—Váyase, míster Gog, no soy yo el hombre que usted busca. Usted no podría comprender ni siquiera uno de mis pensamientos. Usted ama a los hombres originales, y yo estoy muy por encima de la originalidad puesto que represento lo nuevo en lo eterno. Usted busca a los hombres inteligentes, y yo estoy por encima de la inteligencia dado que soy el genio absoluto, el genio
tout cour.
»No puedo decir que soy semejante a usted, que está sumergido todavía en las bañeras de la banalidad. En estos tiempos mi empresa es demasiado importante y no puedo perder ni siquiera un minuto para reparar ese mecanismo gastado que es su cerebro.
—Pero ¡señor Dalí!…
—¿Tal vez quiere saber qué es lo que estoy haciendo? Es cosa demasiado difícil para usted. Simplemente, estoy transformando en formas y signos nuevos toda la realidad humana y divina; estoy dando vuelta al mundo que todos conocen a fin de mostrar la otra parte, el anverso, el otro lado. La verdad es como la luna que muestra solamente una de sus faces. Solamente mi genio puede imponer una segunda y más auténtica visión del universo. Dios ha dejado su creación a medio hacer, corresponde ahora a Salvador Dalí completarla y terminarla. Por todo ello estoy obligado a rehacer a Dios, es decir, la idea errada y baja que tienen los hombres acerca de Dios. Dalí no es un artista como lo fueron todos los artistas hasta hoy, sino es un creador que ha de abrir la segunda era de la humanidad: antes de Dalí y después de Dalí; Dalí es el único redentor y la pintura es su evangelio. ¿Cómo quiere, pues, que pueda perder ni un solo minuto con usted? Váyase o lo haré expulsar por mi ángel gendarme.
Arbuela tras los Montes, 12 de abril.
Un abogado de Toledo me habló acerca de un pueblecito vasco, escondido entre las montañas, donde desde siglos atrás se practicaba una extrañísima ceremonia llamada La Venganza, al amanecer del Viernes Santo. Rito singularísimo, cristiano en sí pero completamente laico, sin clero, único en el mundo. Hasta en la misma España son muy pocos los que están enterados y es desconocido enteramente para los viajeros extranjeros.
Llegué a Arbuela el jueves Santo y tuve que pasar la noche en casa de un caballerizo, porque el único hotel del lugar estaba lleno. Al alba del día siguiente ya se habían reunido en la Plaza Mayor los actores del rito, poco más de un centenar de personajes, únicamente hombres, casi todos de edad madura; no vi entre ellos ni adolescentes ni viejos.
Todos ellos tenían el rostro manchado con una tinta de color escarlata vivo y vestían largas capas de paño color ceniza. Todos estaban montados en borricos bajos, enjaezados pobremente, al estilo de la región. Al son apagado de una trompeta la cabalgata se puso en movimiento, y también yo la seguí montado en un asno.
A la cabeza del cortejo flameaba un estandarte donde campeaba la blanca imagen de un esqueleto. Se subía por un sendero de mulas empinado y pedregoso, que tenía a los costados juníperos de poca altura. Ninguno hablaba ni cantaba. De vez en cuando rebuznaba alguno de los animales, y tan desagradable interrupción del silencio se perdía en los matorrales cercanos, en el aire húmedo.
La subida duró aproximadamente una hora. La larga hilera de asnos y de hombres graves, de rostro escarlata, serpenteaba a través de pequeños llanos y lugares rocosos más y más pobres y desprovistos. De pronto se detuvo en un llano amplio, donde y a estaban esperando otras personas. A la sombra de una alta roca se veía una gran mesa de piedra, sostenida por cuatro columnas de haya sin trabajar. Sobre la mesa había siete cofres, según me parecieron, cubiertos por géneros de color blanco. Detrás de la mesa aguardaban siete hombres, con el rostro teñido de rojo, igual que los recién llegados. Cerca de la misma mesa ardía un gran montón de malezas y ramas secas, al que se había aplicado fuego y comenzaba a echar llamas. El espectáculo era misterioso y majestuoso. Alrededor del lugar se levantaban los picos agudos y amenazadores de la Sierra Negra; dos halcones describían círculos a gran altura, en el suave vapor amarillento causado por el sol del amanecer.
Los silenciosos peregrinos descendieron de sus cabalgaduras y se colocaron en semicírculo alrededor de la mesa de piedra. Sus rostros, aun cuando estuvieran pintarrajeados de rojo como los de los payasos, sin embargo causaban impresión de austeridad y meditación. Comenzó entonces la ceremonia.
Uno de los siete hombres que habían estado aguardando nuestra llegada, descubrió el primer cofre y lo abrió. Sacó afuera un gallo, un gallo orgulloso, altivo, con una hermosa cresta erguida, de color sangre. El hombre lo tomó por el cuello, lo apretó fuertemente para hacerlo morir, y exclamó:
—Tú, gallo, eres nuestra soberbia; ¡que el fuego te consuma!
Y arrojó al gallo, en los últimos estertores de la agonía, sobre el montón de ramas encendidas.
El segundo hombre sacó del segundo cofre un cachorro aullador que en seguida comenzó a ladrar, lo degolló con un estilete con empuñadura de plata, y exclamó:
—Tú, perro, eres nuestra ira, ¡que el fuego te destruya!
Y el cachorro sangriento fue a dar a la hoguera. El tercer hombre abrió cautelosamente el tercer cofre y tomó entre sus manos un palomino blanquísimo que se debatía afanosamente. Le golpeó la cabeza con una piedra y habló así:
—Tú, paloma, eres nuestra lujuria, ¡que el fuego te reduzca a cenizas!
Y el pobre palomino fue a dar con las demás víctimas entre las ramas ardientes del montón.
El cuarto hombre sacó del cuarto cofre un enorme ratón. Lo sofocó entre sus fuertes manos nudosas y exclamó:
—Tú, ratón, eres nuestra gula, ¡que el fuego te aniquile!
El quinto hombre sacó del quinto cofre una pequeña serpiente negra, y con un tosco cuchillo le cortó la cabeza, diciendo:
—Tú, serpiente, eres nuestra envidia, ¡que el fuego te devore!
El sexto hombre tomó del sexto cofre una urraca que lanzó gritos estridentes agitando sus hermosas alas azules. Pero el sacrificador, procediendo con rápidos movimientos, la apretó entre sus dos manazas y la arrojó, moribunda, entre las llamas:
—Tú, urraca ladrona, eres nuestra avaricia, ¡que el fuego te destruya!
El séptimo hombre sacó del séptimo cofre un viejo gato gordo y atigrado, con un rapidísimo movimiento de sus manos forzudas lo estranguló y gritó:
—Tú, gato, eres nuestra pereza, ¡que el fuego te deshaga para siempre!
Entonces, el portaestandarte que llevaba el emblema del esqueleto se adelantó y también entregó a las llamas su fúnebre insignia.
En seguida todos los peregrinos se quitaron las capas color ceniza, y se vio que debajo estaban vestidos con hermosas túnicas blancas orladas de oro. Luego corrieron de a uno hasta una fuente cercana donde se lavaron el rostro quitando la tinta escarlata. Reaparecieron con sus caras al natural, honradas y severas caras surcadas de arrugas de campesinos, de artesanos adustos, de hombres en buena posición, blancas y pálidas.
Cuando todos estuvieron listos, limpios de rostro y cándidos en sus vestiduras, montaron otra vez y el cortejo se movió hacia el pueblo, dejando sola, en aquel llano, la pira funeraria con sus siete víctimas. Contrariamente a la subida, la bajada fue ruidosa y alegre. Todos hablaban y reían; alguno, un poco más joven que los otros, cantaba con voz sonora y bien entonada un viejo romance. Los asnos trotaban por el sendero pedregoso con alegre prisa. En poco más de media hora se llegó a la plaza de Arbuela, y los peregrinos se dirigieron a sus casas.
Pero yo quise saber algo más sobre el significado de aquella singular ceremonia, que tenía algo de cristiana y algo de pagana. Me dirigí entonces a un sacerdote anciano y enjuto que nos había recibido al regreso, y le interrogué acerca de lo que había visto con mis ojos.
—Es una costumbre antiquísima —me respondió—, que se ha mantenido únicamente en Arbuela. Debe ser el último testimonio sobreviviente de una devoción medieval que, en el día de la Crucifixión de Nuestro Señor, quiere simbolizar la muerte de los siete pecados capitales. Los peregrinos se tiñen el rostro de bermellón para demostrar la vergüenza por las culpas cometidas, cabalgan únicamente sobre asnos para imitar la humildad del Redentor, arrojan los siete animales simbólicos en la pira que representa el fuego del infierno. Como todos los que participan en ese rito son buenos católicos, nosotros los sacerdotes lo toleramos, pero el clero, por orden del Obispo, se ha negado siempre a participar en la ceremonia, porque nos parece que tiene algo de ingenuo y ridículo. Se llama La Venganza, pero no se comprende bien si quiere decir venganza de Dios, o venganza de los hombres contra los pecados. El pueblo denomina a esa ceremonia, quizás con algo de ironía: la salida de los burros.
Agradecí al anciano sacerdote las explicaciones proporcionadas, pero le manifesté que no participaba de su opinión acerca del valor de aquella antigua costumbre. Por mi parte estoy contentísimo, incluso desde el punto de vista estético, de haber presenciado un espectáculo tan grandioso en su mágica y salvaje simplicidad.
Nápoles, 19 de febrero.
Algunos amigos napolitanos me han hecho saber que en Castellammare di Stabia vive un viejo sabio, contrario en todo, por principios y costumbres, a sus contemporáneos y a los nuestros, hasta el punto de hacer pensar que, como la estatua de algún filósofo antiguo, haya surgido de entre los escombros y despojos de las ciudades sepultadas por el Vesubio. En estos tiempos de neuróticos y frenéticos, la perfecta sabiduría y prudencia es cosa tan rara que no pude resistir la tentación de conocer a ese hombre.
El señor Gersolé me pareció ser un hombre redondo y sin brazos. Su dorso se parece lejanamente a una joroba aplastada y planchada; su prominente abdomen a un saco lleno de harapos. Algo intermedio entre un Sileno perezoso y un Polichinela serio. Afirma contar ochenta años de edad, pero quizás lo dice por coquetería, puesto que tiene el cabello siempre oscuro y una dentadura casi perfecta, además de una piel fresca y una complexión llena.
Le pregunté a qué atribuía su aspecto juvenil en tan avanzada edad.
—Los amigos —me respondió—, se mofan gustosamente de mi antigua sabiduría, y les dejo decir. En realidad, mi sabiduría consiste en haber rechazado todas las formas de la vida. No he querido estudiar porque siempre he sabido, y esto por instinto, que muchos de los conocimientos se olvidan, muchos otros hacen tristes a los seres y los más son inciertos y engañosos. Jamás me enamoré porque esa estúpida forma de locura que consiste en preferir a una sola criatura sobre todas las demás, siempre llevó a los hombres a la intranquilidad, a la angustia, al delirio, causándoles desilusiones y furores homicidas; por esto consideré al amor como una simple necesidad fisiológica, natural y tranquila, como la que me induce a comer un melocotón maduro o a liberar los intestinos de su molesta carga.
»De ese modo me salvé de la familia y de los innumerables fastidios, trabajos y servidumbres que surgen por tener esposa e hijos.
»Ni siquiera quise obstaculizar mi vida con la política. El amor de patria es una de las tantas infatuaciones absurdas y funestas del hombre moderno el amor de patria inyecta envidias, soberbia, ira y otros pecados capitales, es un promotor de odios, es decir, de guerras, lo que equivale a decir, de muertes. Y poco me importa ser gobernado por los rojos o por los negros, por los blancos o por los azules. Sé perfectísimamente bien que tanto los unos como los otros arrebatan pedazos de mi libertad y sacan provecho de mis haberes. Cualquiera que sea el partido dominante, el buen ciudadano está condenado a vivir en una jaula y a pagar los impuestos y tasas.
»A propósito no he querido profundizar la religión, para no añadir suplicios y tormentos. No hay más que dos caminos razonables: o negarlo todo sin discutirlo o aceptarlo todo a ojos cerrados. Por diversas razones de comodidad personal social he elegido el segundo, y me hallo bien a gusto. Creo en todo, pero jamás pienso en nada: conviene dejar en el misterio lo que en el misterio se halla.
»Me aconsejaron la lectura de poemas y novelas para pasar mejor el tiempo. Probé hacerlo, pero casi en seguida desistí. Los poetas me parecen niños vagabundos que andan a la caza de mentiras; los novelistas me narran historias de ciertos hombres y de ciertas mujeres que, si los hallara por casualidad en la vida, con sus ridículas miserias y actitudes fijas, huiría de ellos como el diablo huye ante la cruz.
»Tengo una pequeña renta que me es suficiente para vivir sin lujos, pero también sin estrecheces, y así Dios Santísimo y Bendito me ha salvado de la carga asnal del trabajo y también de la maldición, todavía más atroz, de buscar, acumular, salvar y administrar las riquezas.
»Tal es, estimado señor Gog, mi verdadero secreto. Soy un renunciante universal y perpetuo, soy el remisionario de la vida. Rechazando todas las ilusiones y ocupaciones, todas las trampas y cadenas, he llegado a la quietud de la carne y del espíritu llamada sabiduría por los agitados y obsesionados. En eso consiste mi secreto cabal.
—Pero, resumiendo: ¿es usted feliz o no lo es? —pregunté al señor Gersolé. El gran sabio cerró los ojos y pasó la mano derecha, a modo de peine, sobre los cabellos; los reabrió nuevamente y mirándome con fijeza, exclamó:
—No, ni siquiera yo soy feliz. Y sepa que la verdadera sabiduría no tiene relación ninguna con la felicidad, sino con la muerte.
Positano, 10 de febrero.
Con la esperanza de poder descansar alquilé una villa próxima al mar, en esta maravillosa costa. Anoche, mientras regresaba a casa en medio de la oscuridad, tropecé con un cuerpo humano tendido delante de mi puerta. Tuve por un momento la sensación de experimentar un escalofrío, pero muy breve porque no se trataba de un muerto, ya que de aquel cuerpo tendido sobre el empedrado surgió una voz que decía:
—¿Aún estás vivo? ¿Eres tú el amo?
Aquel hombre se levantó. Encendí entonces mi linterna de bolsillo y con la otra mano me aseguré de que llevaba mi revólver. Vi ante mí el rostro imbécil de un pordiosero que tendría treinta años o poco más de edad, estaba todo sucio de polvo y cubierto por pelos ensortijados. Le pregunté:
—¿Quién es usted? ¿Qué es lo que quiere?
Sonrió estúpidamente y replicó: