El silencio se impuso en el pequeño salón. Un silencio helado como un iceberg. Ni Kasdan ni Volokine se atrevían a seguir preguntando.
Por fin, Hansen prosiguió.
—Recuerdo aquello como un sueño… Me dormí suavemente al son de la voz de los niños… Estaba en una especie de trance. Las imágenes flotaban en el fondo de mi mente: un riñón pardusco, un hígado negro, unos testículos ensangrentados… ¿Qué me quitarían? ¿Podría identificar mi sufrimiento?
El sueco se detuvo. Los dos colegas contenían la respiración. Esperaban la conclusión del relato.
—En el fondo, tuve suerte —murmuró Hansen—. Era fácil saber qué órganos, pues eran dos, habían extirpado.
Levantó las manos y alzó los mechones grises que rodeaban su rostro.
En lugar de orejas tenía dos heridas suturadas cuyas cicatrices recordaban a una alambrada de espino. Kasdan se obligó a mirar. Volokine apartó la vista.
—No les sorprenda que no conteste cuando llaman a la puerta —concluyó el martirizado con voz sorda—. Antes he visto que se movía cuando ustedes la han empujado. Y desde que están aquí, leo en sus labios. Al final resultó que el
Miserere
de aquellos niños fue lo último que escuché en mi vida.
—¿Arnaud? Soy Kasdan.
—¿Me llamas porque se acerca Navidad?
—No. Porque necesito una información.
—Ya no me dedico a eso. ¿No te has enterado?
—En los años setenta, unos instructores franceses fueron a Chile a dar clases de tortura, ¿te suena?
—No.
La voz de Jean-Pierre Arnaud resonaba dentro del coche. Volokine escuchaba en silencio: estaba quemando una china de costo muy compacta. Su rostro brillaba a la luz de la llama. Esta vez parecía que el testimonio de Hansen lo había afectado, mientras que las muertes de Naseer y del padre Olivier lo habían dejado indiferente.
—¿Podrías comprobarlo? —preguntó Kasdan.
—Me jubilé hace ocho años. Como tú. Faltan dos días para Navidad y acabo de llegar a casa de mis hijos. Esa es la situación, colega. No podemos hacer nada, ni tú ni yo.
Jean-Pierre Arnaud era un coronel del tercer regimiento de paracaidistas de la marina, había entrado en los servicios de información militar en los años ochenta y había terminado su carrera como instructor-armero. Kasdan lo había conocido en esa época. Ambos realizaron los mismos cursos de formación, organizados por los fabricantes de armas automáticas y semiautomáticas.
—¿Podrías informarte? —insistió Kasdan—. ¿Llamar a los colegas? ¿Buscar los nombres de esos especialistas franceses?
—Eso pasó hace mucho. Deben de estar muertos.
—Nosotros seguimos vivitos y coleando.
Arnaud soltó una carcajada.
—Tienes razón. Veré qué puedo hacer. Pero después de las fiestas.
—¡No! ¡Es urgente!
—Hombre, Kasdan, eso es ridículo.
—¿Vas a mover el culo?, ¿sí o no?
—Te llamo mañana.
—Gracias, te…
—Me debes una, ¿no?
—Exacto.
El coronel colgó riéndose. La actitud de Kasdan, el viejo jubilado que se daba aires de policía al pie del cañón, le divertía y consternaba al mismo tiempo.
—¿Le importaría prestarme el coche esta noche? —murmuró Volokine.
Kasdan lo miró pero no respondió. El chaval acababa de encender el canuto.
—Tómeselo como una cesión del Volvo —añadió sonriendo.
—Y una mierda. ¿Para qué lo quieres?
—Tengo que comprobar unas cosas.
—¿Qué cosas?
—Quiero profundizar más en el tema de los niños. Y también en el de las voces. El Ogro. Estoy seguro de que ese es un elemento importante. El chileno trabajaba en París desde hacía veinte años. Quiero encontrar a todos los cantores que estuvieron bajo su dirección. También a los más antiguos. Sobre todo a los más antiguos. Se acordarán. Hablarán.
Kasdan giró la llave de contacto.
—Hay cosas mejores que hacer. Tenemos que llegar hasta el fondo de la pista política. De un modo u otro, el pasado atrapó a Goetz.
—Todo está relacionado. Los niños-asesinos. El
Miserere.
La dictadura chilena. Las tres víctimas, que también son culpables. Deme hasta mañana por la mañana para mis asuntos, y a primera hora nos metemos de lleno en los chanchullos franco-chilenos de aquella época. Se lo prometo.
Kasdan enfiló la rue de la Chapelle en dirección al metro a cielo abierto.
—Está bien —dijo, en tono cansado—. Me bajo en casa y te llevas este trasto. Pero ve con cuidado, ¿vale? Mañana por la mañana volvemos al ataque a las ocho. La Navidad juega a nuestro favor. La Criminal será más lenta que de costumbre. Pero no se quedará quieta…
—El tío que se ha hecho cargo del caso, ese Marchelier, ¿qué tal es?
—Bueno. Arribista. En la jefatura lo llaman «Trampolín».
—¿Cuál es su estilo?
—Taimado. Sigiloso. De los que hacen el amor a su mujer sin despertarla.
Volokine, con los ojos entrecerrados, volvió a sonreír. Ya se divisaba la place de la République. El ruido de la circulación. Las luces. La algarabía del París nocturno. A Kasdan no le apetecía volver a su casa. Le habría gustado recorrer la ciudad durante toda la noche en compañía del joven sabueso loco.
Se detuvo en el boulevard Voltaire, delante de la iglesia de Sant-Ambroise; dejó el motor en marcha.
—¿Has conducido antes un coche como este? Ten muchísimo cuidado con el encendido porque…
—No se preocupe. Olvídese. La noche es mía.
Kasdan se preparó un café fuerte y lo acompañó con las
pahlavas
que la viuda de Alfortville le había dejado en el felpudo de la entrada durante el día. No leyó su mensaje. No estaba de humor para arrullos. Su ronroneante vida de jubilado seguía, pero él había abandonado la rutina. Había recuperado su piel de policía. Su pellejo de guerrero.
Se instaló en el dormitorio, se tumbó en la cama, con el café y las crepes en una bandeja de plata: un trofeo que había ganado en un torneo de tavlí, una especie de backgammon armenio. Si hubiera apagado la luz, se habría dormido en el acto, pero pensó en Volokine y sintió renovadas energías. Él también quería recuperar el tiempo que en cierto modo habían perdido en casa de Hansen. Atrapados por su historia, no lo habían interrogado sobre los otros torturadores que vivían en Francia ni sobre los abogados especialistas en casos de crímenes contra la humanidad.
Cogió los libros de la historia reciente de Chile que había dejado en el suelo, al lado de la cama. Abrió el primero; sentía que sus neuronas estaban alborotadas debido al café.
Para empezar, una apreciación global de los acontecimientos. El gobierno socialista, que había durado tres años, desde 1970 hasta 1973. Luego la dictadura, que había durado diecisiete. A propósito del período del golpe, Simón Velasco había dicho: «Desde el punto de vista económico, Chile estaba al borde del abismo». Tenía razón. Huelgas de obreros, rebelión de campesinos, penuria alimentaria… El socialismo de Allende había hundido a Chile en el marasmo. En realidad, Estados Unidos maniobraba bajo cuerda para provocar ese naufragio: saboteaba todas las medidas del presidente socialista, manipulaba a los sindicatos, condicionaba a la opinión pública. Después de ponérselo todo muy difícil, Washington cortó el grifo. En 1971, los estadounidenses bloquearon cualquier crédito a Chile. Solo les faltaba financiar al ejército con vistas al golpe de Estado.
¿Por qué tanto odio? Kasdan obtuvo las respuestas a lo largo de las páginas. En opinión de los gobernantes estadounidenses, Salvador Allende tenía dos fallos. Un fallo ideológico: era socialista. Un fallo económico: proyectaba nacionalizar las explotaciones mineras de cobre, principal recurso del país, pertenecientes en su mayor parte a compañías estadounidenses. Al Tío Sam no le gusta que le quiten lo que él robó. La historia de Estados Unidos no es más que un atraco a mano armada.
Verano de 1973. Ya nada funciona. Las huelgas se suceden. El país está bloqueado, asfixiado. Es el estado de urgencia. Salvador Allende quiere organizar un referendo —espera renovar su legitimidad frente al pueblo—, pero no le da tiempo. El 11 de septiembre de 1973, los fascistas del partido Patria y Libertad —a quienes los socialistas llaman «lacayos del Imperio americano», y cuyo símbolo es una araña negra que recuerda a la esvástica nazi— hacen caer al gobierno popular.
A Kasdan le estaba gustando eso de refrescarse la memoria. Como todo el mundo, había oído hablar del golpe de Estado de Pinochet, del ataque a La Moneda, el palacio presidencial, y de la muerte heroica de Salvador Allende. Pero él era antes que nada un policía y, por entonces, todas esas historias eran cosas de izquierdistas. Y para él la izquierda era sinónimo de «conflicto», «utopía», «follón».
Siguió hojeando los libros. Las tropas habían bombardeado el palacio, conminado a Allende a rendirse, declarado su gobierno abolido. Solo contra todos, el hombre de Estado ordenó a los suyos que se marcharan y luego se encerró con llave en su despacho y descolgó de la pared el fusil que le había regalado Fidel Castro. Un heroísmo tal que en la edad contemporánea se había olvidado incluso que existía.
Había en el final de Allende algo tan patético y al mismo tiempo tan intensamente hermoso, que a Kasdan se le hizo un nudo en la garganta. Permaneció un momento observando la famosa foto —la última—, de Allende. El retrato de aquel hombre bigotudo, su cuello alto, el casco torcido y la vieja escopeta. Durante su último mensaje por radio, Allende había declarado: «Pagaré con mi vida la lealtad del pueblo». Y también: «No se detienen los procesos sociales ni con el crimen ni con la fuerza. La historia es nuestra y la hacen los pueblos».
Kasdan se mordió los labios. Los socialistas estaban equivocados, pero debía reconocer que tenían cojones. Por esa razón, en el fondo de sí mismo, admiraba a esos idealistas. Sabía que su gran sueño no moriría nunca. Era un ideal, una llamada que tendría muchos rostros y se resumiría siempre en una frase repetida mil veces por los militantes: «Cuando un revolucionario cae, siempre hay diez manos para recoger su fusil».
La historia de la represión le interesaba menos. Siempre las mismas atrocidades. Las cifras, las fechas, las matanzas que no cesaban de repetirse a lo largo de la historia de la humanidad. Se estimaba que diez mil personas habían sido asesinadas durante el golpe de Estado. Ochenta mil detenidos habían permanecido en prisión durante los primeros dieciocho meses del régimen de Pinochet. Ciento sesenta y tres mil chilenos se habían visto obligados a exiliarse. Tres mil habían desaparecido completamente. Ni muertos, ni vivos. Borrados. Evaporados.
Kasdan miró por encima la letanía de las torturas practicadas, primero en el estadio de Santiago, donde habían concentrado a los prisioneros, luego en las cárceles y en los centros de detención e interrogatorio, entre ellos la célebre Villa Grimaldi. Descargas eléctricas, violaciones, bañeras, brutalidades de todo tipo… Kasdan conocía todo eso.
En cambio, no encontraba en aquellas páginas ninguna huella del misterioso sitio adonde habían llevado a Peter Hansen. ¿Quiénes eran esos alemanes, melómanos y cirujanos de pesadilla? ¿Dónde había dirigido Wilhelm Goetz coros de niños mientras se operaba a los prisioneros en vivo? ¿Quiénes eran los militares franceses que habían ido a asesorar a los verdugos del régimen y a perfeccionar sus técnicas de persuasión?
Ni una palabra al respecto en su documentación. Nada que apuntara a expertos franceses ni a nazis reciclados como torturadores. Sus libros hablaban de auténticas bestias, de soldados que se ocultaban detrás de nombres ridículos. «Mano negra» o «Muñeca del Diablo». Campesinos analfabetos que se habían hecho famosos por su salvajismo y su falta de escrúpulos.
El armenio se frotó los párpados. Dos de la mañana. No había aprendido nada. En todo caso, nada que le permitiera esclarecer la serie de asesinatos actuales. Si hubiera sido aficionado a los culebrones, habría imaginado lo siguiente: ciertos ancianos chilenos de origen alemán, que temían por su futuro, habían enviado a Francia a unos niños-asesinos para que eliminaran a los testigos molestos…
Absurdo. Y eso ni siquiera explicaba la totalidad de los hechos. Pues, en ese caso, ¿por qué habrían matado al padre Olivier? ¿Por qué los coros parecían ocupar un lugar central en esa serie de asesinatos? ¿Por qué los crímenes respondían a un ritual? Y ¿qué relación había entre las antiguas desapariciones de niños y aquellas muertes?
Kasdan pensó en el número de preguntas y la ausencia de respuestas. Un estremecimiento lo sacudió. Volvió a oír la vocecita de la noche anterior, en la oscuridad.
¿Quién
anda
ahí
Joder?
Una voz extrañamente suave. Burlona. Una voz que quería jugar… Se dio cuenta de que tenía miedo. De golpe, quiso llamar a Volokine, pero se contuvo.
De repente sonó el móvil.
—Soy Méndez. Tengo los resultados exactos de la metalización de las heridas del mauriciano, ¿te interesan?
—Te escucho.
—Partículas de hierro. Hierro común. A priori, un cuchillo. Más bien antiguo. Un instrumento que dataría por lo menos del siglo XIX. También hay muestras de hueso.
—¿De hueso?
—Sí. De yak. Sin duda, restos de la funda del arma. He hecho algunas llamadas. El arma utilizada podría ser un cuchillo ritual proveniente del Tíbet. Una especie de talismán destinado a ahuyentar a los espectros y a los terrores nocturnos. En resumen, otro chisme incomprensible.
Kasdan reflexionó, pero el cansancio le impedía llevar muy lejos cualquier análisis. Y, de hecho, ese nuevo elemento era la gota que colmaba el vaso. Demasiados contrasentidos.
Se despidió del forense y se fue al salón; se negó a reflexionar. Con el tazón de café en la mano, fue a sentarse en su sillón, cerca de una de las ventanas abuhardilladas que daban a la iglesia de Saint-Ambroise.
Allí buscó la paz dando vueltas a otras torturas, otros horrores que esta vez le eran familiares. Puesto a envenenarse con pesadillas, mejor las suyas.
La selva densa se formó, un sendero de laterita se dibujó.
Se removió en el asiento de piel y se abandonó rumbo a Camerún.
Hacia la escena primitiva, la que lo explicaba todo.
Toda la noche pegado al teléfono.
En primer lugar, Volo había vuelto al 15-17 de la rue Gazan y había registrado la sala de música de Goetz hasta dar con los archivos profesionales del chileno. Unos archivos más bien curiosos: no estaban organizados como una lista de coros sino como una serie de obras que Goetz había dirigido. En la misma línea se podía encontrar, al lado de la fecha del concierto y del número de cantores, el nombre de la iglesia donde había tenido lugar el recital.