»Y no le hablo del arte, que tiene sobre mí un poder irresistible, pavoroso, lacerante. He viajado mucho, pero, cuántas veces, no pudiendo resistir las congojas causadas por repentinas nostalgias, partí apresuradamente para ir a ver la
Sainte Chapelle
o la
Resurrezione
de Pier della Francesca, el Sindaco del Villaggio que se admira en el Museo de El Cairo, o la
Galatea
de Rafael, o los Goya que hay en el Prado, las esculturas de Olimpia, un retrato de Bronzino o de Rembrandt. Era como un amante angustiado por la lejanía del ser amado, que recorre miles de millas para ver, aunque sea por unos pocos minutos, los ojos, la boca, la cabellera, las manos que le han embrujado.
»Siento fuertemente, y por eso amo fuerte y perdidamente. Tengo también la malhadada pasión de hacer sentir a los demás lo que yo siento, de querer persuadirles a que amen lo que amo. Por esto siempre estoy excitado, me siento feliz y lacerado, torturado por el recuerdo y la espera, siempre estoy en el fuego del incendio, siempre me veo en movimiento sobre la tierra, siempre intranquilo, lleno de gozo y de locuacidad.
»Usted no imagina qué dilapidación de fuerzas, qué gasto de nervios y de sangre me cuesta ese perpetuo amor. Desde hace muchos años casi no puedo dormir, y frecuentemente me olvido de comer. Para el que ama desesperadamente al amor, toda hora de sueño es una hora de ausencia y de pecado, de vergüenza, de martirio. Si el universo es una perenne posibilidad de hacer maravillosos descubrimientos, si la vida es un milagro continuo, si el amor, el amor desinteresado y fiel, es la única ocupación digna de un hombre, entonces la indiferencia y el olvido son culpas inexpiables contra el espíritu y contra Dios. Pero esa llama interna me ha consumido, me derrite, me destruye, me mata. Siento que no puedo resistir más, que estoy ya en vísperas del fin. Hércules pudo arrancarse de encima su vestido de fuego, pero mi fuego está en lo interior, me quema hasta las últimas fibras en cada instante. Perdóneme que no le pueda decir cosas diversas, que no pueda darle otras noticias respecto de mi persona. Quizá no volveremos a vernos. Acuérdese de mí. El amor ha saturado y colmado mi vida, el amor me mata, ¡adiós!
Dos días después fui a la casita de Runo Elodial y golpeé a la puerta con ánimo de pedir noticias acerca del joven. Salió una anciana vestida de blanco, quien me dijo que Runo había expirado la noche anterior.
Biarritz, 3 de agosto.
Me hallé casualmente en la playa con mi viejo amigo Dodsworth, de Minneapolis, quien estaba en compañía de un joven de tez oscura y de ojos vivaces, que me pareció era un mestizo con algo de sangre india. El amigo Dodsworth me lo presentó: se llama Curro, Alcionillo Curro, y parece ser brasileño.
—El señor Curro —siguió diciendo Dodsworth— es el sabio más fantástico que he conocido en mi vida, y precisamente ahora me estaba hablando de su teoría sobre la resurrección de la materia. Estoy seguro de que tendrá la amabilidad de exponerla también ante ti.
El joven Curro no se hizo rogar; se veía claramente que tenía alma de apóstol. Nos sentamos en un bar, y una vez frente a tres vasos de whisky la conversación comenzó así:
—¿Conoce usted —preguntó Curro— la teoría de Preyer?
Tuve que confesar mi ignorancia, aquélla era la primera vez que oía ese nombre. El apóstol científico continuó hablando:
—Preyer fue un sabio del ochocientos, a quien su época no fue capaz de comprender, cosa que sucede frecuentemente. Usted sabe que, a pesar de los esfuerzos de los mecanicistas, la ciencia no logró explicar jamás cómo es que la vida puede surgir de la materia inerte, de la materia inorgánica. Preyer tuvo una idea digna de su genio: pensó que si es inconcebible el paso de la materia a la vida, puesto que ésta presenta caracteres completamente nuevos y no reducibles a fenómenos físicos, es concebible en cambio, y más aún, es natural, la realización del paso opuesto: de la materia viviente a la materia muerta. Por disociación o decadencia se puede pasar del conjunto a lo simple, mientras que nuestra mente no logra comprender la aparición repentina de la novedad y de la complejidad en los cuerpos elementales y casi homogéneos. Cada día asistimos en la naturaleza a la transformación de seres vivientes en materia muerta, mientras que por todos los biólogos es reconocida como imposible la generación espontánea, o sea: el nacimiento de un viviente que no provenga de un germen o de una madre viviente.
»Preyer sostuvo entonces una hipótesis que parece ser más audaz, pero que según mi juicio está muy fundada. Según él, en un principio todo el universo estuvo vivo, estuvo constituido enteramente por lo que se llama vida. En el principio era el Verbo y el Verbo se encarnó en la Vida. Este concepto concuerda mejor que ningún otro con la dignidad del Creador. ¿Cómo podía Dios, que es puro espíritu, dar origen a un mundo formado de materia inerte, o sea a una sustancia tan inferior a la suya? No; creó la vida, solamente la vida, esa vida que, incluso en sus formas más humildes, está asociada a las manifestaciones espirituales.
»Pero la vida, como para pagar su divina superioridad, está sujeta a la muerte. Y aquí se halla, finalmente, la revelación del misterio que fatiga desde hace siglos a los hombres. La materia no es más que el inmenso cadáver de la vida originaria. No sucede que surja la vida de la materia, como sin prueba válida alguna lo pretenden los materialistas, sino que de la vida que poco a poco se apaga, toma su origen lo que hoy se denomina materia. Los seres vivientes no serían otra cosa que los últimos restos supérstites de aquella vida total y triunfal que llenaba el universo. Hoy, en cambio, el universo se ha convertido en un interminable cementerio donde las criaturas vivas, restos extremos de la creación viviente, parecen ser huéspedes errantes y amenazados, raros y casi a desaparecer en medio de un mundo que poco a poco se ha vuelto inerte e inorgánico por parálisis y caquexia en el decurso de los milenios.
»Los célebres experimentos de Bose han venido a confirmar la intuición de Preyer: incluso en los metales, hasta en las piedras, hay trazas aun cuando sean mínimas y apenas perceptibles, de algunos caracteres de la vida, por ejemplo, de la sensibilidad y de la enfermedad.
»Si estas concepciones son verdaderas, y yo las juzgo científicamente demostrables, corresponde al hombre, al supérstite más consciente de la vida universal, una labor y misión gigantesca: la resurrección de la materia. Si ésta fue en su origen enteramente viviente, debemos restituirla a su estado primitivo, a su dignidad superior. Las piedras que hollamos, las inmóviles montañas que contemplamos maravillados, las rocas y las aguas, todos esos elementos fueron en un principio criaturas semejantes a nosotros, capaces de sentir, de amar, de pensar, de engendrar. En una palabra, son seres hermanos nuestros, que están adormecidos en el inmóvil congelamiento de la muerte. Es deber nuestro resucitarlos, elevarlos nuevamente a la vida, y solamente entonces será posible la sublimación suprema: el retorno de toda la vida al espíritu puro, la ascensión del universo a Dios.
»El Espíritu por excelencia, o sea Dios, creó la vida; la vida decaída y extinguida se ha cambiado, en su mayor parte, en materia; ahora debemos hacer el camino contrario: devolver la vida a la materia, a toda la materia; luego transformar la vida, toda la vida, en espíritu, y de este modo reunir al universo con su Creador.
Dicho esto, Curro calló y bebió su whisky. Por su rostro oscuro, de mulato, corrían gotas de sudor; sus negrísimas pupilas se habían dilatado hasta ocupar casi todo el ojo; jadeaba ligeramente, pero sus labios tenían un firme rictus de sonrisa feliz.
Le pregunté tímidamente si había pensado en los medios para lograr esa milagrosa resurrección de la materia. Se secó lentamente el sudor y luego de unos breves momentos de silencio respondió así:
—Entreveo ya el método que nos llevará certeramente a la resurrección. Se me ocurren instalaciones colosales que requerirán gastos cuantiosísimos. Soy pobre y no me escuchan; los más benignos me juzgan un loco; los más malignos un engañador. Me he dirigido a los sabios y a los gobiernos de muchas naciones, pero ninguno quiere proporcionarme ni un centavo. Usted es rico, y creo que fabulosamente rico. Ayúdeme. Se trata de una obra gigantesca e ilimitada, pero que cambiará la faz del mundo y la suerte del género humano.
—Lo pensaré —le respondí—. Pero ahora debo dejarle porque ya estoy atrasado y alguien me espera en el hotel.
Me levanté, saludé al amigo Dodsworth y al joven Curro y salí del bar con tanto apuro que me olvidé de pagar mi whisky.
(O CERCA DE LA FILOSOFÍA Y LA POESÍA)
París, 20 de marzo.
Paul Valéry, miembro de la
Académie Frangaise
, es un hombrecillo de exterior modesto, de rostro delgado, de cabello blanco, que recuerda mucho a ciertos distinguidos ex empleados ya jubilados de los ministerios franceses.
Es distraídamente afable con los desconocidos; aun cuando junto con Alain sea considerado el
penseur national,
habla gustosamente con los que gustosamente le escuchan.
No había tenido valor para ir en su busca, pero lo encontré por casualidad en un almuerzo de amigos comunes, y por espacio de varios minutos pude conversar con él.
Cuando supo que yo era ciudadano norteamericano, creyendo hacerme un favor recordó en seguida a Edgar Poe.
—Poe ha sido uno de los grandes maestros de mi gran maestro Mallarmé, y yo mismo escribí un ensayo sobre
Eureka,
pues considero que este libro ha sido dejado de lado, con excesiva ligereza, por los literatos ignorantísimos de todo lo que es ciencia y pensamiento. Lo cual no quiere decir —añadió con una maliciosa sonrisa— que sean muy sabios en su arte. Poe, lo mismo que yo, fue poeta y filósofo, tomando esta palabra en su más humilde significado etimológico.
Le pregunté cómo se podían unir, en una misma persona, dos facultades que para los profanos parecen ser incompatibles entre sí.
—Los profanos —respondió—, no pueden hablar sino como profanos, o sea, como esos que nada saben de las cosas de las que quieren hablar. Desde los griegos hasta nosotros la verdadera poesía es también pensamiento, y por otra parte, el verdadero filósofo no llega a ser tal si no tiene en sí algo de la imaginación que es la trama secreta de la poesía. Poetas y pensadores escriben dictándoles los dioses, pero como usted sabe, los dioses son avaros y celosos, y no dictan más que el primer verso del poeta y el primer párrafo del discurso.
Le pregunté entonces cuál de las dos actividades le había proporcionado goces más profundos, y me respondió:
—Ni el poeta ni el filósofo van en busca de goces. La poesía no es un vino generoso ni es la filosofía un éter que cause placer. Estos dos superiores juegos de los más nobles espíritus son, casi siempre, fatigantes y engañadores. La poesía, cuando tiende hacia lo absoluto se halla frente a lo inexpresable; el pensamiento, cuando intenta poseerse plenamente a sí mismo, se debate contra el muro de lo imposible.
»La verdadera, la única tragedia del hombre es la que yo mismo he vivido y recitado hasta la última escena. El hombre que sale de lo común descubre que la más elevada operación posible es la del pensamiento desinteresado, del pensamiento no envilecido al servicio de los dogmas de la civilización ni destinado a consolar los temores de los débiles. Pero el pensamiento puro es un microscopio quemante, que consume aquello mismo que debería hacernos ver; a fuerza de análisis, de profundizaciones, de críticas y subdivisiones, hasta el pensamiento más independiente y audaz se corroe y mina a sí mismo, se da cuenta de su propia falacia e inutilidad, disuelve y destruye su propio objeto. El pensamiento que no conoce el temor siempre concluye por ser suicida. La única actividad del hombre, pues, que vale la pena ser cultivada, conduce a la desesperación y al aniquilamiento. Los que no saben o no admiten esto…
Lamentablemente, en aquel preciso instante se acercó a Paul Valéry una bella y joven señora, prodigándole una sonrisa maravillosa que invitaba más que cualquier frase, y el
penseur national
haciendo un gesto de excusa dejó truncado su doloroso raciocinio. Durante el resto de la noche no logré acercarme a él nuevamente.
(DE VICTOR HUGO)
Niza, 29 de diciembre.
Paso las noches seleccionando en mi colección de escritos, autógrafos e inéditos. Una de las perlas que hallé entre esos viejos papeles es una poesía corta de Víctor Hugo, fechada el 12 de septiembre de 1880. Cuando escribió esos dieciséis versos contaba el poeta casi ochenta años de edad, y tal vez fueron los últimos que brotaron de su alma y de su pluma. Y sin embargo, el pensamiento, o mejor, el nostálgico deseo que se los inspiró, es todavía deliciosamente poético. Durante su juventud, su madurez y su ancianidad, Víctor Hugo fue el poeta de lo terrible, de lo enorme, de lo espantoso, de lo majestuoso, de la naturaleza salvaje y de la noche misteriosa, exceptuando, quizás, algunas aclaraciones y trozos aislados. Ahora, en la víspera de la muerte, el poeta habría querido que se deshiciera y desapareciera su mundo pavoroso y solemne, le bastaría un fresco jardín, una jovencita vestida de blanco. Más allá del trágico escenario dantesco y esquiliano, el octogenario visionario de
Notre Dame
entrevé la infancia del mundo: un jardín y una mujer, el Edén y Eva antes del pecado.
Pero yo no soy un crítico, y hay ciertas cosas que no sé decir. Me contentaré con copiar aquí los suaves versos de la edad senil de Víctor Hugo:
Si les deserts, si les sables,
Si les grands bois,
Si les choses formidables
Que l'entrevois
Etaient, sauvage nature,
Coupés soudain
Par la gaité toute pure
D'un frais jardín,
Si tout à coup, en mantille,
En blanc corset,
Une belle jeune fille
Apparissait,
Si je rencontrais des roses
Dans les foréts,
Nymphes, ah! les douces choses
Que je dirais!
(12 septiembre 1880)
(DE STENDHAL)
París, 30 de marzo.
Aproveché mi estancia en París para hacer que un apasionado stendhalófilo descifrara el
brouillon
inédito atribuido a Henry Beyle en el catálogo de los papeles Everett. Obtuve así la confirmación de la autenticidad absoluta de esos fragmentos, destinados a ser material de un libro sobre el
Odio,
y que hubiera sido secuela del otro, quizá demasiado famoso
De l'Amour.