El sueño es éste: una mole de mármol para estatuas, blanco, que tenga treinta y tres metros por lado, en forma cúbica. En sus cuatro caras laterales estará representada, en bajorrelieves paralelos y sobrepuestos, la historia del género humano. En la primera se grabarán los orígenes de la civilización y las alternativas de los grandes imperios de Africa y de Asia. La segunda se destinará a los héroes y a las gestas de la historia de Grecia y de Roma, desde los egeos y etruscos hasta las invasiones de los bárbaros. En la tercera estarán los protagonistas espirituales e imperiales de la
enorme et delicat
epopeya humana y divina de la Edad Media. Finalmente, en la cuarta veremos la trágica y milagrosa aventura de los tiempos modernos, desde las carabelas de Colón hasta la bomba de Hiroshima.
En el centro del gran rellano superior del cubo y sobre un pedestal poblado por fieras y constelado de flores, habrá dos estatuas colosales: Adán en toda su original y potente belleza viril; Eva en toda su carnal y espiritual belleza materna. Las cabezas de los dos primeros padres del género humano sobresaldrán sobre sus descendientes una altura de cincuenta metros.
Esta obra, ideada por mí, es titánica y no podía ser realizada sino en Italia, más aún, en estas riberas dominadas por los Alpes Apeninos, donde Miguel Angel, vicario previsorio del Creador, anduvo buscando la materia de los cuerpos de sus gigantes.
He apalabrado a doce excelentes escultores, los más célebres y audaces que hay hoy en toda Italia; cada uno de ellos, a fin de concluir a su debido tiempo los bajorrelieves que le correspondan, tendrá a sus órdenes diez expertos diseñadores y cinceladores que traducirán al mármol las escenas de esta epopeya y tragedia humana.
Ya han sido extraídos casi todos los bloques, muchos están ya en las canteras de trabajo y bajo la acción del cincel; se han firmado los contratos con los doce artistas y varios de éstos me han mostrado las primeras figuras en creta, esbozos de las grandes escenas ideadas. Centenares de hombres entre los que hay excavadores, esbozadores y escultores, trabajarán por espacio de cinco años para alzar frente al azul mar etrusco, un portentoso monumento dedicado al esfuerzo y a la gloria del hombre. Dejaré aquí, como representantes míos y también con funciones de supervisores de tan magna obra, a un poeta de gran corazón y a un arquitecto verdaderamente honrado.
Milán, 20 de noviembre.
He querido visitar otra vez Italia, sus ciudades fabulosas y populosas, sus sorprendentes capitales de provincia, sus paisajes de sueño y clamor: desde Taormina a Borromeo. Al cabo de tres meses y medio de peregrinaciones y detenciones me siento extrañamente entristecido. Tanto por mí como por este país.
Vi a Italia por vez primera hace cincuenta años. Ya estaba decentada y deslucida por la llamada civilización moderna, pero era siempre la patria hermosa de hombres humanos. Había ciudades y regiones intactas, donde aún se respiraba el aire del feliz siglo
XIX
en un escenario del
XIV
o del
XVI
. Italia era pobre, pero los italianos poseían todavía las riquezas que ningún banco puede proporcionar: amor, cordialidad, gentileza, buen humor. Italia era sucia en algunas de sus regiones, pero con una suciedad antigua y saludable, natural y lugareña, que no menoscababa la belleza de la naturaleza y no privaba al aire de su pureza. Italia era incómoda, algo primitiva, carecía de confort, pero compensaba al visitante con la quietud de sus calles, con la generosidad ambiental de sus plazas, con la paz de sus pequeñas ciudades, con la tranquilidad de su vida humilde y trabajosa, con la estimada simplicidad de sus costumbres, con la serenidad bondadosa de sus señores campechanos y sus plebeyos señoriales.
Ya entonces había bandoleros, timadores, mendigos y rameras, pero en cantidad reducida y tolerable, en formas distintas y reconocibles. Los bandoleros antiguos tenían algo de paladines e hidalgos, mientras que hoy en día los ladrones y asaltantes son muchachotes brutales que han convertido la práctica de su delito en una gran industria organizada sin poesía alguna. Los mendigos parecían ser parte legítima de la cristiandad, y casi eran custodios pintorescos de las iglesias y palacios. Hoy en día se llaman desocupados, y viven a costillas del que trabaja detestando a los que son más inteligentes y trabajadores que ellos. Los estafadores y liosos formaban una clase aparte, eran simpáticos artistas del engaño y se contentaban con ganancias modestas; hoy en día, la estafa y el timo se encuentra por doquiera: en las industrias, en los negocios, en las oficinas estatales y en las aceras de las calles. A las rameras era necesario buscarlas en los prostíbulos; hoy en día hasta las señoritas de buenas familias y las señoras con títulos han conocido los frutos de la prostitución clandestina.
Adiós, vieja y querida Italia; adiós, malandrines y vagabundos de Nápoles; adiós, desocupados y mirones de Florencia; adiós, cantantes, músicos callejeros, vendedores ambulantes y floristas de Roma; adiós, gondoleros y vividores negros de Venecia; adiós, pescadores de Capri y titiriteros de Palermo; adiós, popular, festiva, ingeniosa y genial Italia. En estos años, después de la segunda infernal guerra, hasta el dulce paraíso italiano se está convirtiendo en un infierno al estilo yankee. La civilización norteamericana, la del dólar y la máquina, ha invadido la vieja y adorable península para «civilizarla» a su imagen y semejanza.
Las calles, casi todas ellas estrechas, construidas para un pueblo de peatones y jinetes, están ahora saturadas por automóviles ruidosos, por motocicletas accionadas con motores insoportables. En sitios donde antes se oían tan sólo los lamentos musicales de los vendedores ambulantes, los cantos de las doncellas y los jóvenes, las alegres risas de las comadres que charlaban a la puerta de sus casas y los chasquidos de las fustas, ahora no se oyen más que estrépitos metálicos, mugidos y ladridos de automóviles, rechinamientos de ruedas, fragores de escapes libres, estruendos de motores y sonidos de bocinas, coros cacofónicos y ensordecedores de gramófonos y altavoces. Las calles de Italia se han convertido en las más ruidosas y peligrosas de toda Europa. Los italianos se comportan como si el ruido fuera la afirmación indispensable del movimiento, la rapidez, la riqueza, el lujo, el orgullo, la vida. Ya no es posible detenerse en una plaza para admirar tranquilamente una fachada o un monumento. El cerebro se siente aturdido y entontecido por los ruidos, la persona física se ve bajo una continua amenaza de ser atropellada y deshecha. Las máquinas han empeorado la índole de los italianos: todos tienen apuro, hablan con voz dura, tienen el rostro triste, hacen gala de actitud despectiva.
Los hedores se han multiplicado igual que los ruidos y no sólo en las hormigueantes calles urbanas; hasta en los caminos que bordean el mar, en las callejas de las ciudades medievales, en los parques públicos y en las colinas florecidas, hasta en algunos caminos del campo, los olores que trae la brisa son vencidos por el hedor de la bencina, de la gasolina, del aceite quemado, de todos los acres residuos de la combustión.
¡A eso han reducido a la divina Italia de mi juventud! Aparentar ser hoy más rica, más activa, más «moderna». En realidad es más pobre y más fea que antes.
Las casas nuevas son cajones anónimos e innobles, que no llegan a tener la grandiosidad de los rascacielos y hacen lamentar la ausencia de las humildes casas al estilo antiguo, entre huertas y pérgolas, desprovistas quizás de las recientes comodidades hidráulicas, pero enriquecidas por el verdor y patinadas por el sol.
Casi todo lo nuevo que se ha hecho en Italia durante los últimos decenios es más presuntuoso, pero indeciblemente más feo. En las ciudades se destruyen cruelmente sombreados jardines para levantar cajones de cemento, odiosas celdas donde vivirán mezquinos idiotas de buena posición.
En las grandes carreteras, junto a los lagos y en la visibilidad de los montes, la vista es impedida y ofendida por cartelones de publicidad salpicados con horribles colores vulgares que ensalzan las virtudes de un licor o de un jabón para afeitarse. Por doquiera se cortan árboles y se destruyen bosques. La patria de San Francisco y de Leonardo no puede sufrir la belleza de la vegetación ni el canto de las aves. En cada italiano anida en germen el alma de un cortador de bosques y de un cazador. En ningún otro país del mundo hay, como en Italia, una pasión tan fuerte por destruir las plantas y matar seres emplumados. El escudo de esta nación debería tener como emblemas simbólicos un hacha y un fusil.
Yo, que procedo de un país donde «lo moderno» con todas sus máquinas triunfa abierta e incontestablemente, tampoco soy enemigo del llamado «progreso». Pero en Norteamérica, antes de la invasión europea no había más que praderas desiertas y tiendas o chozas de indios pieles rojas. Italia, en cambio, es un venerable museo que contiene tres o cuatro civilizaciones, y tiene el derecho y el deber de salvar, para alegría y satisfacción de todos, sus bellezas y apariencias.
En cambio, cada día se está volviendo más ruidosa, más maloliente, más vulgar, más mecánica y más fea; o sea: cada vez es menos digna de admiración y menos habitable. Dentro de cincuenta años, y tal vez antes, las gracias y las glorias del «jardín de Europa» habrán sido deshechas, degradadas y escondidas por una mala copia de la «civilización bárbara» de este siglo alocado.
(O ACERCA DEL FIN DEL ARTE)
Antibes, 19 de febrero.
Hace muchos años había comprado en París seis cuadros de Picasso, no porque me gustaran, sino porque estaba de moda y podía utilizarlos para hacer regalos a las señoras que me invitaban a comer. Pero ahora, hallándome solo en la Cóte d'Azur y no sabiendo cómo pasar los días, me vino el deseo de ver personalmente al autor de aquellas pinturas.
Vive cerca de aquí, en una villa marítima, en compañía de su esposa, mujer muy joven y florida; Picasso según creo tiene sesenta y cinco o sesenta y seis años de edad, pero conforme a su buena sangre española es hombre fuerte y bien formado, tiene un hermoso color y goza de buen humor.
Al principio conversamos acerca de algunos conocidos comunes, pero muy pronto el tema se circunscribió a la pintura. Pablo Picasso es no sólo un artista feliz, sino también un hombre inteligente, que no tiene miedo de sonreírse, a su debido tiempo y lugar, de las teorías de sus admiradores.
—Usted no es ni crítico ni esteta, me dijo, y por lo tanto puedo hablar con usted libremente. Cuando era joven tuve como todos los jóvenes la religión del arte, del gran arte. Pero más adelante, a medida que pasaron los años, me di cuenta de que el arte, tal cual fue entendido hasta el siglo
XIX
inclusive, ya está concluido, moribundo, condenado, y que la llamada «actividad artística», con la misma abundancia que ostenta, no es más que la multiforme manifestación de su agonía. A pesar de las apariencias en contrario los hombres pierden más y más el afecto hacia las pinturas, las esculturas y la poesía. Los seres humanos de ahora han puesto su corazón en cosas completamente diversas: máquinas, descubrimientos científicos, riquezas, dominio de las fuerzas naturales y de las extensiones de la tierra. Ya no sienten el arte como una necesidad vital, espiritual, como sucedía en los siglos pasados. Muchos de ellos continúan actuando como artistas y ocupándose del arte, pero lo hacen por razones que poco tienen que ver con el verdadero arte, lo hacen por espíritu de imitación, por la nostalgia de la tradición, por la fuerza de la inercia, por amor a la ostentación, al lujo, a la curiosidad intelectual, por seguir la moda o por cálculo. Por hábito o por esnobismo viven todavía en un pasado reciente, pero la inmensa mayoría, tanto de la clase elevada como de la inferior, no siente una sincera y cálida pasión por el arte, al que considera, a lo más, como una expansión, una diversión o un ornato. Poco a poco, a medida que las nuevas generaciones se enamoren de la mecánica y de los deportes, se vuelvan más sinceras, mas cínicas y más brutales, dejarán el arte en los museos y bibliotecas, como restos inútiles e incomprensibles del pasado.
»¿Qué puede hacer un artista que, como me ha sucedido a mí, ve con claridad ese próximo fin? Sería un partido demasiado duro cambiar de ocupación, y además, peligroso desde el punto de vista alimenticio. Para él no quedan más que dos caminos: procurar divertirse y procurar ganar dinero.
»Desde el momento en que el arte no es más el alimento que nutre a los mejores, el artista está en libertad para desahogarse según su talento en todas las tentativas de fórmulas nuevas, en todos los caprichos de la fantasía, en todos los expedientes del charlatanismo intelectual. El pueblo ya no busca en el arte consuelo y exaltación, pero los refinados, los ricos, los ociosos, los alambicadores de quintaesencias, buscan lo nuevo, lo extraño, lo original, lo extravagante, lo escandaloso. A partir del cubismo yo he contentado a esos señores y a esos críticos con todas esas mudables singularidades que me han venido a la cabeza, y cuanto menos las comprendían más las admiraban. A fuerza de sobrepasarme en esos juegos, con esas cosas funambulescas, con los rompecabezas, arabescos y demás cosas, llegué a ser célebre bastante rápidamente. Para un pintor, la celebridad significa ventas, ganancias, fortuna, riqueza. Ahora, como ya lo sabe usted, soy célebre y soy rico. Mas, cuando estoy a solas conmigo mismo no tengo valor para considerarme un artista en el sentido grande y antiguo de la palabra. Verdaderos pintores fueron Giotto y Ticiano, Rembrandt y Goya; yo no soy más que un
amuseur public,
que ha comprendido su tiempo y ha aprovechado lo mejor que ha sabido hacerlo la imbecilidad, la vanidad y la ambición de sus contemporáneos. Esta que le hago es una amarga confesión, más dolorosa de lo que le pueda parecer, pero tiene el mérito de ser sincera.
»Et après ga
—concluyó por decir Picasso—,
allons boire.
La conversación no terminó ahí, pero no tengo la paciencia necesaria para consignar las otras desprejuiciadas paradojas que brotaron de los labios del viejo pintor catalán.
(O DE LA TRANSFORMACIÓN DEL HOMBRE)
Niza, 17 de marzo.
El viejo y rejuvenecido ruso me hizo pasar a una aireada sala de estar, donde se encontraba también su juvenil esposa.