En ese momento, la puerta se abrió. Un hombre —delgado y larguirucho, pelo largo y barba gris— apareció en el umbral.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó con mucha calma.
Kasdan escondió el arma contra su nalga, detrás de su chaquetón.
—Somos de la policía —dijo con voz suave—. Soy el comandante Kasdan. Este es el capitán Volokine. ¿Es usted Peter Hansen?
El hombre asintió. Sostenía una cuchara de madera y llevaba un delantal de lona beis. No parecía sorprendido por la presencia de esos dos tipos iluminados por la luz eléctrica del vestíbulo. Sereno, relajado, el sueco se parecía a lo que sin duda era: un viejo solterón preparándose la comida un poco tarde, al uso latino.
—¿Podemos pasar? Quisiéramos hacerle unas preguntas.
—No tengo inconveniente.
Hansen se volvió y los invitó a seguirlo. Los dos colegas guardaron discretamente las armas y avanzaron por un pasillo estrecho hasta un salón minúsculo. Un sofá destartalado y dos sillones gastados rodeaban un baúl negro que hacía las veces de mesa baja. Ponchos multicolores colgaban de las paredes. Máscaras de piel, objetos de lapislázuli, cacharritos de cerámica, estribos tallados en madera y antiguos instrumentos de navegación de cobre completaban la decoración. Kasdan se dijo que los baratillos de Santiago o Valparaíso debían de ofrecer aquel mismo batiburrillo.
—Solo viví unos años en Chile —comentó Hansen—. Los peores de mi vida. Sin embargo, me adapté y simpaticé totalmente con esa cultura…
Kasdan examinó al sesentón: sudadera holgada, tejano descolorido bajo el delantal. Parecía salido de una manifestación contestataria de los setenta.
—Hemos llamado varias veces —dijo el armenio con voz serena—. ¿Por qué no ha abierto? —preguntó tratando de evitar su acostumbrado tono policial.
—No he oído nada, lo siento. Estaba en la cocina.
El armenio miró a Volokine; él también parecía no entender nada: el piso no debía de superar los sesenta metros cuadrados. No insistieron. Hansen señaló el mobiliario del salón.
—Siéntense, por favor. ¿Quieren beber un poco de vino? ¿Mate?
—Un vino sería perfecto.
—Tengo un vino chileno delicioso. Tinto.
Hablaba con un acento curioso, medio escandinavo, medio español, y cortaba las sílabas como quien corta cebollas en finas rodajas. Fue a la cocina. Kasdan hundió su corpachón en uno de los sillones, imitando a Volokine, que ya estaba acurrucado en el sofá. Llegaban efluvios de la cocina. Frijoles. Calabaza. Pimientos. Maíz…
El armenio veía a su anfitrión a través de la puerta de la cocina. Se parecía a Velasco. El mismo estilo de salchicha gigante con barba gris, gestos elegantes y sonrisa fácil. Pero había en el sueco cierto descuido, cierta imperfección buscada que hacía pensar en una versión
beatnik
del aristócrata. En los años setenta, cuando Velasco se preocupaba por el futuro de Chile en los clubes de la alta sociedad de Santiago, Peter Hansen debía de estar arreglando el mundo con sus amigos socialistas.
El hombre reapareció con una botella negra, un sacacorchos y tres copas. Se sentó en el otro sillón y se dispuso a abrir el «gran reserva». Sus dedos eran largos y delgados, y sus manos, delicadas.
—¿Sabían que en Chile hay una gran tradición vitivinícola? Se dice que empezó con los conquistadores, que llevaron cepas españolas para producir vino de misa… —Abrió la botella—. En Chile se dicen muchas cosas… Un cantante escribió: «Un país lleno de esperanza donde nadie cree en el futuro. Un país lleno de recuerdos donde nadie cree en el pasado»… —Llenó las copas lentamente—. Pruébenlo, ya verán.
Los investigadores obedecieron. Hacía una eternidad desde la última vez que Kasdan había bebido vino. Su primer reflejo, tras el contacto con el brebaje, fue pensar en su cerebro y en su tratamiento. Esperaba que la mezcla de medicamentos y alcohol no le hiciera daño.
—¿Qué les parece?
—Excelente.
Kasdan había respondido maquinalmente; era un ignorante en cuestión de vinos. Y no podía contar con el fumador de canutos que olisqueaba su copa como un perro indeciso.
—¿Qué puedo hacer por ustedes? —preguntó el escandinavo.
Kasdan abordó el tema con calma, exponiendo de la manera más vaga posible el motivo de la investigación. Lo que resultó de su explicación era que investigaban un asesinato, «tal vez» vinculado a los torturadores de la dictadura chilena, «tal vez» residentes en Francia…
—¿Tienen los nombres? —preguntó Hansen sin parecer en absoluto sorprendido.
—Podríamos empezar por Wilhelm Goetz. Residente en París desde hace veinte años.
Hansen dio un respingo.
—¿Tienen una foto? —dijo con voz temblorosa.
Kasdan sacó el retrato que había birlado. El hombre observó la foto con atención y en unos segundos se transformó. Su rostro se hundió. Sus ojos, sus arrugas, sus labios: todo se volvió más profundo, más oscuro. Luego su piel cambió de aspecto. Gris, apagada, parecía fundirse con la barba. Hansen se transformaba en la estatua del Comendador.
—El director de orquesta —murmuró devolviendo la foto.
—¿El director de orquesta?
Hansen no respondió. Permaneció un minuto largo en silencio, con la mirada fija.
—Discúlpenme —farfulló al cabo con voz grave—. Es la emoción. Creía que lo había superado pero… —Recobró el dominio de sí mismo—. Sobre todo, creía que ese hombre había muerto. —Un amago de sonrisa se dibujó entre los pelos de su barba—. Más bien debería decir que lo deseaba…
El sueco parecía bloqueado. La violencia de los reencuentros. O el aspecto de Kasdan, demasiado imponente, demasiado militar. Volokine intervino. Era el ángel del equipo.
—Comprendemos su emoción, señor Hansen. Tómese el tiempo que necesite. ¿Qué puede decirnos sobre este hombre? ¿Por qué lo llama el «director de orquesta»?
Hansen tomó aliento.
—Me detuvieron en octubre de 1974. Estaba en casa, comiendo. Sin duda, fue una denuncia de los vecinos. En aquella época bastaba ser extranjero para que te detuvieran. A algunos los fusilaban incluso en la calle, debajo de su casa, sin que hubiera ningún juicio. Con frecuencia, asesinaban también a los denunciantes, con los otros. Era un caos. En fin, los miembros de la policía paramilitar aparecieron por mi casa. Me golpearon y me llevaron a la comisaría más cercana, donde siguieron golpeándome. No me quejaba. Lo que había allí era una auténtica carnicería. Un estudiante había recibido una bala en la espalda. Los soldados se turnaban para saltar encima de la herida…
Hansen se calló. El flujo de recuerdos, demasiado fuerte, le cortaba la respiración.
—¿Qué ocurrió a continuación? —preguntó Volokine con su tono más suave.
Poco después, el sueco prosiguió con su acento monocorde.
—Me metieron en una de las camionetas azules de la DINA. Las llamábamos las «moscas azules». Me taparon los oídos con guata mojada y me pusieron una máscara de piel con la que no veía nada de nada. Nos pusimos en camino. Mis pensamientos en ese momento eran curiosos. No les he dicho lo más importante: yo no estaba afiliado a la Unidad Popular. Tan solo era simpatizante de los socialistas… En aquella época yo simplemente había llevado al límite mi destino de nómada. Muchas drogas, mucho sexo, un poco de meditación… En 1970 fui a parar a Katmandú. Allí conocí a unos chilenos que me describieron el régimen de Allende como si fuera jauja. Algo así como el sueño de la comunidad
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hecho realidad. Fui a Santiago por pura curiosidad. Fumaba marihuana. Iba a las reuniones políticas del MIR, el Movimiento de Izquierda Revolucionaria… sobre todo para ligar con las militantes. De modo que no sabía gran cosa. Sin embargo, aquel día me hice una promesa. No diría nada. La tortura y el miedo son cosas extrañas. Fuerzas que te sacuden, tanto en sentido literal como figurado. Ahí te das cuenta de si eres cobarde o valiente. Cuando vi a esos hijos de puta empeñados en hacerme sufrir, decidí no decir ni una palabra. Convertirme en héroe. Aunque no sirviera de nada. Al fin y al cabo, hasta entonces no había hecho nada excepcional. ¡Valía la pena acabar con elegancia!
Kasdan tomó la palabra:
—¿Adónde lo llevaron?
—No lo sé. A la Villa Grimaldi, sin duda. El mayor centro de tortura de Santiago. Pero yo no tenía noción del tiempo ni de la distancia. Cuando no oyes nada, no ves nada y te dan de hostias cada tanto, porque sí, sin razón, cualquier medida resulta relativa…
—¿Fue entonces cuando vio a Goetz?
—No. Esa noche… en fin, creo que era de noche… tuve que vérmelas con los militares. Golpes. Insultos. Luego la bañera. Me sumergieron varias veces. A veces en el agua. Otras, en parafina caliente o en excrementos. Yo seguía sin hablar. Luego quisieron emplear la electricidad. Era casi cómico: estaba claro que no sabían utilizar esa máquina. Entonces aparecieron los franceses.
—¿Los franceses?
—Creo que eran franceses, sí. En aquella época yo no hablaba su idioma.
—¿Qué hacían allí?
Hansen sonrió. Bebió un sorbo de vino y recuperó el color.
—Era bastante fácil adivinarlo. Formaban a los chilenos. Les enseñaban cómo funcionaba el instrumental, cómo había que usar la aguja electrificada. De hecho, también oí hablar en portugués. Sin duda, «alumnos» provenientes de Brasil. Y ahí estaba yo, en medio de una especie de clase práctica…
Los dos policías intercambiaron una mirada. Franceses, sin duda militares, destinados en Chile para formar a gente en tortura. Instructores que ayudaban a la junta de Pinochet a romper con mayor eficacia el frente subversivo. Si Francia estaba implicada en la represión del golpe de Estado, el gobierno tenía razones de peso para vigilar a Wilhelm Goetz, a quien de pronto se le había soltado la lengua.
Volokine retomó el hilo de la historia.
—¿Cuánto tiempo estuvo en esos… despachos?
—No lo sé. Me desmayaba, recuperaba el conocimiento… Pronto me sacaron de allí. De nuevo la camioneta. De nuevo los tapones de guata y la máscara de piel. Esta vez circulamos realmente durante mucho tiempo. Por lo menos, un día. Luego me encontré en un sitio complemente distinto. Un hospital. Olía a medicamentos. Pero era un hospital extraño; parecía vigilado por perros. Los ladridos nos seguían por todas partes.
—Ese traslado… ¿era para curarlo?
—Eso es lo que pensé. Era un ingenuo. En realidad, el interrogatorio continuó… O más bien, para ser precisos, el experimento…
—¿El experimento?
—Yo era una especie de cobaya, ¿comprenden? Mis verdugos habían entendido que no tenía nada que contar. En cambio, mi cuerpo sí podía darles información. Lo que quiero decir es que mi cuerpo se había convertido en un material destinado a demostrar los límites del sufrimiento, ¿me siguen?
Kasdan, sentado en el sillón, escuchaba con el ceño fruncido. Conocía toda esa mierda. Sabía, lo había sabido desde el principio, que esa investigación vinculada con Chile los llevaría hasta el fondo del envilecimiento humano.
—¿Qué le hicieron en el hospital? —preguntó.
—Ya no tenía los ojos vendados. Los azulejos blancos de las paredes, los olores asépticos, el tintineo del instrumental. Estaba aturdido por el cansancio y el sufrimiento, pero el miedo consiguió abrirse camino hasta mi mente. Sabía que ya estaba muerto. Me refiero a que era un «desaparecido». Un hombre que ya no existía en ningún registro. ¿Saben que la DINA no poseía archivos escritos? Si no hay huellas, no hay verdad. Una máquina de aniquilación total que…
Volokine lo devolvió al presente con suavidad.
—Señor Hansen, ¿qué ocurrió en el hospital?
—Llegaron los médicos. Llevaban mascarillas.
—Y Goetz, el hombre de la foto, ¿estaba allí?
—Apareció en ese momento, sí. No llevaba bata ni mascarilla. Iba vestido de negro. Parecía un cura. Uno de los cirujanos se dirigió a él. Por su nombre. Las palabras que pronunció él a continuación fueron tan extraordinarias que no las he olvidado…
—¿Qué palabras?
—«El concierto puede empezar.»
—¿El concierto?
—Se lo aseguro. Eso fue lo que dijo. Y eso fue, en efecto, lo que ocurrió. Pasados unos minutos, mientras los médicos seleccionaban el instrumental, oí voces… Voces de niños. Eran sordas, apagadas, como en una pesadilla…
—¿Qué cantaban esos niños?
—Por entonces yo escuchaba mucha música clásica. Reconocí la obra de inmediato. Era el
Miserere
de Gregorio Allegri. Una obra a capela muy conocida…
Una esquina del mosaico quedó al descubierto. Con una perversidad increíblemente singular, los chilenos operaban a sus cobayas al son de un coro.
Como si leyera sus pensamientos, Hansen continuó.
—Verdugos melómanos… ¿Eso no les recuerda nada? ¡Los nazis, por supuesto! ¡La música estaba en el núcleo de su sistema maléfico! En el fondo, todo aquello no podía sorprenderme.
—¿Por qué?
—Porque los médicos eran alemanes. Hablaban en alemán entre ellos.
Las antiguas pesadillas resurgían, reproduciendo los mismos esquemas de terror. Nazismo. Dictaduras sudamericanas. Una filiación casi natural.
Tras un momento de indecisión, el armenio se decidió a hacer la pregunta crucial:
—¿Qué le hicieron esos médicos?
—Prefiero no hablar de eso. Me hirieron, me cortaron, me operaron… En vivo, por supuesto. Viví un infierno indescriptible, oyendo siempre, de fondo, esas voces infantiles mezcladas con los ruidos del instrumental, con mis alaridos, mientras el dolor estallaba en todos los rincones de mi cuerpo.
Hansen se calló. Los dos visitantes respetaron su silencio. Sus oscuros ojos estaban desorbitados. Kasdan se decidió a arrancarle el final de la historia.
—¿Cómo salió de esa?
Hansen se sobresaltó. Luego, muy lentamente, la sonrisa volvió a sus labios.
—Aquí es donde mi historia resulta interesante… Es decir, realmente original. Los médicos me advirtieron de que iban a anestesiarme.
—¿Para detener su sufrimiento?
El sueco soltó una carcajada y vació su copa.
—Ese no era su estilo. En absoluto. Simplemente querían jugar un poquito conmigo.
—¿Jugar?
—Los cirujanos se inclinaron sobre mí y me explicaron que tenía una posibilidad de salvar el pellejo. Bastaba con que les diera la respuesta correcta… Iban a operarme. Procederían a la ablación de un órgano. Luego esperarían a que los efectos de la anestesia se disiparan y que me despertara. Entonces, yo debería reconocer mi dolor. Debería adivinar qué órgano me habían extirpado. Si lo hacía, salvaría la vida. Si fracasaba, efectuarían otras extracciones, esta vez en carne viva, hasta que mi muerte los detuviera.