El libro negro (26 page)

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Authors: Giovanni Papini

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BOOK: El libro negro
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Con estas palabras truncadas llegan a su término los pensamientos de Kierkegaard.

El resto de las páginas del cuadernillo, la mayoría, han quedado en blanco.

Conversación 65
EL NEOCOSMOS

Turku,10 de julio.

En Turku, ciudad más conocida con el nombre sueco de Abo, hay una gran universidad, y según se dice enseñan en ella profesores excelentes. El cónsul norteamericano me propuso hacerme conocer al más original de esos profesores y, con esta finalidad, le invitó a comer.

El profesor Murmienni es un hombre de estatura mediana, andará por los sesenta años, está bien constituido y se conserva robusto; tiene una cabeza de cónsul romano en la que brillan dos ojos de vikingo. Ocupa la cátedra de Problemática General, ciencia enteramente nueva, según me lo dijo él mismo, y que se enseña únicamente en la universidad de Turku.

Al principio se mostró reservado y hasta demasiado taciturno, pero al final de la comida, después de beber vinos y licores de todas clases, comenzó a hablar con una desenvoltura que no hubiera esperado de él pocos minutos antes:

—Usted quiere saber en qué consiste la ciencia que yo profeso. Le puedo decir que es la doctrina de lo deseable contrapuesta al conocimiento de lo inevitable, pero para mayor claridad, prefiero brindarle sucintamente una muestra de mis enseñanzas.

»Todos aceptan el universo como es, con sus limitaciones, sus lagunas, sus cosas mal hechas, y los más, ya sea por inercia o por resignación, lo consideran el mejor de los universos posibles. La Problemática, en cambio, no se contenta con esa indiscriminada aceptación. Yo me he planteado este problema: ¿es nuestro universo racional y perfecto en todas sus partes?, ¿es posible imaginar y concebir un universo mucho mejor que éste en el que estamos obligados a vivir?

»Ese problema fue apenas esbozado o entrevisto, en plena Edad Media, por aquel docto Rey de Castilla, renombrado precisamente con el nombre de Alfonso el Sabio. Un día tuvo la temeridad de exclamar, que si Dios le hubiera pedido consejo en el momento de la creación, el mundo hubiera sido bastante más digno de admiración.

»Aquel sabio rey no estaba equivocado. Mirad, por ejemplo, nuestro planeta, con sus montañas demasiado altas que presentan solamente abismos y ventisqueros, con sus inmensos desiertos estériles e inhabitables, con sus insoportables desequilibrios en la temperatura, tanto que nuestros pobres lapones no conocen más que dos meses de pálida primavera mientras los negros ecuatoriales viven en medio de un horrible horno desde el primero hasta el último día del año. Todo es irregular e irracional en este pequeño globo terráqueo: las tierras emergidas, las únicas donde podemos vivir, constituyen apenas una tercera parte de la superficie; tenemos que soportar un largo y oscuro invierno para ser quemados más tarde por los feroces veranos; durante algunos meses y en determinadas tierras las noches son eternas y frías, los días brevísimos y gélidos; algunos países, como el nuestro, están saturados de ríos y lagos, mientras que otros aguardan sedientos un poco de agua del cielo después de pasar estaciones enteras azotados por la sequía. Pienso que, con una variación alternada de la eclíptica, hubiera sido mejor hacer reinar siempre una suave primavera, con perenne abundancia de flores y frutos, y hacer que las noches, si era preciso que hubiera noches, fueran siempre más breves que los días.

»El hombre, por ejemplo, está condenado a consumir un tercio de su existencia en la inoperante inconsciencia del sueño. ¿Por qué no haberlo constituido de modo que sus energías naturales se renovaran continuamente sin necesidad de recurrir a una humillante semimuerte cotidiana?

»Si observa un momento el cuerpo humano verá que tiene una complejidad tan espantosa de órganos y funciones, que la salud es un verdadero milagro y, como los milagros, es algo rarísimo. Piense en la multiplicidad de vísceras y glándulas, en la red inextricable de venas, arterias, vasos, canalículos, en el continuo trabajo de los humores y secreciones, en sus delicadas y complicadas relaciones a fin de que se pueda eliminar la bilis y la urea, el hidrógeno de los pulmones y la materia de los intestinos, a fin de que la irrigación sanguínea sea total y regular, de que las corrientes nerviosas lleguen a los músculos más lejanos, de que el cerebro pueda percibir, imaginar, recordar, conectar. En cada cuerpo humano hay centenares de mecanismos, millares de ramificaciones, millones de choques y acuerdos, cuadrillones de células que cada día mueren y se renuevan.

»La complejidad de nuestra máquina corpórea es tan peligrosa y maligna que algunos gnósticos pensaron que el hombre fue obra de algún demiurgo satánico y no obra del verdadero Dios. Se pregunta la Problemática: ¿no era acaso posible crear un cuerpo más simple, más racional, menos sujeto a los desgastes y averías?

»La mente humana se propone siempre lograr el efecto máximo con el esfuerzo mínimo. Por el contrario, en nuestro organismo vemos efectos no por cierto admirables: piense en la eliminación diaria de los desechos y en las innumerables enfermedades, efectos obtenidos con un esfuerzo y una aparatosidad de medios en verdad sorprendentes.

»Y no hablo del increíble dispendio de formas y especies, en su mayor parte inútiles e infelices, que vemos en el reino vegetal y en el animal. Hay miles y miles de criaturas vivientes, frecuentemente hórridas y estúpidas, que no tienen otro objetivo visible más que matarse y devorarse mutuamente.

»Podría añadir otros muchos argumentos y hechos a esta crítica apenas esbozada de nuestro incómodo y absurdo universo, pero no me es posible repetir en la mesa todo el curso desarrollado este año en la universidad.

»Solamente le diré que la Problemática General no se agota en una requisitoria negativa. Mi programa consiste en la construcción ideal de lo que yo llamo Neocosmos, o sea un universo más ordenado, más lógico, más amable y deseable que éste en el que, por desgracia, nos hallamos, pero requeriría demasiado tiempo esa exposición descriptiva de mi Neocosmos, aun cuando sólo la hiciera a grandes rasgos. Quedará para otra oportunidad, si alguna noche acepta sentarse a cenar en mi modesta mesa.

Agradecí al profesor Murmienni la lección dada y la invitación, pero desgraciadamente debo partir de Turku dentro de dos días, y creo que jamás sabré en qué consiste el Neocosmos ideado por la Problemática General.

Conversación 66
LA CONVERSIÓN DEL PAPA

(DE ROBERTO BROWNING)

Dakar, 6 de abril.

Ninguno de los autógrafos inéditos que se hallan en la colección Everett, ahora propiedad mía, me invita más frecuentemente a una nueva lectura que el poemita de Roberto Browning. Fue Browning menos célebre que Cervantes y que Goethe, también de éstos tengo manuscritos en mi caja fuerte portátil, pero me doy cuenta de que estoy más próximo a él que a los otros.

Se trata de uno de los imaginarios soliloquios que figuran entre los más felices inventos del poeta, y me asombra que jamás lo haya publicado. Su título es extraño:
La Conversión del Papa.
Creo que es una idea genial.

En el poema habla el hijo único de un ignoto hereje bohemo de la Edad Media, hereje a quien Browning llama Jan Krepuzio; por haber profesado públicamente algunas teorías blasfemas sobre los motivos de la Redención, la Inquisición lo hizo apresar, torturar y finalmente fue quemado vivo en una plaza de Praga.

Su hijo, el niño Aureliano, fue escondido en Alemania por algunos parientes lejanos, pero jamás pudo olvidar el fuego que había consumido a su padre. Una vez adulto y libre decidió vengarse de la Iglesia de Roma, empleando un nuevo sistema de venganza jamás ideado por otro.

Con nombre fingido se fue a un convento de Milán, y solicitó ser recibido como hermano lego. Su obediencia y bondad le valieron el premio deseado: se le recibió entre los novicios. Su celo por la vida monástica y por la Sagrada Teología pareció ser tan ardoroso y sincero, que al cabo de sólo tres años fue ordenado sacerdote. Obtuvo entonces ser enviado a predicar la verdad católica a países de infieles y cismáticos, y con su palabra y ejemplo logró convertir a ciudades enteras. Fue encarcelado por los enemigos de la verdadera fe, pero pudo huir de entre sus manos, y hasta se dijo que lo logró con la ayuda de un ángel.

Su nombre llegó a oídos del Pontífice reinante, que lo llamó a Italia y le confirió un obispado. También como obispo y en breve tiempo, llegó a ser famoso en los pueblos. La austeridad de sus costumbres en medio de un clero corrompido, la victoriosa elocuencia de su palabra, la perfecta ortodoxia de sus enseñanzas teológicas, todo hizo de él uno de los prelados más ejemplares e ilustres de su siglo.

Pero esto no le bastaba, precisaba obtener otros honores y dignidades para consumar la venganza premeditada. En sus vigilias jamás olvidaba la hoguera en la que habían hecho arder a su padre, según él injustamente. Debía vengarlo en forma diabólica y clamorosa, precisamente en la capital de la Cristiandad, en Roma, en San Pedro. La palidez de su demacrado rostro era atribuida al ascetismo de su vida, pero en realidad no era más que el reflejo de su prolongado rencor, era el efecto de una fatigosa y perpetua simulación.

Murió el anciano Papa y se eligió a otro que había conocido y admirado a Aureliano, y en el primer consistorio lo creó cardenal. Aureliano ya se veía próximo a la meta, y su ardor apostólico en pro de la Iglesia se acrecentó más y más. Fue Legado Pontificio, Doctor en un Concilio y Cardenal de Curia; en todo ello demostró ser un infatigable defensor de los dogmas y de los derechos de la Iglesia Romana. Ya casi era anciano, pero el alucinante pensamiento de la venganza no lo dejaba ni de día ni de noche.

También fue alcanzado por la muerte el Papa protector suyo, y en el cónclave subsiguiente Aureliano fue elegido Vicario de Cristo, obteniendo la unanimidad de los sufragios. Aun entonces supo ocultar su inmenso gozo bajo la máscara de una tranquila humildad. Ya estaba próximo el gran día por él esperado y deseado secretamente durante dolorosos años de forzada comedia. Había sido elegido a comienzos de diciembre; entonces anunció al Sacro Colegio y a la Corte del Vaticano que la ceremonia de su coronación se realizaría la noche misma de Navidad. Desde muchísimo tiempo antes había planeado y soñado la inaudita escena: después del Pontifical, después de haberse realizado todos los ritos de la coronación, dueño ya de los privilegios y de las prerrogativas del Supremo Magisterio como cabeza infalible de la Iglesia Docente, entonces se pondría de pie para hablar al clero y al pueblo, y en el silencio solemne de la máxima basílica pronunciaría finalmente las tremendas palabras que vengarían para siempre al padre inocente. Diría que Cristo no era Dios, que había sido un pobre bastardo, un pobre poeta iluso víctima de su ingenuidad, y finalmente, aquí haría resonar su voz como un desafío satánico, finalmente, con el sello de su autoridad proclamaría que Dios jamás había muerto porque jamás había existido.

¿Cuál habría sido el efecto causado por tan espantosas blasfemias, brotadas de los labios de un Pontífice Romano? Tal vez, después del primer momento de estupor ¿lo habrían reducido, gritando que era un loco? ¿Lo habrían hecho pedazos sobre la tumba de San Pedro? No se preocupaba mucho por ello; la voluptuosidad brindada por tan estupenda venganza jamás tendría un precio demasiado elevado.

Llegó la vigilia de Navidad y anocheció. Todas las campanas de Roma tañían a fiesta, ríos humanos de nobles y plebeyos marchaban a la Plaza de San Pedro, llenaban el gran templo que parecía ser una inmensa cavidad luminosa, para poder asistir a la fastuosa ceremonia que celebraba simultáneamente el Nacimiento de Dios y la coronación de su Vicario en la tierra.

Desde una sala de su palacio Aureliano miraba y escuchaba. Veía aquellas multitudes de fieles gozosos y confiados, oía sus cánticos de Navidad, sus laudos, sus himnos, y en todos ellos se transparentaba una sencilla pero infinita esperanza en el Divino Infante, en el Salvador del mundo, en el Consuelo de los pobres, de los perseguidos y llorosos.

Y en aquel instante, en aquella sala donde el nuevo Papa se había encerrado, solo, para concentrar sus pensamientos y sus fuerzas, sucedió algo que jamás fue conocido por otros, se realizó el inesperado y providencial milagro: el pensamiento de toda aquella pobre gente que corría hacia él, que creía en él porque había creído en sus palabras, ese pensamiento lo burló, lo conmovió, lo sacudió y arrastró consigo. Experimentó un escalofrío, se sintió agitado por un temblor, le pareció que una luz jamás vista invadía la gruta oscura de su alma. Repentinamente se sintió inundado y vencido por una dulzura aniquiladora jamás experimentada en su larga vida, por una ternura infinita hacia todas aquellas almas simples, infelices y sin embargo felices, que creían en Cristo y en su Vicario, y súbitamente, el nudo negro y gravoso de la anhelada venganza se deshizo, se cortó, se disolvió en un llanto continuo, desesperado, que le quemaba los ojos y el corazón, que consumía su interior más que una llama viva. El nuevo Papa se postró sobre el mármol del pavimento, y oró de rodillas, oró por vez primera con abandono total del alma, con toda la sinceridad de la pasión, como nunca había orado en toda su vida. El viento impetuoso de la Gracia lo había derribado y vencido en el último instante. Hasta el mismo dolor del remordimiento por su infame pasado de fingimiento, de engaño y duplicidad, le parecía un consuelo inmerecido, un consuelo divino. Aquel dolor quemante lo podría acompañar hasta la muerte, pero purificándolo, salvándolo de la segunda muerte.

Cuando los ayudantes y acólitos penetraron en la sala precedidos por el Cardenal Decano, hallaron al nuevo Papa arrodillado, hecho un mar de lágrimas, y se sintieron grandemente edificados. Concluido el solemne rito de la coronación, el Pontífice quiso hablar al pueblo. Habló de Cristo y de su nacimiento en Belén, habló de la Madre Virgen, de los ángeles y los pastores, y lo hizo con tal calor de afecto que todos los oyentes, hasta los viejos cardenales apergaminados en su púrpura, lloraron como hijos que finalmente encuentran al padre a quien creían perdido. Y muchas mujeres, al salir de la Basílica iluminada a la oscuridad de la ciudad, afirmaron que al cabo de siglos un verdadero santo había ascendido a la Cátedra de San Pedro.

Conversación 67
VISITA A HUXLEY

(O LA MUERTE DEL INDIVIDUO)

Londres, 7 de enero.

La bondad y la tenacidad de un amigo lograron satisfacer mi viejo deseo de interrogar a Aldous Huxley sobre el porvenir del hombre.

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