Kasdan y Volokine se miraron. No estaban para bromas.
—No somos especialistas —replicó el armenio.
—Bastaba con mirar las fechas. —Velasco sonrió—. Goetz huyó de Chile en 1987. Los refugiados políticos, me refiero a los que tenían motivos para temer a Pinochet, huyeron en 1973, inmediatamente después del golpe de Estado.
—Nos dijeron que Goetz tuvo problemas con la justicia chilena antes de salir. ¿Cómo se explica eso si estaba del lado del poder?
—Incluso allí las cosas cambiaron. Algunas organizaciones democráticas, ayudadas por la Iglesia católica, recogieron informaciones sobre las personas torturadas, desaparecidas o ejecutadas y elaboraron expedientes. El equipo de abogados de la organización humanitaria Vicariato de Solidaridad, por ejemplo, hizo un buen trabajo. A partir de los años ochenta aparecieron las primeras denuncias. Por secuestros, torturas, asesinatos. Lo que los militares llamaban: detención, interrogatorio, eliminación. Se estima que hubo unos tres mil desaparecidos durante los años duros. Y no solo chilenos. El secuestro de los extranjeros era incluso prioritario. Españoles, franceses, alemanes, escandinavos… eran muchos. Antes de Pinochet, el régimen de Salvador Allende ofrecía una especie de Internacional Socialista. Una utopía hecha realidad que atrajo a todos los militantes del mundo. ¡La época dorada! En fin, para los que creían en esa ideología…
Ese no parecía ser el caso de Simón Velasco. Un barbudo grandote con el pelo plateado. Sus gestos eran amplios. Y su sonrisa era aún más amplia, envolvente, lograba que te sintieras ante una presencia reconfortante. Hablaba francés sin acento, salvo quizá por una inflexión ligeramente esnob, adquirida sin duda a lo largo de sus veladas diplomáticas. El chileno se presentaba a cara descubierta: un burgués de la sociedad de Santiago, que seguramente nunca había visto de cerca ni una cárcel ni un izquierdista.
El hombre los invitó a una limonada helada, algo sin duda curioso teniendo en cuenta el tiempo que hacía. Pero Velasco parecía vivir en un dilatado verano indio en los barrios altos de Santiago de Chile. Los había recibido en su despacho: madera barnizada, piel color caoba, aroma a puro. En la penumbra, Kasdan entrevió las encuadernaciones marrones con reflejos cobrizos de La Pléiade. Se puso las gafas. Leyó: Montaigne, Balzac, Maupassant, Montherlant… Un francófilo puro.
Una vez que hubo llenado los vasos, Velasco posó la jarra de cristal y se sentó frente a ellos.
—En los años ochenta, una amnistía encubierta protegía a los torturadores. Para empezar, estaba el problema de los desaparecidos. No hay cuerpos, no hay víctimas. Por otra parte, la palabra «tortura» ni siquiera existe en el código penal chileno. A priori los militares no temían nada. Pero solo a priori, porque había otros países querellantes. Las demandas de extradición se multiplicaban. En el mismo Chile se hablaba cada vez más de esas denuncias. Los periódicos las mencionaban. Algunos se atrevían a manifestarse en la calle. Pinochet envejecía. Y el mundo cambiaba: las dictaduras, una tras otra, caían. El apartheid se tambaleaba en Sudáfrica. Los muros del Este temblaban. Estados Unidos ya no sostenía a las dictaduras sudamericanas tan descaradamente como antes. El problema tomaba un cariz serio. ¿Extraditaría Chile a sus asesinos?
—Eso es lo que pasó con Pinochet, ¿no? —preguntó Kasdan.
—No exactamente. Pinochet tenía problemas de salud. Viajó a Londres para operarse de una hernia lumbar. No desconfió lo suficiente. En realidad, no había denuncias británicas contra él, pero el juez Baltasar Garzón, de Madrid, logró hacer valer una queja española en el territorio del Reino Unido. Los dos países tienen acuerdos. Pinochet quedó preso en la trampa. Ya no gozaba de inmunidad alguna. Salvo por su edad y su supuesta senilidad. Y salió airoso gracias a eso.
Volokine llevó la pelota a su área.
—Volviendo a Wilhelm Goetz. ¿Sabe qué papel desempeñó durante la represión?
—Ningún papel oficial o importante. Wilhelm Goetz no era militar. Ni tampoco un funcionario del régimen. Pero estaba cerca de los torturadores, en particular de los dirigentes de la DINA, la policía secreta de Pinochet.
—¿Qué hacía?
Velasco se pasó el dorso de la mano bajo la barba.
—No se sabe con certeza. No hubo muchos que sobrevivieran a esos interrogatorios. Sin embargo, su nombre se menciona repetidas veces en varias denuncias. Es evidente que presenció sesiones de tortura.
—Hay algo que no entiendo —intervino Kasdan—. Si esas denuncias provienen de Europa, ¿por qué Goetz vino a refugiarse precisamente en Francia? ¿Por qué se metió en la boca del lobo?
—Una pregunta interesante… Ahí hay un misterio. Goetz parecía no temer nada en Francia. Como si aquí gozara de inmunidad. Hubo rumores al respecto.
—¿Rumores?
El chileno juntó las manos, como diciendo: «No abráis el tonel de las Danaides».
—Políticamente, los años setenta fueron un período complejo. Algunos países tenían acuerdos incomprensibles. Y secretos. Se dice que algunos chilenos gozaban de protección en Francia.
—¿Por qué?
—Misterio. Pero Goetz no es el único que vino a refugiarse aquí. Francia acogió a miembros de la DINA. Todos gozaron del estatus de refugiado político. El colmo.
—¿Tiene la lista de esos «refugiados»?
—No. Habría que hacer averiguaciones. Si quieren, puedo encargarme.
Kasdan reflexionó. Esa nueva evidencia podía explicar los
zottzons
en casa de Goetz. Su testimonio habría puesto al gobierno francés en problemas y la DST no quería que la pillaran desprevenida.
Eligió jugar limpio.
—Creemos que Wilhelm Goetz pretendía testificar en un proceso por crímenes contra la humanidad en Chile. ¿Había oído usted algo de eso?
—No.
—¿Le parece posible?
—Por supuesto. No hay edad para los remordimientos. O tal vez Goetz tenía una razón pragmática para confesar: quizá apareció un expediente que lo implicaba. Quizá quería usar su libertad como moneda de cambio. En ese tema, las cosas se agilizan actualmente.
—¿A qué se refiere?
—La muerte de Pinochet impresionó a todo el mundo. Fue una inyección de energía para los procedimientos en curso. La desaparición del general demostró que la mayoría de los responsables de la dictadura morirían tranquilamente en su cama, sin que nadie los hubiera molestado. En la actualidad, los magistrados se mueven. Los procesos tendrán lugar y caerán cabezas.
—¿En Europa o en Chile?
—En todas partes.
—¿Conoce a abogados franceses especializados en este tipo de asuntos?
—No. No estoy implicado en esos procedimientos. No es mi tarea. Pero puedo darles un nombre que les será útil. Un refugiado político. —Velasco esbozó una sonrisa—. Uno auténtico. Un superviviente que sufrió interrogatorios terribles antes de aterrizar en Francia. Este hombre fundó una asociación dedicada a encontrar a los torturadores dondequiera que se encuentren.
Volokine sacó su libreta Rhodia.
—¿Cómo se llama?
—Peter Hansen. Un sueco. Seguimos con la Internacional de izquierda… Por eso todavía está vivo. Su gobierno lo sacó de las cárceles chilenas.
Velasco se levantó, dio la vuelta a su escritorio y abrió un cajón. Se puso las gafas y hojeó una agenda forrada en piel. Les mostró las señas del escandinavo. Volokine las copió.
—La última pregunta —dijo Kasdan—, por simple curiosidad personal. ¿Cómo sabe usted todo esto? Me da la impresión de que está seriamente implicado en esos expedientes.
Velasco utilizó su sonrisa.
—Solo hace cinco años que soy agregado de la embajada. Un cargo honorífico para ocupar mis días de jubilado. Antes de eso era juez de instrucción.
—Es decir…
—Soy uno de los jueces que persiguieron a Augusto Pinochet, sí. En su propio territorio. Y, créame, fue una partida difícil. El general todavía contaba con numerosos apoyos, y nadie en Chile, me refiero a las personalidades, quería sacar a relucir los trapos sucios.
—¿Usted interrogó a Pinochet?
—¡Yo decreté su arresto domiciliario!
El interés de Kasdan por esos momentos históricos creció.
—¿Cómo se llevaron a cabo los interrogatorios?
—Fue un tanto surrealista. Para empezar, ni hablar de que se desplazara. Así que era yo quien iba, junto con la secretaria del juzgado, a su residencia en Santiago. Simplemente, llamaba al timbre. Con un ejército de periodistas detrás.
—¿Y a continuación?
—Me invitaba a té y hablábamos tranquilamente de la sangre que le manchaba las manos.
Kasdan imaginaba la escena: aquel general tiránico, que había pronunciado la célebre frase: «En Chile no se mueve una hoja sin que yo lo sepa», puesto de repente en la picota, obligado a rendir cuentas a aquel aristócrata elegante…
—¿Sabe? —continuó Velasco—, Pinochet no era como pensábamos, en absoluto. Se había forjado esa imagen de dictador omnisciente, sin piedad, pero de hecho era un hombrecillo insignificante. Un lameculos sin límite. Un marido sometido a una esposa ambiciosa que pertenecía a una clase social más alta que la suya. Ella había descubierto que la engañaba cuando él tenía unos treinta años. De ahí en adelante, tuvo que hacer buena letra. Antes de 1970, Pinochet tenía un único sueño: ser aduanero. Le parecía más prometedor que la carrera militar.
Velasco bebió un sorbo de limonada. A pesar de la perspectiva que daban los años, todavía parecía sorprendido por el surrealismo de aquellos acontecimientos.
—Lo más demencial —prosiguió— era que «Pinocho», uno de sus apodos, estaba en contra del golpe de Estado. ¡Tenía miedo! Se encontró al frente del país por casualidad. Simplemente, Estados Unidos puso en el trono al general más antiguo del ejército de tierra. Augusto Pinochet. Y se lo pasó en grande. Como un niño cruel al que le entregaran un país. Los estadounidenses podían estar contentos: se encarnizó con los socialistas como si pretendiera erradicar una enfermedad contagiosa. En aquella época, los generales decían: «muerta la perra, se acaba la leva».
Estas declaraciones recordaron a Kasdan las palabras de Naseer a propósito del plan Cóndor, que se proponía eliminar el «cáncer comunista» dondequiera que estuviera. Evocó ese proyecto. Velasco respondió:
—Tal vez Goetz poseía informaciones sobre ese punto específico. Tal vez había participado en las operaciones… ¿Cómo saberlo? Murió con sus secretos. A menos, por supuesto, que hubiera prestado declaración antes. Deben encontrar a su abogado.
Volokine le devolvió la agenda y cerró su libreta. El diplomático se levantó y abrió la puerta de su despacho. A modo de conclusión, dijo:
—Supongo que han percibido que yo no estaba del lado de los socialistas. En absoluto. Pertenecía a la alta sociedad chilena y, lo confieso, en la época de Allende tenía miedo, como todos los ricos. Teníamos miedo de perder nuestros bienes. Miedo de encontrarnos en manos de los rusos. Miedo de ver el país desplomarse. Desde el punto de vista económico, Chile estaba al borde del abismo. Entonces, cuando ocurrió el golpe, dijimos «Uf». Hicimos la vista gorda cuando los militares asesinaron a miles de personas en el estadio de Santiago. Cuando los escuadrones de la muerte recorrieron el país. Cuando los estudiantes, los obreros, los extranjeros fueron fusilados en las calles. Y volvimos a nuestras viejas costumbres burguesas mientras medio país se pudría en las cárceles.
Los dos colegas siguieron al chileno hasta el vestíbulo de su casa. Una residencia hispanoamericana, llena de pequeñas habitaciones con ventanas estrechas con rejas de hierro, al estilo castellano.
Ya en el umbral, Kasdan preguntó:
—Entonces, ¿por qué persiguió a Pinochet?
—Una casualidad. El expediente cayó en mi escritorio. Podría haber llegado al despacho de mi vecino. Recuerdo exactamente ese día… ¿Conocen Santiago? Es una ciudad gris. Una ciudad con colores de plomo y estaño. En ese expediente vi una señal divina. Se me ofrecía una posibilidad. La de redimirme del pecado de la indiferencia y la complicidad. Desgraciadamente, Pinochet murió sin haber sido castigado y yo sigo viviendo como un aristócrata, en vuestro país, bebiendo limonada…
—En cualquier caso, Goetz expió su falta. La muerte fue su castigo.
—¿Cree que su asesinato está vinculado con esas viejas historias?
Kasdan le respondió con una frase hecha, que no lo comprometía.
—Por el momento no excluimos ninguna posibilidad.
Velasco asintió. Su sonrisa, que asomaba bajo su barba, parecía decir: «Estáis en la mierda y yo sé bien lo que es eso». Abrió la puerta, y la tormenta penetró con fuerza en el umbral.
—Buena suerte. Los llamaré cuando tenga la lista de los torturadores «importados» por Francia.
Kasdan y Volokine corrieron hacia el coche. La casa de Velasco estaba en el barrio residencial de Rueil-Malmaison. A ambos lados de la calzada solo se veían matorrales espesos y árboles centenarios.
Volokine sujetaba su bloc Rhodia, donde había apuntado las señas de Peter Hansen, el refugiado político y cazador de verdugos chilenos. No hablaron de cuál iba a ser el siguiente paso: ambos sabían que solo tenían esa noche para rastrear la pista política.
Media hora más tarde, Kasdan conducía por un barrio del distrito 18 de calles tan estrechas que sudaba pensando en la posibilidad de hacerle un rayazo al coche. Rue Riquet. Rue Pajol. Por fin, a la izquierda, rue de la Guadeloupe. Bajo aquella lluvia torrencial, la calle parecía una lavadora en pleno centrifugado de los coches aparcados.
Peter Hansen vivía en el número 14. Un inmueble de época indefinida, encajado como una caja polvorienta entre otros edificios. Llave maestra. Unas palabras a la portera y ya estaban de camino al quinto piso. Sin ascensor. En la escalera olía a pintura, pero el temporizador estaba averiado. Subieron guiándose por la luz de las farolas que se filtraba por la ventana de cada rellano.
Cuando llegaron al quinto, localizaron el apartamento de Hansen: su nombre estaba escrito con rotulador en una tarjeta. Kasdan tiró de la cinturilla de sus pantalones, se abrochó la chaqueta y luego puso cara amable: el viejo y entrañable inspector de policía. Llamó. No hubo respuesta. Volvió a llamar. Nada. Un breve vistazo a Volokine: la luz se filtraba bajo la puerta.
Golpeó con violencia.
—Policía. ¡Abra! —gritó.
El ruso ya tenía la Glock en la mano. El armenio desenfundó mascullando una blasfemia. Empujó la puerta con el hombro para examinar la cerradura. La llave no estaba echada. Reculó, se disponía a echar la puerta abajo de un taconazo.