Bokobza cambió la diapositiva. Nueva imagen. Barracas. Carceleros. Espectros vestidos con traje de prisionero. Un campo de concentración.
—Hartmann no tiene tiempo de emprender sus investigaciones. Es la guerra y el muchacho, siempre cercano al poder, es enviado a los campos como asesor.
—¿De qué?
—De la actividad musical de los prisioneros. Otra obsesión de los nazis: la música. La ponían por todas partes. Cuando los deportados bajaban de los trenes de la muerte, una fanfarria los recibía. Cuando trabajaban debían cantar. Se torturaba también con música. Las ejecuciones masivas de la población judía del Este se llevaron a cabo con un fondo musical difundido por altavoces. Sin duda, lo que suele llamarse «el alma alemana»…
Kasdan recordó el relato del hombre mutilado, Peter Hansen, sobre el coro que acompañaba a los experimentos quirúrgicos y el testimonio de Condeau-Marie: cómo Hartmann proponía asociar música y tortura. Todo había nacido del horror nazi.
Bokobza hacía funcionar el aparato maquinalmente. Otro campo. Siempre las barracas alineadas, siempre aquel aroma a muerte…
—Primero Hartmann hace una corta visita al campo de Terezin. ¿Ha oído hablar de ese sitio?
—Sí. Pero no me vendría mal que me refrescara la memoria.
—Theresienstadt, en Checoslovaquia, es una de las mentiras más funestas de los nazis. Un campo modelo, un escaparate que enseñan a los miembros de las comisiones de la Cruz Roja y a los diplomáticos para hacerles creer que todos los campos están estructurados siguiendo ese modelo de «colonia judía». Actividades artísticas, trabajos menos penosos… Terezin es célebre porque albergó a la flor y nata de los artistas judíos. Algunos compositores escribieron allí obras maestras. Robert Desnos, el poeta francés, murió allí. En realidad, Terezin era la última estación antes de Auschwitz. De hecho, Auschwitz es el siguiente destino de Hartmann.
—¿Estaba al corriente de las matanzas en los campos?
El investigador soltó una risa siniestra.
—Estaba en primera fila. En la mejor posición para ser testigo de los hechos. Las auténticas duchas que precedían a las falsas, para dilatar los poros de la piel y que el gas penetrara mejor. Los cadáveres que sacaban diez minutos más tarde por una trampilla para quemarlos. Los bebés que a veces sobrevivían, mamando del pecho de sus madres y escapando así al gas mortal, y a los que había que rematar con una bala en el cráneo…
Con un golpe seco, Bokobza hizo pasar una nueva diapositiva. Cenizas humanas vomitadas por hornos en forma de sarcófagos.
—… Los niños quemados o enterrados vivos, por falta de tiempo, por falta de espacio…
El israelí continuaba maquinalmente con una rabia apenas contenida. La inflexión de su voz era cada vez más dura.
—… Los miles de cuerpos removidos con bulldozers para llevarlos a los osarios. Los cabellos cortados de los cadáveres a fin de confeccionar moquetas para los submarinos alemanes…
Nuevo chasquido, nuevo horror. Las escenas que mancharán a la especie humana y la deshonrarán para siempre. Esas de
Noche y niebla
que recuerdan a las pinturas de El Bosco. Cuerpos y huesos indistintos empujados, triturados por las excavadoras, formando colinas blancuzcas de desechos humanos.
—¿Qué hacía Hartmann durante esas… actividades?
—Ha ascendido a capitán de las SS. No tiene una responsabilidad concreta: me refiero en lo concerniente a la exterminación. De hecho, lleva a cabo dos tareas simultáneas: organiza las fanfarrias, los coros, las orquestas y, paralelamente, se dedica a sus investigaciones personales.
—¿Qué investigaciones?
—Tenemos notas sobre el tema; una vez más, de su propia mano. Son textos desordenados. Hartmann estudiaba la voz humana, los gritos, las vibraciones del sufrimiento. Analizaba el impacto de los sonidos en el mundo material y en el cerebro humano. Lo que él llamaba las «fuerzas y turbulencias de las ondas sonoras».
Bokobza pasó a otra imagen. Hartmann sentado a un escritorio con auriculares en las orejas, sonriendo delante de una máquina que debía de ser la antepasada de las grabadoras de cinta magnética.
—En esa época, ¿ya existían grabadoras de cinta magnética?
—Las primeras las inventaron los alemanes, luego fueron utilizadas por los nazis. Hitler empleaba mucho esa técnica. Todos sus discursos radiofónicos estaban previamente grabados para prevenir un posible atentado en la emisora. Nadie sospechó nunca esa superchería.
El armenio observaba al musicólogo de uniforme. Su mirada febril, su fina sonrisa, sus manos huesudas posadas sobre la máquina como si fuera un tesoro…
—¿Grababa los conciertos de los prisioneros?
—No. Captaba los gritos de terror de los deportados. Había colocado micrófonos en los pasillos de las duchas, en las salas de vivisección. Sus asistentes perseguían, micrófono en mano, a los detenidos que arrojaban vivos a los hornos. Vaya usted a saber qué quería encontrar en esos alaridos. Me lo imagino tomando notas, volviendo a escuchar las cintas, ajeno a la pesadilla que lo rodeaba. En eso Hartmann era un auténtico nazi. Compartía con los otros esa indiferencia radical frente al martirio de las víctimas. Como si en el fondo de su conciencia no registrara nada. Supongo que usted vio las imágenes del proceso de Nuremberg. Individuos que parecían perfectamente normales pero cuya alma era deforme, monstruosa. Carecían de compasión. De moral. Carecían de la esencia de lo humano.
Kasdan seguía contemplando en la pantalla a aquel hombre hierático, con físico de intelectual y ojos de loco. Lo imaginaba en el corazón del infierno, preocupado solo por sus notas y por la calidad de las grabaciones. Sí. Su rostro reflejaba indiferencia.
—Al final de la guerra, ¿Hartmann fue hecho prisionero?
—No. Desapareció. Se evaporó.
Nueva diapositiva. Berlín en ruinas.
—Lo volvemos a encontrar en 1947, en la ciudad destruida. Detenido por la policía paramilitar estadounidense en los alrededores del barrio Onkel Toms Hütte. La zona controlada por los ocupantes estadounidenses.
Montones de escombros delante de las casas destruidas. Acequias llenas de polvo. Montones de árboles secos, quemados por el sol. Individuos esqueléticos de mirada obsesiva que parecían buscar algo que llevarse a la boca. El Berlín sectorizado del principio de la posguerra. Un cuerpo urbano invadido por la lepra, devastado por las úlceras…
—No tenemos fotos de Hartmann de este momento, pero el informe estadounidense lo describe como un demente. Un vagabundo místico, un predicador, más sucio que sus propios piojos. Su estado de salud es crítico. Malnutrición. Deshidratación. Sabañones en los pies. Y también marcas de latigazos por todo el cuerpo. Esas cicatrices desconciertan a los estadounidenses. Hartmann parecía haber sido torturado. Pero ¿por quién? El músico lo explica: «Tratamiento personal», respondió cuando lo interrogaron. A diferencia de los criminales nazis entrevistados por los psiquiatras en Nuremberg, Hartmann hablaba inglés. Pude conseguir una grabación. Le daré una copia: es impresionante.
—¿En qué sentido?
—Ya lo verá usted mismo.
El armenio miraba las ruinas grises. Las paredes que ya no se apoyaban en nada. Agujeros, grietas que parecían grandes ojos blancos: ojos sin luz…
Nueva diapositiva.
La misma ciudad en vías de reconstrucción.
—Año 1955. Berlín renace de las cenizas. Hartmann renace también. No está tan loco como parecía. Quiero decir que organiza su vida. En la época de
Alemania,
año
cero
, el musicólogo, a fuerza de discursos de iluminado, forma una especie de grupo. Hombres, mujeres y sobre todo niños. Berlín es un hervidero de huérfanos. Esa banda se constituye como una facción pararreligiosa.
—¿Una secta?
—Un tipo de secta, sí. Poseen un local en la zona soviética. Viven de distintos trabajos, en particular de la costura. Cantan en la calle. Mendigan. Se sabe muy poco sobre el culto que Hartmann enseña. Según parece es muy… regresivo.
—¿En qué sentido?
—Los niños visten el traje bávaro tradicional. Los miembros tienen prohibido el contacto con determinados materiales y utilizar instrumentos modernos.
Kasdan recordó el testimonio del excombatiente que vivía cerca de Saint-Augustin. Niños con sombrero verde, pantalones cortos de piel y zapatos de la Segunda Guerra Mundial. Los hechos coincidían. Un viejo hijo de puta, nazi y místico, muerto sin duda hacía años, había enviado a París, a través de los estratos del tiempo y del espacio, a pequeños asesinos adoctrinados. Necesitaba las fechas.
—¿Cuándo se marchó Hartmann a Chile?
—En 1962. Tenía problemas en Berlín. Se habló de pederastia, pero eso no parecía tener fundamento. Otros rumores se referían a sevicia física y privación ilegal de la libertad a menores, y eso parecía más cerca de la verdad. El credo de Hartmann se basaba en el castigo. La única vía para acceder a la gracia, a la fusión con Cristo, es el sufrimiento. Nada nuevo. Pero Hartmann parece haber llegado muy lejos en su profesión de fe. Para los niños, «sus» niños, como él los llamaba, la vida no debía de ser precisamente una fiesta.
Clic del carro de diapositivas. Un retrato de grupo. En la primera fila, niños rubios, sin sombrero, todos con el típico pantalón bávaro de piel. En la segunda fila, hombres y mujeres jóvenes, de aspecto vigoroso, camisa blanca y pantalón de lino. A la derecha, Hartmann, erguido como un profesor. Alto, delgado, siempre con su melena negra, espesa y tupida, y sus pequeñas gafas redondas.
—¿Ve a Hartmann? ¿Ve la seguridad que transmite? Parece un monitor llevando de excursión a su grupo de colonias. Más que una excursión, lo que prepara es un viaje al infierno. El gurú ha seleccionado sus elegidos antes de marcharse.
—¿Quería crear una comunidad aria?
—En el sentido genético, no. Aunque se afirma que Hartmann siempre controló los nacimientos de su grupo.
—¿Cómo?
—Designaba las parejas. Elegía al hombre y a la mujer que podían unirse. Pero esa selección no era lo más importante de su «obra». Trabajaba más bien en una mutación espiritual. Una metamorfosis que se conseguía por medio de la fe y del castigo. No se trataba de eugenesia. Aun si en Chile se fue rodeando progresivamente de médicos, de especialistas…
Kasdan pensó en los cirujanos zumbados que habían torturado a Peter Hansen. Hartmann estaba en el ajo, de eso no cabía duda. Incluso podía ser que todo hubiera ocurrido en el seno de su grupo.
—¿Dónde vivía Hartmann en Chile?
—En el sur, a unos seiscientos kilómetros de Santiago, entre la ciudad de Temuco y la frontera con Argentina. Las autoridades de aquellos tiempos le asignaron un régimen especial de «sociedad de beneficencia» y le concedieron unas tierras vírgenes. Miles de hectáreas al pie de la cordillera de los Andes. El acuerdo tácito era: «Usted despierte esta zona y nosotros lo dejamos en paz». Hartmann cumplió su parte del contrato. Mucho más allá de lo imaginable. Frente a los campesinos chilenos, más bien perezosos, los disciplinados arios hicieron prodigios.
Nueva imagen. Vista aérea de una inmensa explotación agrícola. Campos divididos en cuadrados, rectángulos, rombos, como telas extendidas al pie de los Andes. Casas de madera, ríos que atravesaban las praderas. Un auténtico paisaje de tren eléctrico.
—En pocos años, el enclave alemán se convirtió en la zona más próspera del país. Una agricultura rigurosa. Una producción intensiva. Nadie había visto nada parecido en Chile. En ese momento, Hartmann compró las tierras. Levantó una muralla y transformó su propiedad en una fortaleza. La bautizó Asunción en homenaje a un grupo de misioneros españoles del siglo XVI que fueron a evangelizar a los indios guaraníes de Brasil. No tiene ninguna relación con la capital de Paraguay. Asunción: elevación del espíritu. Más claro, el agua. Durante años, los supermercados chilenos estuvieron llenos de productos Asunción. La cara sonriente de la fertilidad disimulaba al rostro del mal.
—¿Torturaba a los niños?
—Hablaba más bien de «quintaesencia», de «purificación», de «dominio del dolor»… Todo esto formaba parte de una compleja evolución. El objetivo era superar el sufrimiento con el sufrimiento. El cuerpo atormentado era para el alma una especie de vehículo que te permitía llegar a ser más fuerte y reunirte con el Señor. Eso es lo que Hartmann preconizaba en su comunidad, a la que pronto se la llamó «la Colonia». Un renacimiento del espíritu por medio de la carne.
Kasdan seguía observando la vista aérea del enclave. ¿Sería posible que la pesadilla a la que se estaban enfrentando surgiera de allí, de esa extensión floreciente y fértil?
—Según mis informaciones —dijo el armenio—, Hartmann participó en las operaciones de tortura del régimen de Pinochet.
—Por supuesto. Era un especialista. Conocía las técnicas. Y también sus efectos, puesto que él y sus criaturas se autoinfligían castigos terribles. A partir del golpe de Estado, la Colonia pasó a ser un centro de detención muy eficaz. Una verdadera sucursal de la DINA, la policía política de Santiago. Se comunicaban con Santiago por radio día y noche.
—¿Cómo podía alguien tan piadoso ayudar a los militares?
—A Hartmann le importaban un bledo los generales y su dictadura. Él quería redimir las almas de los izquierdistas. Almas perdidas. Pecadoras. Las purificaba por medio del sufrimiento. Por otra parte, Hartmann se consideraba un investigador. Estudiaba las zonas del dolor, los umbrales de tolerancia del ser humano… Y los prisioneros políticos constituían un ganado perfecto en ese contrato de aparcería… Desde un punto de vista más prosaico, el alemán sabía que el hecho de hacer un favor a los generales le garantizaba inmunidad total y numerosas subvenciones. También había conseguido autorización para la explotación minera en suelo chileno: extracción de titanio y molibdeno, metales raros utilizados en la industria armamentística. Y, por supuesto, oro.
—En los años ochenta, los torturadores chilenos empezaron a tener problemas…
—Hartmann no fue una excepción. Numerosos prisioneros habían desaparecido en el seno de la Colonia. Hubo denuncias contra la secta. Las familias de los campesinos también acusaron a la Colonia de «secuestros» y de «privación ilegal de la libertad». Como la primera vez, en Alemania. Hay que comprender el sistema Hartmann. Había construido un hospital gratuito, había creado escuelas, centros de recreo. Las gentes del lugar le habían confiado a sus hijos para que aprendieran los métodos de cultivo, los principios de agronomía, ese tipo de cosas. Pero cuando esos padres quisieron recuperar a su progenie, la cosa fue muy distinta. Hartmann era el amo de aquella región medieval. Una especie de Gilles de Rais reinando sobre sus siervos. De hecho, tenía un apodo. El Ogro.