Salió del recinto. Se encontró en el boulevard Magenta. Hasta ese momento no le había puesto un nombre al centro: Lariboisière. Experimentó un sentimiento de gratitud hacia Kasdan, que lo había llevado hasta allí, ensangrentado, inconsciente. Le devolvería el favor al armenio.
Esa idea llamó a otras imágenes. La explanada cobriza del barrio Calder. La chimenea soltando su nube azul a la luz de la luna. El niño con la máscara de plata.
Gefangen.
V
io la mano del niño. La hoja en sus carnes. El recuerdo se convirtió en sensación. La sensación, en náusea. Creyó que iba a vomitar en la acera.
Vio un taxi y se lanzó adentro.
—Rue d’Orsel.
Contempló sus manos. Temblaban con breves sacudidas.
Se hundió en el asiento y cerró los ojos.
Para el común de los mortales, el universo de la heroína es un ultramundo de zombis con ojeras negras, marcado por el ritmo de sobredosis trágicas y de malos pagadores asesinados en los contenedores de basura. La verdad es más trivial. El mundo de la droga es, sobre todo, llamadas telefónicas, esperas, idas y venidas en las escaleras. Y luego, en casa del traficante, conversaciones sin sentido, desapariciones interminables en los aseos, reflejos sociales, actitudes equívocas pretendiendo siempre dar una falsa impresión, imitar a la gente normal… los que no están enfermos.
El ruso cogió el móvil. Marcó el número que había borrado de la memoria electrónica pero que conocía de memoria.
—Marc, soy Volo.
—No me lo puedo creer…
—Enseguida llego.
—Tengo… ahora tengo contactos con la pasma. Ya no puedes…
—Enseguida llego. Ya me contarás lo de tus contactos.
—Joder…
El hombre había pronunciado esas últimas sílabas con un tono de extremo cansancio. Volokine colgó sonriendo. El taxi subía la rue Clignancourt. Giró a la izquierda. Rue d’Orsel.
—Perfecto. Pare aquí. Y espéreme.
Caminó escondiéndose detrás de los coches aparcados. Pasó delante de varios números. Se deslizó bajo el soportal.
Cinco pisos sin ascensor.
Había olvidado ese detalle… Su calvario comenzó.
En cada rellano hacía una pausa para tomar aliento. Cada vez se cruzaba con espectros que bajaban con aspecto nervioso o colocados, según si se habían metido o no un chute en casa del traficante.
Ultimo piso. Un fulano salía del apartamento. Volokine podría haberse colado dentro, pero prefirió llamar. No quería entrar. No quería vivir esa atmósfera envenenada de dependencia que reina en el ámbito de un revendedor.
Al verlo, el traficante sonrió con una mueca, mitad de cólera, mitad de desprecio.
Una sonrisa de asco.
—No irás a volver a empezar, ¿no? Tengo que ganarme la vida.
—No voy a volver a empezar. Me he desenganchado.
—Ya lo veo.
—Cierra el pico.
—No te enteras. Ahora tengo amigos en la policía y ellos…
Volokine agarró al tío del cuello y lo aplastó contra el marco.
—Que cierres el pico. Dame lo que quiero y me esfumo.
—No me jodas, tío… Esto es una extorsión…
Volokine apretó un poco más.
—Vamos, lárgala.
El contacto con la papelina en la palma de la mano.
El estremecimiento, el inminente calor de la heroína…
Volokine soltó al traficante y dio un paso atrás; había recuperado la serenidad gracias a la promesa implícita del veneno.
—Adiós, listillo. Era la última.
—Ya veremos…
El policía bajó la escalera cojeando pero sin sentir dolor.
Entró en el taxi.
—Tengo que encontrar una farmacia de guardia —dijo.
Dos jeringas. Alcohol de 90 grados. Algodón hidrófilo. Y, sobre todo, encontrar un refugio para su operación de catarsis. Ni hablar de volver a su casa en la rue Amelot. Ni hablar tampoco de meterse en un hotel de tercera. Podía optar por una cervecería y pedir un té con limón. El té por la cucharilla. El limón por el zumo. Pero la idea de pincharse en unos cagaderos sórdidos le revolvía el estómago.
El conductor se detuvo bajo una cruz de neón. Verde fluorescente. Cielo gris, de granito. Volokine saltó a la acera. Esa movilidad era una buena sorpresa. Podría continuar con la investigación sin tener que someterse a un período de convalecencia.
Entró en la farmacia, donde se alineaban cremas de belleza y kits de regímenes milagrosos. Se saltó la fila de espera y efectuó su pedido en un tono que no admitía réplica.
—¿Tiene una receta? —aventuró la farmacéutica.
—No. Pero es urgente. Soy heroinómano.
—¿Bromea?
Volokine sacó su placa.
—Por supuesto. Mi colega es diabético. Me espera en el coche. ¿Podría darse prisa?
La mujer, vagamente convencida, obedeció. Tres minutos más tarde, Volo estaba de vuelta en el taxi, apretando el botín contra el pecho.
—Boulevard Voltaire —ordenó.
Ahora sabía adónde iba. No tenía otro sitio, ningún refugio posible.
En pocos minutos había llegado. La llave maestra para el portal. La ganzúa para la cerradura de tres puntos. Cerró la puerta con el pie y sintió una ola de bienestar. En cierto modo, estaba en casa.
En casa de Lionel Kasdan.
En casa del Viejo.
Tiró el morral y el chaquetón. Después de lavarse las manos y de buscar en la cocina una cuchara y un limón se instaló en la habitación. Nervioso, pensando en el sacrilegio que estaba cometiendo, encontró una corbata que utilizaría de torniquete. Luego se sentó en el borde de la cama y se entregó al ritual. Sentía un extraño sosiego. Era la primera vez que preparaba un chute con un objetivo preciso.
Esta vez, la heroína cumpliría el papel del suero de la verdad.
Colocó el algodón en la cuchara. Puso la aguja dentro de la trama de fibras empapadas. El veneno subió por la jeringa.
The needle and the damagedone.
Volokine no sentía ningún cargo de conciencia. Se dijo: «Es por un buen motivo». Se dijo: «Es la última vez». Luego, con una sonrisa en los labios: «Nunca te fíes de un yonqui». Rió. Había entrado en el círculo. Allí donde nada cuenta salvo el extremo bienestar que se aproxima.
Deslizó la aguja bajo la carne. Apretó el émbolo. Sintió una ola de calor que lo invadía y se amplificaba. Podría haber escrito un libro sobre la rapidez de la circulación sanguínea. Sobre la magia de la red de venas que transmite a gran velocidad sosiego y sabiduría eternos.
Durante unos segundos, saboreó esa ola benefactora. Todo retrocedía. El mundo. Su dominio. Su peso. Y cedía el sitio a una extrema liviandad deliciosamente sabrosa. El tiempo había sido abolido. Dejándose llevar por su fuente de placer, Volokine se imaginó a sí mismo haciendo surf sobre una espuma lechosa. Una delicada trama de burbujas etéreas, crepitando en los tímpanos, como el gel de afeitar olvidado en el fondo de sus oídos una mañana irreal…
La explosión de gozo le cortó el aliento. Tuvo hipo. El tipo de sobresalto que se experimenta después de un orgasmo. Luego cayó hacia atrás, lentamente, en la cama, emocionado por el bienestar y la serenidad. Ya solo era un cuerpo en órbita, dorado como un Buda en el fondo de una gruta, girando alrededor de su propia mente, de su propio placer, que incubaba a fuego lento. Acordarse…
Concentrarse en el pasado para desatar el nudo de la verdad… Cerró los ojos y sintió que algo cedía en él.
Hubo un crujido violento, como el ruido de un hueso bajo las manos de un osteópata.
Luego, joder, sí, la puerta se abrió…
En un gran deslumbramiento, lo supo.
Su primer contacto con la Colonia fue un portal electrónico delimitado por una red de alambres de acero erizados con cuchillas de afeitar, claramente electrificados, y torres de observación. Aparecieron dos jóvenes. Parecían dos peponas: regordetes, tez clara, mejillas sonrosadas y cabellos finos; llevaban gruesas chaquetas de lino negro que les daban cierto aire de ferroviarios del siglo pasado.
Hicieron bajar a Kasdan del coche. Inspeccionaron el vehículo minuciosamente. A la salida de Florae, el armenio había escondido su arma en el fondo del maletero, bajo la rueda de recambio. Los guardias fronterizos le preguntaron si llevaba cámara de vídeo o de fotos, pues estaba prohibido filmar y hacer fotografías dentro de la propiedad. Examinaron su documentación y luego le pidieron, muy educadamente, que los autorizara a cachearlo. Tantas precauciones eran absurdas. Su intención era asistir a un concierto de música vocal en una comunidad a priori inofensiva. El armenio se mostró de acuerdo. No era el momento de hacerse notar. Su condición de parisino ya era bastante peculiar.
Los dos guardias le dieron las gracias. La ambigüedad era manifiesta: por una parte, amabilidad y cortesía; por otra, cacheo y cuchillas de afeitar. Kasdan entró de nuevo en el coche. Franqueó el portal con una sensación extraña. Mezcla de curiosidad y recelo…
Ahora recorría el territorio de la Colonia y podía juzgar su inmensidad. Solo se veían campos cultivados que se perdían en el horizonte y dibujaban figuras geométricas tan precisas como los
crops circles.
Dada la estación, la mayoría de las tierras se veían oscuras. Algunas estaban cubiertas con plástico. Otras, por una hierba baja… probablemente pastos destinados a algún tipo de ganadería. Varios silos se alzaban sobre la línea del horizonte como campaniles de plata.
Condujo varios kilómetros bordeando los cultivos. Kasdan había impreso las páginas de la web de Asunción, pero no había tenido tiempo de leerlas y no sabía a qué tipo de actividad agrícola se dedicaban los adeptos a Hartmann. Incluso en pleno sueño invernal, esas tierras respiraban una fertilidad profunda, una riqueza pujante. Vio allí la desmesura de Latinoamérica, la opulencia del Nuevo Mundo. Como si los chilenos hubieran importado la grandeza y la frescura de su país de origen. Tierras nuevas, impacientes, sensibles a la mínima simiente.
Apareció un nuevo recinto. Una muralla de madera. El muro serpenteaba entre el monte bajo adaptándose al relieve de las lomas cual pequeña muralla china. Kasdan pensó en la acacia seyal y en las varas de los niños. Aquella empalizada no estaba construida con una especie tan rara pero, aun así, habría apostado algo a que se trataba de una variedad noble que levantaba una muralla protectora frente a la civilización moderna y su impureza. Al otro lado debían de estar las zonas comunes de la Colonia: los locales administrativos, el hospital, la iglesia, las viviendas de los trabajadores agrícolas. Nuevo
check point.
Más riguroso aún.
Esta vez, los hombres —tipos fuertes y educados— pasaron un espejo bajo el chasis del coche y registraron a fondo el maletero. Kasdan pensó otra vez en su arma y recordó que la había sujetado con cinta adhesiva dentro de la rueda. Tuvo que quitarse el abrigo y los zapatos y pasar por un detector de metales. Tuvo que mostrar una vez más su documentación, que fotografiaron con una cámara digital. Eran las tres y diez pero Kasdan no estaba nervioso. Presentía que todo ese pequeño mundo se comunicaba por VHF y que el concierto no empezaría hasta que él llegara.
Intentó iniciar una conversación:
—¿Ha venido mucha gente?
—Como todos los años.
Descubrió un detalle. Una inflexión en la voz, tal vez un acento…
—¿Qué cantarán?
—Le darán un programa.
No era un acento, era otra cosa… Un velo en el timbre de la voz que resultaba molesto. Kasdan abrió la boca para decir algo más, pero el hombre le devolvió la documentación y le dio un plano. La conversación había acabado.
La carretera estaba asfaltada y serpenteaba entre el tupido monte con reminiscencias del soto corso. Cada tanto surgían algunos edificios entre los bosquecillos o tras los cañaverales. Todo parecía dispuesto como en un cuadro y el paisaje ya no guardaba ningún parecido con las estepas del Causse. Los relieves, las líneas de vegetación, parecían haber sido diseñados por el hombre. Misteriosamente, la inquietud que le había provocado la voz del guardia fronterizo había quedado relegada por ese paisaje demasiado perfecto. Todo allí era artificial.
Las construcciones eran de madera. Madera oscura o clara, según el edificio, pero siempre ensambladas con el mismo diseño depurado. Hartmann y su camarilla habían desdeñado el estilo bávaro y se habían decantado por casas sobrias, robustas, concebidas para afrontar el frío y la nieve. Un doble techo las protegía de la intemperie, y las fachadas mostraban un denso entramado de tablas que conservaba el calor en invierno y el frescor en verano.
Kasdan vio unas luminarias escondidas entre las matas. Estaba seguro de que esos artefactos llevaban integradas células fotoeléctricas y cámaras. Siempre el doble lenguaje. Por un lado, la vida tradicional en la que se había abolido toda señal de modernidad. Por otro, las últimas innovaciones tecnológicas para tener controlados a los miembros de la comunidad y a los eventuales visitantes del exterior.
Llegó a una zona de estacionamiento donde había coches aparcados. Se alzaba un tercer enclave. Otra vez, cables de acero. Sin duda, al otro lado estaba el sanctasanctórum, el «centro de la pureza», donde vivían los miembros de la secta propiamente dicha. Reconoció el hospital, uno de los pocos edificios de hormigón, con el alerón alabeado de aluminio, que se elevaba por encima de la valla. El vestíbulo, acristalado y ya iluminado, parecía una gran nave espacial posada sobre la hierba baja.
Más lejos, en el fondo de una pequeña hondonada, se divisaba una plaza cuyo trazado estaba definido por edificios e invernaderos dispuestos en estrella. En el centro, una colosal escultura de madera representaba una mano abierta hacia el cielo. Gesto tendido hacia Dios que era a la vez ofrenda y súplica. Durante un breve instante, el armenio se sintió tentado de entrar en el hospital y buscar una salida por el otro lado, hacia el valle prohibido. Pero debía ser prudente.
Miró el plano. El concierto tendría lugar en la sala principal del conservatorio, trescientos metros a la derecha, al lado de la iglesia que alzaba su curioso campanil compuesto por cuatro barras de metal cruzadas. Kasdan subió a pie por el sendero de gravilla. Todo estaba desierto. No veía a ningún centinela; sin embargo, se sentía espiado. Llegó al conservatorio; parecía una granja con la fachada horadada por una doble puerta batiente y rematada por una cruz.
En el interior, descubrió un gran vestíbulo con suelo de parquet claro y paredes blancas. De un sistema de rieles, que corrían a lo largo de los paneles, colgaban fotos en color que representaban escenas de la vida cotidiana de la comunidad.