—¿No tienes algún lugar donde pueda dormir: un establo, un granero, un sótano? ¿No tienes un pedazo de pan, un ajo, dos nueces?
Comprendí que era un mendigo vagabundo y me pareció inofensivo. Sin responder palabra le hice pasar al jardín y luego a un cuarto de la servidumbre, ordenando que le trajeran comida. Rechazó la sopa y la carne, pero aceptó el queso y las nueces. Una vez comido le pregunté quién era y por qué andaba vagando por ahí con tal atuendo, pues estaba vestido con telas de saco mal cosidas, llevaba en la cabeza una especie de guirnalda hecha con hojas secas y en los pies unas sandalias de paja mal entretejida.
—Me llamo Eugenio —contestó—, y huí para aguardar la venganza. Los hombres son malos, los hombres se matan y se matarán, de modo que Dios los hará morir a todos, a todos, hasta el último. Me habían encerrado en una especie de prisión sucia, donde hombres vestidos de blanco me decían: ¡Eugenio, tú desvarías; Eugenio, estás enfermo! Eugenio, obedece y te curaremos. Pero yo no quería obedecer a aquellos hombres malos, a aquellos hombres vestidos de blanco como los peluqueros de mi región. Huí de esa prisión y voy por el mundo esperando la venganza de Dios.
—¿La venganza? ¿Qué venganza?
—Los hombres son malvados, son asesinos, se matarán todos, unos a otros, y Dios permitirá que todos mueran, hasta el último, para castigar el mal que me hicieron. Unicamente yo no moriré, sólo yo permaneceré vivo sobre la tierra y seré dueño de todas las cosas; el mundo será mío, ¡todo mío! Ésta es la venganza. Los hombres querían hacer la guerra, yo no quería hacerla y entonces me encerraron en la prisión. Dios los hará morir y solamente yo quedaré; he ahí la venganza que espero.
—Pero, cuando estés solo sobre la tierra, ¿qué harás? ¿Qué comerás?
—Ordeñaré las ovejas y haré requesones, luego comeré los requesones que son blancos pero buenos. Iré a los campos y recogeré cerezas, luego comeré las cerezas que son rojas como la sangre pero son buenas. En las casas de los muertos hallaré tanto vino que me bastará para trescientos años, y beberé vino, que es blanco y rojo, pero es bueno. Seré el amo del mundo e iré a donde me plazca y ya no habrá muchachos que me tiren piedras, no habrá ningún policía que me pida documentos; no habrá ya ninguna persona porque todas habrán muerto, habrán muerto asesinadas, porque fueron malas con Eugenio y con Dios.
No logré sacar otra clase de razonamientos a aquel mentecato vagabundo, y lo mandé a dormir en las dependencias del casero. Hoy por la mañana fui a buscarlo para saber cuáles eran sus intenciones, pero el fugitivo Eugenio había desaparecido.
Los razonamientos de aquel loco me han hecho meditar acerca de un problema en el que nunca había pensado: si quedara sobre la tierra solamente un hombre, ¿cómo podría vivir? ¿Lograría sobrevivir durante mucho tiempo? ¿Se sentiría feliz por su libertad? O tal vez, ¿se sentiría desesperado por su soledad?
Nápoles, 5 de marzo.
En un negocio de libros viejos, situado cerca del puerto, hallé dos folletos autógrafos del célebre poeta Giacomo Leopardi, y todos los estudiosos napolitanos me aseguran que son completamente inéditos. Indudablemente, la escritura es la suya, yo mismo pude comprobarlo y persuadirme confrontando esas páginas con los autógrafos del mismo escritor que se encuentran en la Biblioteca Nacional, pero el contenido de los pensamientos parecería contradecir, o por lo menos atenuar, el obstinado y radical pesimismo del gran poeta. Transcribiré aquí, para mi recuerdo, estos dos pensamientos:
«Los que razonan o escriben largamente acerca de la infelicidad de la vida humana —como lo estoy haciendo yo desde los años de mi juventud— pueden ser fácilmente acusados de estar en abierta contradicción consigo mismos. Puesto que el escritor, quien no sólo pone en blanco y negro, en la forma más prolija y adornada que puede, sus desesperados pensamientos, sino que además los hace imprimir y vender para que sean leídos, meditados y admirados por los que se deleitan en las cosas de la literatura y de la filosofía moral, manifiesta con los hechos expresados —aplicándose a escribir sus quejas y dándolas a la luz—, que no es el desesperado negador de toda clase de felicidad que pretende hacer creer a sus lectores. Y tal cosa se puede probar con dos argumentos.
»El primero es a mi juicio el siguiente: si el susodicho escritor, que afirma continuamente que para el hombre es imposible cualquier alivio del tedio y del dolor, se ingenia y esfuerza por transcribir en excelente prosa o poesía sus humores melancólicos y sus quejas acerca de los males de la vida, si no me equivoco demuestra con ello que, escribir sobre la infelicidad propia y la de los demás le deleita o por lo menos hace que sienta esos males como menos acerbos e insoportables. Un verdadero desesperado puede llorar, o gritar, o callar, mas, conociendo la inutilidad total y final de toda ocupación humana, jamás piensa en tomar la pluma para describir en el papel, con la complacencia que se comprueba en la consecución de un buen estilo, sus lamentos sobre las miserias de la existencia humana. Esto significa, a mi parecer, que el desahogo volcado en las páginas, los cuidados empeñosos en lograrlas perfectas y la solicitud desplegada para hacerlas conocer a los demás, le causan un cierto placer, o por lo menos sirven de alivio a su cotidiano suplicio.
»La segunda razón podría ser ésta: el que escribe y hace imprimir demuestra su deseo de ser leído y, aun cuando el pudor le impida confesarlo, demuestra también su deseo de ser comprendido y admirado. Se sigue de esto que juzga a los hombres capaces de hallar deleite en leer sus escritos, más aún: los juzga dispuestos a comprender esos pensamientos hasta el punto de vencer la natural despreocupación y la universal ceguera. Este escritor demuestra, además, que cree en el valor efectivo del juicio humano, por él siempre y justamente despreciado, y finalmente, confiesa que halla complacencia en las alabanzas de los mismos hombres que en sí nada tienen que merezca ser estimado y alabado. Estas esperanzas y esperas suyas contrastan y desmienten las verdades juzgadas ciertas e inatacables por el mismo escritor. Si el hombre es una criatura mísera y tonta, que nada tiene propio y eterno, ¿qué podrá comprender? ¿Qué precio y valor podrán tener su consentimiento y su aplauso?
»El escritor acerca del cual estamos razonando —y que bien podría ser el mismo que estas cosas escribe—, confiesa, sin quererlo, que está menos sometido al dolor de lo que dicen y repiten sus obras. En realidad, demuestra que según su creencia vale la pena exponer ordenada y elegantemente sus pensamientos; demuestra que ese esfuerzo es un placer o aminoración del sufrimiento, que los hombres, no obstante su manifiesta insensatez, son capaces de comprender y estimar sus escritos, y demuestra, finalmente, que esa comprensión y esas alabanzas son bienes apetecibles y consuelos deseables. Por el contrario, el infelicísimo negador de la felicidad que conoce bien
"l'infinita vanitá del tutto",
jamás se dejará seducir por las pueriles ilusiones de la hermosa literatura y de la inteligencia humana. Si a semejanza de la vacua plebe de literatos y filósofos cede ante esos deleitosos engaños, es señal segura de que no cree, en lo profundo de su ánimo, en lo que afirma y repite hastiadamente, o sea, que la vida no es más que tedio, aflicción y desventura.
»Y, puesto que yo mismo me doy cuenta de que soy uno de esos escritores de dos caras, como el Jano de la antigüedad —y quizás el único que existe hoy en Italia—, quiero reconocer sinceramente las contradicciones de mi entendimiento aun cuando no tenga todavía el coraje suficiente para avergonzarme en público».
He aquí el segundo pensamiento, más breve:
«Me sucedió repetidas veces que lamentara en mis escritos los "amenos engaños" que causaba a la gente antigua la benigna ilusión de la felicidad, haciéndoles creer en la protección de la Divinidad, en los beneficios de la naturaleza, en el amor o en la gloria. Pero luego, cuando me acuerdo de las desgracias, calamidades, destrucciones u otras alocadas y malvadas acciones que, según lo dicen los historiadores y los poetas, abundaban en aquellas lejanas edades, no menos que en la tan bestial y malvada edad nuestra, comienzo a dudar bastante de mi opinión anterior. Ni siquiera los engaños más amenos —como se ve incluso en el tiempo de la juventud—, bastan para que el hombre eluda la desventura y las múltiples formas del mal. De modo que, razonablemente, se debería llegar a la conclusión de que entre las ilusiones humanas se ha de incluir la que hace estimar como beneficiosas a ciertas ilusiones comunes».
(O ACERCA DEL FIN DEL MOVIMIENTO)
Roma, 25 de septiembre.
Hace muchos años fui presentado a Marconi, en Nueva York, estando en casa de unos amigos, pero aquel día el famoso italiano estaba tan asediado por señoras admiradoras, que no pude conversar con él más de medio minuto. Hace algunos días logré obtener una audiencia de él, y esta mañana el célebre hombre de ciencia me recibió en la Villa Farnesina, donde tiene su sede la Academia de Italia de la que es presidente.
Fui llevado a una hermosísima sala en la que Sodoma pintó el encuentro de Alejandro Magno con Roxana. A pesar de su fortuna y de su ingenio, Guillermo Marconi es suave y modesto, tiene modales señorialmente cordiales pero algo reservados, hay en él una mezcla de bonhomía italiana y empeño inglés. Me causó la impresión de un gentleman cansado, que ya ha saludado a todos los personajes de la fiesta y tuviera deseos de irse a dormir. Luego de conversar un poco dándonos mutuas noticias sobre amigos comunes de los Estados Unidos, me atreví a preguntarle qué había de verdad acerca de su nuevo descubrimiento.
El noble rostro de Marconi se ensombreció, en un momento pareció que sus claras pupilas se ofuscaban y permaneció pensativo por un breve espacio. Luego, hablando con voz baja y constante, me respondió:
—Ese descubrimiento, que no he revelado a nadie, es la última de mis tragedias y quizás apurará mi muerte. Desde hace algún tiempo estoy gravemente enfermo, y el terrible problema que se plantea a mi conciencia acrecienta mis preocupaciones —calló nuevamente y me miró con fijeza, como si quisiera escrutar mi interior; entonces le dije:
—Si me concede el grandísimo honor de revelarme algo, puede tener plena certeza de que no diré a ningún viviente ni una de sus palabras.
—Le creo —replicó el gran inventor—, pero, por lo demás, no puedo y no quiero decirle lo que para todos es y debe ser y permanecer un secreto. Pero el descubrimiento del que tanto se habla en Italia es desgraciadamente cierto y ha sido confirmado completamente con los experimentos que se han hecho hasta ahora.
»Los profanos y los periodistas parlotean acerca de un «rayo de la muerte». Tal expresión es tonta y equivocada, pero lo que realmente he hallado no es menos espantoso. He descubierto un sistema simple pero infalible para detener, súbitamente y aun a muchas millas de distancia, a cualquier motor. Entreveo, además, el modo de inmovilizar toda clase de máquinas y hasta toda forma de movimiento, incluso el paso del hombre; todavía más: hasta el latido de su corazón.
»Comprenderá usted en seguida cuáles serían las mortales consecuencias de ese invento. Hasta ahora hemos logrado detener a todos los automóviles que, en una hora determinada, se acercaban a Roma. Después se quiso detener en los cielos de las marismas toscanas a dos aeroplanos que estaban volando: se precipitaron a tierra y los dos pilotos quedaron gravemente heridos.
»Comprenderá, pues, las tremendas aplicaciones que podría tener mi descubrimiento en caso de guerra, hoy en día, cuando todos los ejércitos avanzan y combaten mediante motores: los tanques, los vehículos armados, los trenes eléctricos, los automóviles, las ambulancias, todos los medios de transporte y de ataque quedarían inmóviles, paralizados. Para el ejército que tuviera mis aparatos, sería un juego fácil hacer estragos entre los enemigos reducidos por sorpresa a la inmovilidad. Y, cosa aún más terrible, todos los aeroplanos caerían del cielo envueltos en llamas, con sus pasajeros carbonizados o deshechos.
»Si después, como así lo pienso, se llegara a impedir todos los demás movimientos, sin excluir los del cuerpo humano, ya no habría salvación para los atacados, que repentinamente quedarían convertidos en estatuas firmes o en cadáveres inertes. Mi dispositivo paralizante, que sin embargo no es una verdadera arma, sería un instrumento para causar hecatombes inmensas.
»Frente a tales perspectivas mi mente se ve desorientada y atormentada. Soy cristiano y sé que Dios quiere que reine la fraternidad entre sus hijos, no el fratricidio. Soy un físico, y sé que el movimiento es la esencia y el alma del universo: suspender el movimiento es un delito contra la naturaleza. Finalmente, soy hombre, y sé que las máquinas inventadas por el ingenio de los hombres sirven para su bienestar y para contribuir a su potencia creadora; detenerlas, sería un crimen de lesa humanidad. No podría acrecentar mi gloria situándome contra las leyes humanas y divinas. Esto, no obstante, el pensamiento de llevar conmigo al sepulcro el secreto de ese descubrimiento, es algo que me perturba y me oprime. Las tentaciones son fuertes, pero la responsabilidad es grande. En mi conciencia de católico he decidido renunciar a esta última gloria y callar. Pero usted adivinará cuáles son los sentimientos humanos, demasiado humanos, que hacen difícil ese silencio y dolorosa esa renuncia. El creyente y el patriota, el científico y el hombre combaten sin tregua dentro de mi conciencia. La angustia causada por esta postrera tragedia de mi vida me quita el sueño, la paz, la serenidad. Tengo el presentimiento de que no podré vivir por mucho tiempo, estoy seguro de que no nos veremos nunca más.
Cualquier consuelo que hubiera querido prodigarle no hubiera sido más que una serie de palabras vanas. Al despedirme de Marconi noté que su mano estaba húmeda por el sudor y que temblaba perceptiblemente.
Carrara, 19 de mayo.
¡Día feliz, gozoso, memorable! ¡Principio y promesa de mi victoria blanca!
Desde muchos años atrás soñaba con los ojos abiertos y cerrados en este sueño gigantesco; parecía que debiera permanecer como un objetivo vano de mi cotidiano delirio. Hoy, en cambio, todo está diseñado y listo para ser traducido en bella y maciza materia real. Se precisarán algunos millones de dólares y cinco años de trabajo, pero finalmente podré ver lo que ningún ser semejante a mí ni siquiera se atrevió a imaginar.