El orígen del mal (28 page)

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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, policíaca

BOOK: El orígen del mal
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—¿Ha traído los cruasanes? Genial. Pase. Tengo café.

Volokine pasó bajo la persiana, subida a medias, y descubrió un taller mecánico de los antiguos. Una fosa central, neumáticos, herramientas y maquetas de coches de otra época, como hechos a medida de liliputienses. Fiat 500, Mini Rover, Austin…

—¡Eso es lo único que funciona! —gritó Mazoyer desde el otro lado del taller—. A los parisinos les encantan las maquetas. ¡Están zumbados!

El mecánico estaba limpiándose las manos en el fondo de un cubo de arena. El mejor método para quitarse la grasa. Volokine se acordaba: eso hacía él cuando arreglaba personalmente los cacharros robados con sus colegas traficantes.

Sobre el banco de trabajo, entre llaves del doce y destornilladores, la cafetera burbujeaba. El perfume del arábica se mezclaba con el olor del aceite y la gasolina.

Mazoyer caminó hacia él frotándose las manos.

—Después de su llamada, he estado pensando. He vuelto a recordar aquella época… ¡Mi momento de gloria! Era uno de los solistas del coro, ¿sabe? Recibía clases. Dábamos conciertos. Imagine lo orgullosos que estaban mis padres… ¿Quiere escuchar el CD? Lo tengo aquí…

La sola idea de oírlo bastó para que a Volokine se le helara la sangre.

—No, gracias. Lo lamento, pero ahora mismo no tengo tiempo…

Régis pareció decepcionado.

—No obstante —prosiguió en un tono más serio—, esa historia es demencial… ¿Cómo ocurrió?

A Volokine no le quedó más remedio que dar algunos detalles. Habló de asesinato, de heridas efectuadas mediante un «punzón», pero no dijo más. Nada sobre el enigma del arma. Nada sobre el sufrimiento de la víctima. Ni una palabra sobre el hecho de que ese crimen había iniciado una serie de asesinatos.

El mecánico sirvió el café en los tazones y recuperó su sonrisa. Emanaba una vitalidad y un buen humor que al ruso le sentaban bien. Detalle curioso: Mazoyer se había puesto unos guantes blancos de fieltro.

Volokine cogió un cruasán. Todavía tenía un hambre canina. El hambre de los tíos con mono, que se atracan para olvidar la otra, la verdadera hambre, la de la sangre.

El mecánico hundió la mano en la bolsa de papel, sacó un cruasán y mordió la punta dorada.

—Según usted, ¿quién puede haber hecho eso?

El ruso jugó la carta de la complicidad.

—No voy a ocultarle que estamos bastante desorientados. Por eso investigamos hasta el menor indicio.

—¿Soy un indicio?

—No. Pero me interesa lo que me ha contado hace un rato sobre «el Ogro». No es la primera vez que me lo mencionan. Me pregunto qué se esconde tras esa extraña palabra. Goetz tenía miedo, eso seguro. Y ese misterio tal vez esté vinculado con su asesinato…

—No tome al pie de la letra lo que le he dicho. Son los recuerdos de un crío.

Volokine se había sentado sobre un gato enorme. Se sentía realmente mejor. Le gustaba ese espacio que parecía un granero cálido, familiar. Un radiador eléctrico funcionaba al máximo detrás de una pila de neumáticos.

—Hábleme de Goetz —dijo—, de su relación con las voces, con el coro. Hurgue en lo más hondo de su memoria.

Mazoyer no respondió de inmediato. Estaba poniendo en orden sus recuerdos.

—Goetz buscaba la pureza —dijo por fin—. Creo que era muy cristiano.

Volokine se acordó del crucifijo que colgaba en el dormitorio de la rue Gazan.

—El ascetismo cristiano: ese era su camino —continuó Mazoyer—. Por eso dirigía coros de niños. Amaba esa atmósfera. Esa concentración de inocencia…

—Quiere decir… ¿debido a las voces?

—Por supuesto. No hay nada más puro que la voz de un niño. Porque sus cuerpos también son puros.

—Explíquese, por favor.

—Aún no habíamos llegado a la pubertad. No conocíamos la sexualidad. No teníamos deseos explícitos. Eso era lo que Goetz amaba. Yo ya era mayor. Había comprendido que a Goetz le gustaban los hombres. Creo que vivía esa homosexualidad como una mácula. El contacto con nosotros lavaba sus pecados, ¿comprende?

Volokine se había equivocado completamente. Goetz nunca había contaminado a los niños con sus deseos de adulto. Lo que ocurría era exactamente al revés. La pureza de los niños lo purificaba. De hecho, Goetz no cargaba solo con el peso de su homosexualidad, sino también con sus años de crímenes, de torturas, de complicidad silenciosa junto a los carniceros chilenos y alemanes…

La voz del mecánico volvió a sus oídos: ahora tenía un tono soñador.

—Nosotros también nos sentíamos felices de ser puros… No éramos verdaderamente conscientes, pero esa misma inconsciencia era una señal de pureza. Hacíamos el tonto en los pasillos. Protestábamos cuando teníamos que cantar y luego, de improviso —chasqueó los dedos—, nuestras voces se elevaban en la nave y revelaban la transparencia de nuestro ser.

Volokine atacó el tercer cruasán. Para ser mecánico, ese chico parecía demasiado culto. Terminó su parrafada con un murmullo.

—Sí, realmente éramos ángeles… Pero ángeles amenazados.

—¿Por quién?

—Digamos mejor por qué. La muda. Sabíamos que ese estado de gracia no duraría. Era un paréntesis, un hechizo.

El hombre del mono azul se levantó y se sirvió un nuevo tazón de café.

—He pensado mucho en ese fenómeno. La muda es la pubertad. Y la pubertad es el sexo. Sí, perdimos nuestras voces de ángeles cuando nuestro cuerpo acogió el deseo. El pecado. A medida que el mal se propagaba en nuestro interior, la voz cambiaba. La pubertad es la pérdida del paraíso, en el sentido bíblico del término…

Volokine también llenó su tazón. Sentía que allí llegaba a un punto crucial de la investigación. Volvió a sentarse sobre el gato.

—¿Eso era lo que Goetz pensaba?

—Por supuesto. Temía lo que nos pasaría con la llegada de la muda. He pensado en él a menudo. Más tarde, cuando cumplí veinte años, recordé sus palabras. Comprendí muchas cosas…

Bebió unos sorbos de café en silencio. Su melancolía lo envolvía, como materializada por el vapor que desprendía su taza. Volokine tenía ganas de liarse un canuto, pero se dijo que eso quedaría fatal. Aunque estaba seguro de que el otro habría estado encantado de dar unas chupadas al porro.

—Me había equivocado con ciertas palabras —prosiguió Régis, con voz lejana—, ciertos gestos de Goetz.

—¿Cuáles?

—Bueno, ese famoso «Ogro» del que me había hablado… En aquella época creí que se llevaba a los niños que cantaban mal. Para castigarlos. Pero finalmente llegué a la conclusión de que era todo lo contrario.

—¿Lo contrario?

—Al Ogro del que Goetz hablaba le atraían las voces perfectas. Cuanto mejor cantáramos, más posibilidades teníamos de que se nos llevara.

Volokine pensó en Tanguy Viesel. En Hugo Monestier. Su convicción se renovaba, fortalecida. Una historia de secuestro de niños cuyo móvil sería la voz. Debía informarse sobre el timbre y la altura de la voz de esos dos niños. Saber si eran virtuosos del canto.

—Creo que Goetz vivía con esa angustia. Nos hacía trabajar, nos empujaba a la perfección, pero siempre temía que nuestra voz alcanzara registros muy altos, muy intensos. Porque esa perfección atraería al monstruo.

—¿Tiene pruebas de lo que afirma?

—Por supuesto que no. —Miró el fondo de su tazón—. No es algo… racional.

—Deje que surjan los recuerdos.

—Bueno, en esa sesión que le he mencionado antes, cuando estábamos los dos ensayando el
Miserere
, yo no hacía más que meter la pata. Empezaba la famosa línea solista. No sé si conoce la…

—La conozco. Soy músico.

—Genial. Bueno, yo cantaba y metía la pata. Goetz me pedía que volviera a empezar. Estaba cada vez más nervioso. No cesaba de mirar la tribuna del órgano, como si hubiera alguien en las sombras. Un hombre que habría venido a escucharme, ¿comprende?

—Comprendo.

—Lo más raro era la actitud de Goetz. Por una parte, mis notas desafinadas lo ponían nervioso. Pero, por otra, parecían tranquilizarlo. Como si yo no fuera a salir bien parado de un casting y él se alegrara de eso. En fin, todo eso es el análisis que hago hoy en día.

Volokine imaginaba a un Ogro, un «devorador de voces», particularmente atraído por determinados sonidos. La línea melódica del
Miserere.

Mazoyer dio voz a los pensamientos de Volokine.

—Tengo la sensación de que aquel día me salvé de milagro. Por eso Goetz lloró. De emoción. Y tal vez también de alegría. Había suspendido la prueba y salvado mi vida. Lo más irónico es que inmediatamente después grabamos el
Miserere
y entonces canté a la perfección. Pero el peligro había pasado…

Volokine ordenaba los datos en el fondo de su mente. El Ogro existía. Wilhelm Goetz, director de coro, era su reclamo.

Al cabo de algunos segundos, el mecánico continuó:

—No sé si tiene alguna relación, pero al año siguiente pasó lo de Jacquet.

—¿El qué?

—Lo de Nicolas Jacquet. Un crío que desapareció de nuestro coro en 1990.

—¿Cómo?

—Nunca lo encontraron. Me acuerdo de los polis, de la investigación, del miedo. Nuestros padres solo hablaban de eso.

«Joder, joder, me cago en Dios…» Volokine se maldijo a sí mismo. Había pasado toda la noche buscando en el pasado de los coros a un antiguo cantor que pudiera hablarle del Ogro, pero había descuidado lo principal: comprobar si había habido otras desapariciones en esos coros.

—Cuénteme —ordenó.

—No hay nada que contar. Un día corrió el rumor de que Jacquet había desaparecido. Nunca volvimos a verlo. Es todo lo que sé. Tenía la misma edad que yo: trece años. Creo que la policía sospechó que se trataba de una fuga.

—¿Era buen cantor?

—El mejor. Puedo asegurarle que nunca la pifiaba cuando había que llegar hasta el
do
en el
Miserere.
El día de la grabación, Jacquet estaba ronco. Por eso interpreté yo la parte solista. Era nuestro soprano estrella. En aquella época, cuando supe lo de su desaparición, me dije, pero de un modo muy vago, que el Ogro se lo había llevado… A él y a su voz… Al año siguiente yo hice la muda y dejé de ir al coro. Mis angustias se esfumaron.

Volokine vació el tazón de un trago. El café todavía estaba caliente pero él estaba helado. Pensaba en Jacquet, el preadolescente desaparecido. En Tanguy Viesel. En Hugo Monestier. ¿Qué les había ocurrido?

Alzó la vista. El otro seguía hablando. Volo lo veía a través de un velo rojo y ya no lo oía. Su mirada se posó en las manos con guantes de fieltro y se aferró a ese detalle para salir de aquel estado.

—¿Por qué esos guantes?

Mazoyer se miró las manos.

—Una vieja costumbre… Soy alérgico al plástico. En cuanto dejo de manipular motores y llaves, me pongo unos guantes. Así me evito tener que pensar en la composición de cada objeto.

Volokine supo en ese mismo instante que Mazoyer mentía.

Ese simple grano de arena ponía en tela de juicio todo su testimonio.

Régis Mazoyer se subió la cremallera del mono de trabajo en señal de conclusión.

—Todo esto no debe de parecerle muy concreto.

—Es lo más concreto que he oído en mucho tiempo.

39

El desayuno se había convertido en un ritual. Volokine llevaba los cruasanes. Kasdan preparaba el café.

Y los dos colegas intercambiaban las informaciones que habían reunido durante la noche.

El ruso había llamado alrededor de las nueve y, de nuevo, había despertado a Kasdan; eso también formaba parte del ritual. El viejo armenio se había dormido en el sillón, acompañado por sus recuerdos, hacia las tres de la madrugada. No había recibido ninguna visita extraña ni había vuelto a la lectura de los libros de historia. Simplemente, se había adormilado como una vieja patata bajo tierra a la espera de que la cosechen. No recordaba haber soñado. Estaba en blanco. Y se sentía bien.

Mientras ponía la mesa y la cafetera estaba en marcha, Volokine informaba sobre su recorrido nocturno. El hecho esencial era el testimonio de un mecánico, antiguo cantor, Régis Mazoyer. Su nombre actuó como un detonante en la mente de Kasdan. La voz que lo convulsionó la primera noche en el piso de Goetz. El niño que atraía los recuerdos dolorosos como un imán psíquico.

El mecánico le había hablado del Ogro y había revelado que otro niño, Nicolas Jacquet, trece años, cantor virtuoso, había desaparecido en 1989, en la estela de Wilhelm Goetz.

A partir de ese testimonio, Volokine se había montado una historia de lo más estrafalaria. El organista captaba a los cantores excepcionales para una especie de monstruo que se nutría de sus voces. Volo ya lo había comprobado: Tanguy Viesel y Hugo Monestier poseían también un timbre de gran pureza.

Más rocambolesca aún era la teoría de Volokine a propósito de los asesinatos.

—Es una venganza. Niños que se rebelan contra ese sistema. Eliminan a los hombres implicados en el secuestro de los suyos. ¿Quién nos dice que el padre Olivier no era, él también, un «reclamo»? Esta mañana comprobaré si hubo desapariciones en Saint-Augustin y…

—Por el momento, te quedarás conmigo.

—¿Por qué?

—¿Café?

—Café.

Kasdan sirvió dos tazas, luego se fue al cuarto de baño. Cogió las cajas de medicamentos. Depakote. Seroplex. Las nueve y media. Ese retraso en su horario habitual lo angustiaba. Siempre tenía miedo de que el efecto de las moléculas se disipara al menor retraso. Acompañó las píldoras con un vaso de agua y pensó en Volokine: cada uno su droga.

Cuando volvió, el ruso ya se había zampado dos cruasanes.

—No me ha contestado. ¿Cuál es el plan del día?

—Arnaud, el coronel, me ha llamado esta mañana. No he oído el teléfono. Estoy seguro de que tiene algo para nosotros.

Dicho esto, marcó el número de Arnaud y puso el teléfono en posición manos libres para que Volokine oyera la conversación. Tres tonos y la voz del militar sonó como un clarín.

—Soy Kasdan. Me has llamado. ¿Alguna novedad?

—Bastantes, sí. He trabajado buena parte de la noche. Estáis metidos en algo muy gordo.

Los dos investigadores intercambiaron una mirada.

—No voy a daros una clase de historia —continuó Arnaud—, pero debéis tener presentes algunas fechas. En 1973, la dictadura militar se impone en Chile, como en Uruguay meses antes y más tarde en Argentina en 1976. Los militares ya gobernaban en Bolivia y en Brasil desde 1964 y en Paraguay desde 1954. Resumiendo, esos seis países deciden unir sus fuerzas para acorralar a los «terroristas» dondequiera que estén. Es decir, perseguir a sus opositores en el país donde se hayan escondido, sea en América del Sur sea en Europa. Es la llamada ley de «seguridad nacional».

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