. Por eso usted es un inútil y yo pasaré a los libros de historia.

—Lo acompañarán a su celda.

Nuevos ruidos, inequívocos.

Jackson golpeaba la puerta de la sala para que fueran a buscarlos.

El silencio digital, absolutamente perfecto, siguió a las impurezas de la vieja grabación. Kasdan apretó el botón eject y sacó el CD.

—Hartmann no volvió a ser molestado. Nunca se pudo probar su participación en ninguna ejecución, y su estado mental lo mantenía a salvo de diligencias concretas. Unas semanas más tarde volvía a ser un hombre libre. Fundó la secta y permaneció en Berlín más de diez años. Fue entonces cuando las denuncias contra su grupo lo obligaron a huir de Alemania. Llegó a Chile y fundó la colonia Asunción. El resto, por lo menos lo que sabemos, te lo he contado antes.

Volokine se puso en pie y se estiró.

—No veo por qué escuchamos esas antiguallas. Era una pesadilla, y ya pasó.

—¿Y tú me dices eso? Esa pesadilla, como la llamas, se ha despertado. Está otra vez entre nosotros.

48

Kasdan se dirigía hacia la puerta de entrada cuando Volokine lo llamó:

—Espere.

—¿Qué?

—Todavía tengo una cosa por hacer.

Sin una palabra más, el ruso giró a la izquierda en el salón y encendió el ordenador. Seguía llevando los guantes de cirujano. Kasdan se colocó detrás de él.

—¿Qué coño haces?

—Escribo un e-mail.

—¿A quién?

—Es privado.

—Joder… ¿crees que no tenemos nada más importante que hacer?

—Son solo unos segundos.

Kasdan se acercó.

—Es privado —repitió Volokine.

—¿A quién le escribes, a esta hora, en Nochebuena?

—A mi novia.

Volokine estaba seguro del efecto que causaría, pero el silencio de Kasdan era particularmente cómico. Cualquiera habría dicho que había recibido un martillazo en la cabeza.

Al cabo de unos segundos, el armenio no aguantó más.

—¿Tienes una novia?

—Digamos que… una especie de novia.

—¿Dónde está?

—En la cárcel.

—¿Es traficante?

—No. La conocí en el trullo, eso es todo.

—¿Qué coño hacías en una cárcel de mujeres?

—Déjeme terminar el mensaje, ¿vale?

Kasdan se sentó en un sillón. La habitación estaba sumergida en la oscuridad. El ruso terminó un mensaje corto. No tendría respuesta. Nunca la había tenido. Otro e-mail enviado como una botella al mar…

Apretó el botón enviar y luego cerró el correo.

En el fondo del salón, el viejo armenio esperaba. Volokine no se cortaría, le gustaba la idea de contarle su historia, su secreto, al coloso.

—En 2004 —atacó— los Estupas me tenían en el punto de mira. Aparecí varias veces en sus grupos de vigilancia, pero no del buen lado. No sé si me entiende.

—¿Te proveías de droga?

Volokine sonrió sin responder.

—Llamaron a Greschi, mi superior, y le advirtieron de que iban a prevenir a los Bueyes. Greschi los tranquilizó y luego me puso a parir. Me inscribió en un programa estúpido. Una especie de curso en las cárceles dedicado al
muay thai.

—¿Diste clases de boxeo tailandés en el trullo?

—De iniciación, sí. Un cursillo combinado con una disertación filosófica. El mensaje espiritual de las artes marciales y demás. A los tipos que estaban en la trena les importaba un pimiento. Lo único que retenían era que gracias a esas técnicas podían ser más fuertes, más peligrosos.

—¿Y eso qué tiene que ver con tu chica?

—Por extraño que parezca, la lista de trullos comprendía también las cárceles de mujeres. En octubre fui varias veces a Fleury, donde una vez me tocó el sector de las hembras. Solté mi rollo mientras las tías se partían de risa.

—¿Ahí conociste a tu novia?

—Sí.

—¿Te la tiraste en los vestuarios?

Volo no respondió; los recuerdos lo habían atrapado.

En el gimnasio, las detenidas lo rodeaban. Risitas apagadas. Se daban golpecitos con el codo. Volo se sentía incómodo. Podía distinguir a las tortilleras, francamente hostiles. Y a las otras. Febriles. Bullentes. Mujeres a las que no había tocado un hombre desde hacía años, salvo el médico del centro. Esas emanaban poderosas ondas de deseo. Pero era un deseo enviciado, mutado en rabia sorda. El ruso se imaginó colgado de las arandelas del gimnasio, víctima de una violación colectiva en versión femenina.

En ese círculo la había reconocido. Francesca Battaglia. Tres veces campeona del mundo de
muay thai
femenino, de 1998 a 2002. Cuatro veces campeona de Europa durante el mismo período. Incluso la había admirado en persona durante una demostración en Bercy en noviembre de 1999. Era sin duda la pasionaria del boxeo tailandés, perdida entre aquellas lisiadas de la vida. ¿Qué coño hacía allí?

Después de su actuación, las detenidas se habían precipitado hacia el patio para fumar un pitillo e intercambiar sus impresiones sobre el joven galán que había dado brincos para ellas por todos lados. Francesca no era de la partida. Volokine se había informado sobre ella a través de las guardianas, luego había vuelto al patio. La chica estaba sentada sobre una estera: las piernas cruzadas, el rostro cruzado por las sombras de las rejas.

Su vida allí era singular. Había obtenido autorización para seguir un régimen vegetariano. No llevaba encima nada de origen animal. Ni siquiera un cordón de cuero. Tampoco llevaba ningún tipo de marcas, ningún logotipo que pudiera evocar el vasto sistema de explotación del mundo. Volokine la observaba. Era un cuerpo puro. Un aliento desnudo. Como una dentadura que nunca hubiera sufrido caries.

Volo le propuso liar un porro. Dijo que no. Le preguntó si podía sentarse. Dijo que no. Aun así, el ruso se sentó; estaba decidido a ir a por todas. Empezó a preparar el canuto observándola con el rabillo del ojo. Tenía el pelo muy negro, cortado estilo Cleopatra. Cara de tragedia griega. Llevaba una camiseta negra de tirantes y un pantalón de chándal. Su busto, sus piernas, eran esqueléticos. Solo había visto esa delgadez en los yonquis, cuyas carnes están quemadas por la droga.

Esa aparente fragilidad era una ilusión. Francesca Battaglia podía partir siete placas de yeso superpuestas con un solo golpe de talón. La había visto hacerlo en Bercy, donde las proezas se convierten en espectáculo circense.

—¿Por qué estás aquí?

—Actos terroristas.

—¿Qué tipo de terrorismo?

—Altermundial.

La voz no era ronca, como había esperado (todas las italianas tienen la voz ronca). Tenía un acento que daba un peso particular a cada sílaba. Una especie de efecto retardado que confería a cada una de sus frases un ritmo lancinante, propio de una fórmula de encantamiento.

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