Los años pasan en Bièvres, donde se entrenan los tíos de la RAID. En 1991, Kasdan vuelve a la calle. Forma parte de la Brigada Criminal. Hasta ese momento, Duduk nunca había sido un investigador puro. Hombre de acción, agente de la Secreta, nunca había tenido que bregar con la búsqueda de pistas, el papeleo, los procedimientos, los análisis científicos… A los cuarenta y siete años, Kasdan se convierte en un investigador prodigioso. Un experto capaz de descubrir indicios, de desmenuzar hechos, de volver a unir las piezas y de acorralar a los sospechosos…
Sobre ese período, Volokine había podido hablar con un colega de Kasdan. El armenio se había revelado un verdadero sabueso. Un hombre que tenía siempre la antena puesta. Un sexto sentido para registrar los detalles rozando la supermemoria. Un tío capaz de leer los labios, de memorizar los rostros que había visto una sola vez y, sobre todo, un policía que dominaba el arte de sondear las almas, las motivaciones, las mentiras.
Volokine intuía que a esa edad Kasdan poseía una gran experiencia del mal y de la violencia y que había logrado revertiría, canalizarla en la caza de asesinos. Se había convertido en un artífice de la paciencia, se tomaba el tiempo necesario para identificar al culpable.
1995.
Kasdan es nombrado comandante a los cincuenta y un años y se jubila a los cincuenta y siete, la edad reglamentaria. Desde ese día nadie en la PJ había vuelto a tener noticias suyas. Nunca se lo había visto por los despachos del 36. Nunca le había dado la tabarra a nadie contando batallitas.
Kasdan había pasado página.
Cuatro de la tarde. Volokine se despidió de los funcionarios y abandonó los archivos con la cara propia de un tío que anda metido de lleno en una investigación. Las informaciones bullían en su cabeza. Kasdan, cuarenta años de buenos y leales servicios, intachable y valiente. Un policía incorruptible. Un policía auténtico. No uno de esos mariquitas de las novelas policíacas, esos que tocan el violín los fines de semana o les apasiona la filología. Caminando hacia su coche, una idea se adueñó de la mente de Volo. Tenía la sensación de que detrás de ese perfil había otra cosa. Un fallo que no podía definir pero que su intuición había detectado.
Fue a un cibercafé y se sentó en una cabina al fondo del local. Objetivo: encontrar rastros de Kasdan en la red. Notas de prensa, participaciones en asociaciones armenias, discursos de boda… Cualquier cosa que fuera de orden privado.
Unos clics más tarde, Volokine no podía creer lo que tenía delante.
Había descubierto una fuente inesperada. ¡La autobiografía del poli armenio firmada por su propia mano! No una obra editada, ni siquiera un texto cronológicamente estructurado, sino una serie de artículos publicados en
Ararat,
una revista mensual de la comunidad armenia, vinculada con la asociación UGA, Unión General Armenia, con sede en Alfortville. Desde hacía años, Kasdan redactaba un artículo mensual sobre un tema determinado, partía siempre de una anécdota personal y llegaba a su tema favorito: su Armenia querida.
Esa crónica abordaba todo tipo de asuntos. Problemas con los pasaportes armenios. El monasterio de San Lazzaro, en una isla de la laguna veneciana. Las novelas de William Saroyan. La carrera de Henri Verneuil, cineasta francés cuyo verdadero nombre era Achad Malakian. Kasdan había redactado incluso un texto sobre un grupo neometal estadounidense, System of a Down, cuyos integrantes eran todos de origen armenio. Ese detalle sorprendió a Volokine. Hacía años que escuchaba a ese grupo de Los Angeles; le costaba imaginarse al abuelete escuchando «Chop Suey» o «Attack», con sus alaridos y guitarras saturadas.
A lo largo de la lectura, su sorpresa no hacía más que crecer. El armenio parecía refinado, complejo, lleno de matices. «Un intelectual», había dicho Broussard. En todo caso, nada que ver con el poli brutal, con orejeras, que «no lo vio venir» cuando un sospechoso la palmó en sus manos.
El artículo sobre San Lazzaro degli Armeni era especialmente conmovedor. Después de regresar de Camerún en 1964, Kasdan se había exiliado en esa isla, habitada exclusivamente por monjes armenios. Allí se había empapado de esa cultura y perfeccionado sus conocimientos del idioma. Las palabras de Kasdan, la manera de describir su soledad, su sosiego, despertaron ciertos recuerdos en Volokine, quien también había tenido sus momentos de retiro: sus períodos de desenganche. Él también había saboreado esa paz, en versión más movida, cuando se había alejado o había intentado alejarse del caos de su existencia, marcada por la violencia y la droga.
Había otro artículo impresionante. Sobre un pintor, Arman Tatéos Manookian, un armenio de origen turco, apasionado por Hawai, que se estableció en Honolulú en los años treinta. Una especie de Gauguin —sus telas estaban llenas de color— que, fulminado por una depresión, se quitó la vida por envenenamiento a los veintisiete años.
El texto de Kasdan era sobrecogedor. El armenio describía las dos caras del artista. Las líneas puras y las superficies de colores planos de sus telas, las tinieblas de su mente. Volo no era tonto. Kasdan hablaba de la depresión desde dentro. El poli había sufrido trastornos psíquicos.
El último retrato memorable era el de Achad Malakian, alias Henri Verneuil. El cineasta francés tenía todo lo necesario para seducir a Kasdan. Primero, era inmigrante como él y con frecuencia su obra expresaba, a menudo entre líneas, lo que se sentía en el exilio. Por otra parte, Verneuil era el hombre del cine de acción de los años sesenta. El de Jean-Paul Belmondo y Alain Delon. Volokine presentía que Kasdan siempre se había identificado con ese tipo de polis. Al fin y al cabo él era una especie de Belmondo real, el héroe de
Pánico en la ciudad.
Más profundamente aún, Volokine intuyó la pasión de Kasdan por el cine en blanco y negro. Esa estética de contrastes, de sombras proyectadas, de rostros abordados como paisajes. Sí, Kasdan veía la vida en blanco y negro. Se consideraba a sí mismo un héroe de novela policíaca, con valores pasados de moda y un acento que arrastraba las palabras. Jean Gabin en
Gran jugada en la Costa Azul.
Volokine salió del cibercafé a las seis de la tarde. Pronto sería la hora de la cena en el centro de desintoxicación. Se metió en el RER, pensativo. Intentó hacer una síntesis de Kasdan. Sesenta y tres años, un metro ochenta y ocho, ciento diez kilos. Un as del delito flagrante, secreta, instructor, sabueso. Pero también armenio, un exiliado melancólico que iba a la iglesia todos los domingos e imitaba a Charles Aznavour en las bodas —detalle que había conocido a través de otro policía armenio con el que había hablado por teléfono—; un hombre, en fin, cuya personalidad se nutría en la comunidad armenia. Un ser atormentado, tal vez depresivo, con un montón de valores contradictorios. Una especie de intelectual, más bien tacaño, que tenía fama de mujeriego pero que nunca había abandonado a su mujer.
Al llegar al centro de desintoxicación, una imagen mental impresionó íntimamente a Volo. Kasdan era una bomba de fragmentación. Un conjunto de cargas concentradas, listas para explotar. Si Duduk no había estallado, si no había lanzado fragmentos mortales por todas partes, era gracias a su trabajo de policía, que siempre lo había mantenido entero… y en pie.
Volokine abrió el portal sin llamar y entró en el solar baldío que hacía las veces de jardín del centro. Se sentó en una carretilla, cerca del huerto. Su escondite habitual para liarse un canuto. Sacó su conclusión sobre su rival. Un compañero de equipo potencial con el que solo tenía en común una cosa: su vocación de policía. En suma, lo principal.
Instalado en la carretilla, sintiendo ya que el frío nocturno le penetraba los huesos, Volokine abrió lentamente un Craven con una uña, a lo largo, y distribuyó el tabaco rubio en dos papeles de liar unidos. El ruido del portal le hizo alzar los ojos e interrumpir la operación.
Volo se quedó boquiabierto.
Por delante de la verja, la bomba de fragmentación se acercaba en persona.
Lionel Kasdan parecía un tipo con mala leche.
Chaquetón color arena y pañuelo beduino alrededor del cuello.
Volo sonrió.
Esperaba esa visita, pero no tan pronto.
—Hola —dijo Kasdan.
No hubo respuesta.
—Sabes quién soy, ¿no?
Silencio.
Gracias al resplandor de las bombillas de la verja, Kasdan podía ver su rostro con mayor nitidez que en la foto. Lo primero que le llamó la atención fue la belleza del tío. Sarkis no había mentido: el muchacho, a pesar del pelo apelmazado por la lluvia y la barba de tres días, resplandecía. Rasgos proporcionados, grandes ojos claros bajo espesas cejas —justo lo necesario para no parecer una chica—, boca sensual, bien dibujada, que te hacía pensar en los jóvenes cantantes de rock herederos de la escuela grunge.
—Sin duda estás en la fase de vegetal —prosiguió—. Pero no me lo creo. En absoluto.
Volokine ni siquiera pestañeó. Con los talones encajados contra las paredes de la carretilla, miraba un punto fijo y lejano, indiferente a la llovizna que le empapaba el pelo.
El armenio paseó la mirada alrededor: unos palos descansaban sobre dos caballetes. Se decidió por una medida drástica. Con un solo movimiento, cogió con las dos manos uno de los palos, como si fuera una katana, se volvió e hizo un amago de descargarlo sobre la cabeza del yonqui.
No pudo más que iniciar el movimiento. Volokine le había bloqueado los dos brazos en el aire con la mano izquierda. En cuanto a la derecha, Kasdan podía sentir la vibración de su puño a unos milímetros de su garganta. Un estremecimiento helado lo recorrió de arriba abajo: la convicción de que con un solo golpe el joven rebelde podría haberlo vencido, a él, a sus ciento diez kilos y su supuesta fuerza.
—Veo que estás recuperando los reflejos.
Volokine asintió. El tabaco rubio, repartido en un papel de liar en los pliegues de su chaqueta, no se había movido.
—Son mejores que los suyos, abuelo.
Kasdan retrocedió, liberándose de sus garras. Tiró su «katana» al suelo.
—No me cabe la menor duda, muchacho. Pero preferiría que te ahorraras los apelativos peyorativos. —Se frotó las palmas—. ¿Qué tal si pasamos a las presentaciones?
—No hace falta. Me he informado sobre usted.
—Eso es lo que quería saber. ¿Qué sabes de mí?
—Lionel Kasdan. Cruzado armenio. Presto a defender por todos los medios a la viuda, al huérfano y a los inocentes… Sobre todo si vienen de su tierra.
—¿Cómo te enteraste del asesinato?
—El Estado Mayor. Tengo una amiga que trabaja en place Beauvois. Me pasa las informaciones que me interesan.
Desde el principio, Kasdan había dado en el blanco. Decidió jugar la baza de la complicidad.
—¿Te la tiras? —preguntó guiñando un ojo.
—No. —Volokine terminó de liar el cigarrillo, sin duda un canuto en marcha que, por el momento, renunciaba a «aderezar»—. No soy como usted.
—¿Como yo?
—Me han dicho que usted la metería hasta en el agujero de un muro.
Saber que todavía tenía esa reputación de semental le enorgulleció y al mismo tiempo le molestó. Aquella leyenda, en parte falsa, que él había alimentado durante su carrera, ahora le parecía vulgar. Comparado con él, ese muchacho demacrado, mal afeitado, desprendía una pureza mucho más seductora.
—Olvídalo. Entonces, ¿te enviaron el télex de Vernoux?
—Por e-mail, sí.
—¿A qué hora?
—Anoche. Hacia las once.
—¿Y esta mañana has llamado a la Policía Científica?
—Acabe con las preguntas. Ya sabe las respuestas.
—Lo que no sé es por qué te interesa este caso.
—Hay niños implicados.
—Hay un niño implicado. Un testigo. ¿Te consideras un experto?
El ruso le sonrió. Un destello sensual de la comisura de los labios que debía de dejar embobadas a todas las secretarias de los despachos de la Prefectura de Policía.
—Kasdan, usted también conoce mi historial. De modo que no perdamos el tiempo.
—Eres un madero de la BPM, obsesionado con los pederastas. No eres experto en crímenes de sangre. Ni tampoco eres un psicólogo encargado de interrogar a los niños implicados en este caso.
El ruso encendió el cigarrillo y apuntó con él a Kasdan.
—Usted me necesita.
—¿Para interrogar a los críos?
—No solo para eso. Para comprender lo que está en juego en este caso.
Kasdan soltó una carcajada.
—No te hagas el duro: dame una pista.
El joven policía aspiró una larga bocanada y echó un vistazo al viejo veterano. Sus ojos brillaban con un resplandor cristalino bajo la lluvia, cada vez más fuerte. Unas gotas perlaban sus pestañas. Kasdan comprendió. Todo aquello… el estado de abstinencia, la apatía, la vulnerabilidad del tío en pleno síndrome… era un camuflaje: un engaño.
Bajo esa ruina había un genio.
Un soldado que podía constituir una pareja perfecta.
—Las huellas de las zapatillas.
—¿Qué pasa con esas huellas?
—No son de un testigo.
—¿No?
—Son del asesino.
Los ojos claros se hundieron en las pupilas de Kasdan.
—El asesino es un crío, Kasdan.
—¿Un crío? —repitió el armenio como un estúpido.
—Mi hipótesis es que Goetz era un pederasta. Uno de los chicos del coro le ajustó las cuentas. Esa es la historia. La venganza de un chaval violado. La conspiración de un niño.
Durante el camino de regreso, una frase le daba vueltas en la cabeza. Una réplica famosa de Raimu en
Les inconnus dans la maison
, una película de Henri Decoin. Haciendo el papel de un abogado alcohólico, el actor se dirigía al tribunal: «¡Los niños nunca son culpables!». Kasdan repitió esa frase en voz alta, imitando el acento meridional del actor: «Los niños nunca son culpables…».
Como respuesta a esa afirmación, oía la réplica de aquel joven ambicioso: «El asesino es un crío». Absurdo. Chocante. Estúpido. En cuarenta años de carrera, Kasdan nunca había oído hablar de un asesinato cometido por un niño, salvo, muy rara vez, en las páginas de sucesos. Y ahí estaba él. Había recorrido cincuenta kilómetros, había perdido tres horas de su tiempo, para oír una gilipollez.
Ya se había formado una opinión sobre Volokine. El joven ruso estaba como un cencerro. Un hombre bajo tensión que a buen seguro había sufrido una situación traumática en su infancia y veía pederastas por todas partes. Un apretón de manos, un intercambio de números de móvil y Kasdan le había hecho comprender que debía quedarse donde estaba. Descansar en el centro de desintoxicación y dejar de entrometerse en aquella investigación.