Se discurría acerca de la civilización anglosajona, de sus conquistas y de sus culpas, y entre otras cosas se habló de la destrucción casi completa de las razas juzgadas «inferiores», «primitivas», por los cristianos burgueses de Londres y de Nueva York. Me dijo Wukaawa:
—La forma de ceguera más grave de aquellos señores es la que les induce a considerarse «civilizados» al parangonarse con nosotros «salvajes». Si conocieran un poco mejor nuestra vida y la historia de sus pueblos, comprobarían con estupor, vergüenza y remordimiento, que esa distinción tan útil a sus intereses y tan favorecedora de su orgullo, en realidad no existe. Los «civilizados» son todavía «salvajes», o si le place más así, los llamados «salvajes» se parecen en los aspectos más comunes de la vida a los pretendidos «civilizados». Bastarán unos pocos hechos para probarle que no soy un malabarista de paradojas sino un honrado observador de lo que sucede en el mundo.
»Comencemos por uno de los hechos fundamentales de la historia humana: la guerra. La guerra que hacen las tribus salvajes con finalidades de rapiña, podemos encontrarla, cambiando sólo las proporciones, en todos los pueblos «civilizados», que asaltan a otras naciones para apropiarse de territorios, ciudades, riquezas y otras presas.
»Se ha reprochado a los salvajes por hacer guerra improvisadamente, de sorpresa, sin razones ni declaraciones. Pero, lo mismo ha sucedido en la última guerra mundial, por todas partes y por obra de los civilizados, quienes procediendo como los primitivos, han dado muerte a los prisioneros vivos o los han reducido a la esclavitud.
»Hoy en día, en todos los países «progresistas» se tiende en formas diversas, pacíficas o violentas, a establecer la comunidad de bienes, con los nombres de socialismo o comunismo. Pero se olvida que en las antiguas tribus salvajes la propiedad privada era desconocida; todo, absolutamente todo, pertenecía al clan, o sea, a la comunidad.
»Los pueblos civilizados se jactan de que, al cabo de luchas seculares, han llegado a la democracia. Pero en todas las sociedades salvajes primitivas el gobierno era ejercido por un consejo de ancianos, el que debía rendir cuenta de su actuación ante una asamblea de adultos.
»Se afirma que los salvajes no tienen conocimientos fuera de la magia, y es verdad, pero Sir James Frazer ha demostrado las profundas afinidades que median entre la ciencia y la magia: ambas se proponen poner al servicio del hombre las fuerzas de la naturaleza actuando sobre la esencia universal de las cosas, llamada por nosotros
mana
y por vosotros materia o energía. Además, si se quisiera hacer alusión a nuestros magos, bastaría recordar que todas las grandes ciudades del Occidente e incluso en nuestros días, están llenas de magos y magas, de profetas y ocultistas, de hechiceros y nigromantes, y que todos ellos hacen óptimos negocios. Hasta el mismo Hitler se hacía aconsejar, en sus decisiones de guerra o de paz, por especialistas en ciencias ocultas.
»Además, se dice que muy frecuentemente la religión de los salvajes se reducía al culto de los muertos. Lo mismo acontece hoy en las naciones que se jactan de ser las más inteligentes y positivas. Las religiones reveladas son reducidas cada vez más a un residuo de símbolos y prácticas exteriores, sin un verdadero contenido de fe viva, mientras que el culto de los muertos es vivísimo incluso entre los ateos y los indiferentes. Bastará citar la adoración de la momia de Lenin, en Moscú, para probar que el culto de los difuntos y de sus reliquias es lo único que ha sobrevivido a las negaciones del escepticismo y del materialismo.
»Las diversiones que prefieren las plebes pobres o ricas de los países civilizados, o sea el abuso de líquidos fermentados, las danzas frenéticas, las fiestas de máscaras, las músicas ruidosas y bestiales, son las mismas que se usan entre los salvajes.
»En cuanto a la promiscuidad sexual que a veces es reprochada a los primitivos, y casi siempre erróneamente, será mejor que no insistamos. La difusión del adulterio, la multiplicación de todas las formas de prostitución, la creciente fortuna de los invertidos y de los pervertidos, son hechos reveladores de que la corrupción sexual de los civilizados supera en mucho a la de los salvajes.
»Los salvajes andan desnudos, muchas veces por exigencia del clima o por pobreza. Pero basta visitar vuestras playas durante las temporadas veraniegas, basta asistir a las exhibiciones de criaturas semidesnudas en los teatros y estadios, aproximarse a las colonias nudistas que florecen en los países nórdicos, para observar que los civilizados, también en esto, se parecen cada vez más a los escandalosos salvajes.
»Finalmente, hasta la originalidad de los tocados femeninos mancomuna a la perfección en la inconsciencia del ridículo a los ricos civilizados y a los pobres salvajes. Algunas señoras de París o de Nueva York nos parecen extravagantes y cómicas a nosotros los salvajes, de igual modo que parecían tales a los viajeros europeos las mujeres de la Nigeria o las indígenas de la Tasmania.
»Y hasta los tatuajes de los polinesios están ahora de gran moda entre los delincuentes de Italia y de Francia, entre las mujeres de negocios turbios y los dandies de Inglaterra y de los Estados Unidos.
»Así, pues, querría saber cuáles son las diferencias esenciales y sustanciales entre los llamados civilizados y los salvajes. Las formas exteriores, los enmascaramientos, los atuendos y las denominaciones del salvajismo civilizado, son en gran parte diversos, y digamos también que son más hipócritas y mortíferos, pero la estructura íntima de su existencia, los gustos, los hábitos y los mitos, son por doquiera casi los mismos. El "civilizado" que desprecia al "primitivo", encarnece a su sosia, se condena a sí mismo.
El inteligente polinesio no habló más, pero ni yo ni el pastor metodista fuimos capaces de decir algo para contradecir los irrefutables hechos puntualizados por Wukaawa.
Honolulú, 6 de marzo.
El
Instituto Científico para la Regresión Humana
ocupa un vallecito situado a dieciocho millas de la ciudad. El director del mismo es el conocidísimo biólogo australiano Austen Finlay, quien me había escrito repetidas veces invitándome a visitar su Instituto, único en el mundo, y que tiene ya varios años de vida. Finalmente pude aceptar y no me arrepiento de haber venido hasta aquí sólo para esta visita. Fui recibido por el doctor Finlay con una cortesía exquisita, tanto más sorprendente por ser un hombre que a primera vista parece rudo, agresivo y extraño. Es completamente calvo y lampiño, tiene grandes ojos grises, saltones, enorme nariz roma, voluminosos labios pálidos y carnosos; viste como un empleado de tienda en vacaciones: una camisa color turquí sin cuello y pantalones cortos de terciopelo negro. Me dijo así:
—Una de mis primeras lecturas de la juventud fue
La Isla del Doctor Moreau
, de Wells, obra que me causó una impresión muy grande y fue el libro que me decidió a estudiar biología. Soñaba con poder hacer en la realidad, muy pronto, lo que Wells había soñado con su fértil imaginación de profeta científico. Usted conoce, ciertamente, esa obra de Wells; recordará que el doctor Moreau intenta hacer humanos a varios animales que ha recogido en una isla educándolos y transformándolos. Cuando concluí en Cambridge mis estudios de zoología comparada y de biología general, regresé a mi patria y me fue fácil hallar los capitales necesarios para mi gran experimento. Esta intentona continuada tenazmente durante muchos años, concluyó como la imaginada por Wells, en un clamoroso fracaso. Hasta los perros y los monos, que parecen ser los animales más reducibles al estado humano, se mostraron reluctantes y rebeldes. Podía lograr perros sabios y monos amaestrados, pero todo exteriormente, de una manera automática y mecánica; nada logré que se asemejase, ni siquiera desde lejos, a la mente y menos todavía al alma del hombre. De un modo especial los felinos se mostraban refractarios a todos mis esfuerzos de sublimación antropoide.
»Ese fracaso me hizo reflexionar llegando finalmente a una inversión total de mis conceptos. Sólo Dios puede elevar a los seres de un estado inferior a otro superior, como lo demuestra la teoría transformista que es aceptada ahora por todos los biólogos, incluso por los que militan en las Iglesias cristianas.
»Pero el hombre, demiurgo principiante e indeciblemente lejano de la potencia divina, puede tener éxito en el camino contrario: puede hacer una regresión del estado superior al inferior. Indudablemente, esta empresa es más fácil puesto que no se trata de añadir, o sea, de crear, sino de quitar, es decir, empobrecer y rebajar, operaciones éstas que no son imposibles ni siquiera para los monos de Dios.
»Guiado por este pensamiento, hace catorce años que fundé
el Instituto Científico Para la Regresión Humana,
obra que me ha costado muchísimos esfuerzos y cuantiosos gastos, pero que me ha permitido conseguir casi perfectamente la finalidad que me había propuesto. Usted sabe que muchos hombres están disgustados y asqueados de su condición de seres humanos conscientes y responsables. Desde los Cínicos de Grecia hasta los Materialistas del siglo
XVIII
, son muchísimas las personas que han deseado la paz y la simplicidad de vida de los brutos. En lugar de practicar el ejemplo del doctor Moreau procuré seguir con métodos prácticos y científicos el mito de Circe, y recordará usted que no todos los compañeros de Ulises, transformados en cerdos, aceptaron de su voluntad recuperar su condición de hombres.
»Por todo ello no me fue difícil hallar una docena de nuestros semejantes dispuestos a someterse con alegría a mis experimentos, para un metódico embrutecimiento animal. Excluí intencionalmente a los salvajes, puesto que su transformación en verdaderos animales se hubiera prestado a polémicas malignas. Los ejemplares humanos que elegí fueron hombres de raza blanca y bastante civilizados, hasta hubo entre ellos un profesor de filosofía idealista, que estaba saciado y hastiado de las acrobacias mentales de sus maestros.
»Debo confesar que no todas las metamorfosis intentadas tuvieron un éxito satisfactorio, pero las más logradas, seis en total, son una prueba innegable de mi afirmación primera básica: no se puede transformar a los animales en hombres, pero sí se puede reducir perfectamente a los hombres al estado de animales, al que están, naturalmente, inclinados inclusive sin la intervención consciente de la biología. Además, debí contentarme con los modelos animales más comunes, que se pueden observar fácilmente,
in nuce,
en la mayoría de nuestros semejantes. Así pude lograr un oso, un lobo, un puerco, una hiena y hasta un chacal, pero la obra maestra de mi Instituto es el hombre gorila, el que con excepción de algunas particularidades somáticas, es una maravillosa imitación de ese simpático primate. Pero quiero que usted pueda juzgar por sí mismo acerca del feliz éxito de mis facsímiles. Estos seis ex hombres gozan de óptima salud, han renunciado a sus facultades humanas, como, por ejemplo, al lenguaje articulado, y casi siempre están de buen humor. Con gruñidos que calificaría de afectuosos y casi amorosos, quieren manifestarme su gratitud por el estado menos doloroso y angustioso al que los he hecho retrogradar lentamente. Estos resultados tienen una importancia decisiva para el progreso de la biología, pero desde el punto de vista moral pueden ser juzgados como una inesperada contribución al aminoramiento de la infelicidad humana.
El profesor Finlay me llevó después a ver a sus seis ex hombres por los diversos recintos dispuestos racionalmente en el valle. En el primero pude ver
… (En el manuscrito del diario falta la última parte de la descripción prometida por Gog).
Calcuta, 29 de noviembre.
En una revista que se publica en lengua inglesa en la ciudad de Bombay,
Maya,
hallé una colaboración enviada desde Niza y firmada por Aurananda; dicha colaboración merece ser considerada. El autor debe ser un joven hindú muy culto, y sostiene que los pueblos occidentales, europeos y americanos, después de haber sido durante muchos siglos poseedores de la más elevada inteligencia creadora y crítica, causan ahora la impresión de un entontamiento total casi pavoroso, que año a año se vuelve más visible y más grave. Después de hacer notar, con agudeza y sin prejuicios, los síntomas y las pruebas de ese decaimiento general, Aurananda enumera las causas principales de ese inesperado fenómeno. Según su opinión, son las siguientes:
1) Las publicaciones semanales ilustradas, que se ocupan casi exclusivamente de los escándalos mundanos, de los delitos y de las cosas extrañas, prevaleciendo las imágenes fotográficas sobre las ideas y las discusiones criticas.
2) El cinematógrafo, que embrutece sistemáticamente a la gran masa de las clases medias y proletarias con espectáculos de bestialismo feroz, de sentimentalismo idiota, de un falso lujo y, en general, de una vida hueca, artificiosa y presuntuosa. El cine ayuda también a sustituir el
pensar
por el ver.
3) Los deportes, en los que es evidente la supremacía de los valores puramente físicos y musculares sobre los valores morales e intelectuales.
4) La difusión, siempre creciente en todas las clases sociales, de los estupefacientes: opio, morfina, cocaína, heroína, etc., que terminan por embotar y ofuscar las facultades superiores del alma y preparan generaciones de maniáticos, imbéciles y neuróticos.
5) El abuso, también creciente y de un modo especial entre los jóvenes de ambos sexos, de las bebidas alcohólicas y excitantes.
6) El auge universal de las danzas y músicas de origen primitivo y salvaje, que entontecen el cerebro, desvigorizan la voluntad y crean un paroxismo afrodisíaco debilitante. También el baile favorece los estímulos musculares y sexuales, todo con desmedro de las actividades mentales superiores.
7) La radio, que transmite principalmente música, y generalmente música mala, incitando a ensueños extenuantes y morbosos, alejando del estudio, de la meditación, del ejercicio del pensamiento operante.
8) La exagerada importancia que tienen hoy en la vida occidental los muchachos, las mujeres y los trabajadores manuales, los tres señores de la época, los tres sectores de la humanidad menos capaces de un profundo y continuado trabajo de reflexión.
Aurananda se asombra de que los gobernantes de Europa y de América no se preocupen por ese progresivo entontamiento de sus pueblos, y de que no intenten contenerlo o retardarlo en alguna forma.