El Desfiladero de la Absolucion (21 page)

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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El Desfiladero de la Absolucion
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Pero quizás era mejor no alarmarse. Quizás hubiese una pequeña diferencia, dependiendo de los detalles de la fuga. Si el aire se perdía a través del sistema de reciclaje, entonces seguro que ayudaba el hecho de respirar lo más despacio posible. Al no saber dónde estaba la fisura, bien podía imaginar que el hecho de tener un ataque de pánico podía condicionar su esperanza de vida. Las dos horas podían alargarse a tres… tres o cuatro si tenía mucha suerte y estaba dispuesto a tolerar cierto daño cerebral. Cuatro quizás, solo quizás, podrían alargarse a cinco.

Estaba engañándose a sí mismo. Le quedaban dos horas. Dos y media como máximo.
Déjate llevar por el pánico
, se dijo.
No va a cambiar nada en absoluto
.

El virus saboreó su miedo. Lo tragó de un golpe, alimentándose con él. Había estado bullendo hasta ahora, pero cuando intentaba mantener el pánico a raya, aumentaba, aplastando todo pensamiento racional.

—No —dijo Quaiche—, no te necesito ahora.

Pero quizás sí lo necesitaba. ¿De qué le servía tener la mente despejada si no podía hacer nada para salvarse? Al menos el virus lo dejaría morir con la ilusión de que estaba en presencia de algo más importante que él, algo que se preocupaba por él y que estaba allí para cuidarlo mientras se apagaba lentamente.

Pero al virus le daba igual. Iba a inundarlo inminentemente tanto si quería como si no. No había ningún ruido, salvo su propia respiración y el ocasional sonido de la lluvia de hielo que seguía cayendo sobre él, desprendiéndose de las cumbres de la falla durante su descenso. No había nada que mirar excepto el puente. Sin embargo en el silencio, a lo lejos, oía música de órgano. Sonaba bajito, pero se acercaba y sabía que cuando alcanzase su maravilloso
crescendo
, llenaría su alma con gozo y terror. Y aunque el puente seguía viéndose igual que antes, podía ver el inicio de las vidrieras de colores sobre el cielo negro tras el puente, cuadrados y rectángulos y rayos de luz color pastel iluminando la oscuridad, como ventanas hacia un lugar infinito y glorioso.

—No —dijo Quaiche, pero esta vez sin convicción.

Había transcurrido una hora. Los sistemas exhalaron el último aliento, los mensajes en rojo se apagaron del panel. Nada que fallase ahora influiría mucho en las oportunidades de sobrevivir de Quaiche. La nave no iba a ahorrarle el sufrimiento explotando, por muy indoloro y rápido que hubiera sido.
No
, pensó Quaiche,
la Hija del Carroñero hará todo lo posible para mantenerme con vida hasta el último aliento
. La mera futilidad de este ejercicio se le escapaba completamente a la máquina. Seguía enviando la señal de alarma, aunque llevara dos o tres horas muerto para cuando la
Dominatrix
la recibiera.

Se rió con humor negro. Siempre había considerado a la
Hija
una máquina extremadamente inteligente. Para la mayoría de las naves espaciales (desde luego cualquiera que no tuviera al menos una subpersona de nivel gamma manejándola), lo era. Pero cuando te ceñías a lo esencial, no parecía tan brillante.

—Lo siento, nave —dijo y volvió a reírse, salvo que esta vez la risa desembocó en una serie de sollozos autocompasivos. El virus no ayudaba. Había deseado que lo hiciera, pero la sensación que le proporcionaba era demasiado superficial. Cuando más necesitaba su auxilio, lo percibía como la mera fachada que era. Simplemente porque el virus le hacía cosquillas en las zonas de su cerebro que producían sensaciones de experiencias religiosas no significaba que pudiera desconectar las demás zonas de su cerebro que reconocían que esos sentimientos eran inducidos artificialmente. Verdaderamente creía que se encontraba en presencia de algo sagrado, pero también sabía con total claridad que se debía a la neuroanatomía. No había nada allí: la música del órgano, las vidrieras en el cielo, el sentimiento de proximidad de algo enorme y atemporal e infinitamente compasivo, todo era fruto de conexiones neuronales, del potencial de activación de las hendiduras sinápticas.

En su momento de mayor necesidad, cuando más deseaba ese consuelo, le había fallado. No era más que un hombre sin Dios con un virus chapucero en la sangre, que se estaba quedando sin aire, sin tiempo en un mundo al que había dado un nombre que pronto sería olvidado.

—Lo siento, Mor —dijo—. La he cagado. Lo he jodido todo de verdad.

Pensó en Morwenna, tan distante, tan inalcanzable… y entonces se acordó del soplador de cristal. No había pensado en aquel hombre durante mucho tiempo, pero también hacía mucho tiempo que no se sentía tan solo. ¿Cómo se llamaba? Trollhattan, eso era. Quaiche lo conoció en una de las galerías comerciales migrogravíticas de Pygmalion, una de las lunas de Parsifal, alrededor de Tau Ceti. Había una demostración de vidrio soplado. Trollhattan, un artesano de la caída libre, había sido un tránsfuga de los skyjacks. Tenía miembros implantados y la piel de su rostro parecía la piel curtida de un elefante, horadada por las marcas que habían dejado los melanomas causados por la radiación, inexpertamente extirpados. Trollhattan hacía fabulosos objetos de vidrio: objetos diáfanos que creaban ambiente, algunos tan delicados que no podrían soportar ni la más leve gravedad de una luna importante. Los conceptos eran siempre diferentes. Había maquetas de planetarios tridimensionales de cristal que agudizaban el oído con su intensa pureza. Había bandadas de pájaros de cristal, miles de pájaros unidos por el mínimo contacto entre las puntas de sus alas. Había bancos de miles de peces, cada uno de ellos tintado con el más sutil colorido, amarillos y azules, y con las aletas rosadas de una traslucidez fascinante. Había escuadrones de ángeles, escaramuzas de galeones de la época de las batallas navales, caprichosas reproducciones de las más importantes batallas espaciales. Había creaciones cuya contemplación era casi dolorosa, como si con el mero hecho de observarlas uno pudiera desequilibrar el juego de luz y sombras, provocando que una diminuta grieta latente creciera hasta el punto de destruir toda la pieza. Una vez una obra completa de Trollhattan explotó espontáneamente durante la presentación al público, no dejando fragmentos más grandes que un escarabajo. Nadie supo nunca si era parte de un efecto intencionado.

Pero en lo que todo el mundo coincidía, era en que los objetos de Trollhattan eran caros. No, su precio no era barato en origen, pero el coste de la exportación era indecente. Simplemente sacar cualquier obra suya de Pygmalion arruinaría a un modesto estado demarquista. Podían envolverse en paquetes inteligentes que aguantaban pequeñas aceleraciones, pero todos los intentos por transportar los objetos de Trollhattan entre sistemas solares habían terminado con un montón de cristales rotos. Todos los trabajos que habían sobrevivido seguían en el sistema Tau Ceti. Familias enteras se habían mudado a Parsifal simplemente para poder poseer y presumir de sus obras de Trollhattan.

Se decía que en alguna parte del espacio interestelar había una barcaza automática lenta con cientos de obras del artista, avanzando despacio hacia otro sistema (cuál, dependía de qué versión de la historia escuchara uno) a un tanto por ciento de la velocidad de la luz, para satisfacer un pedido realizado hace décadas. También decían que quienquiera que tuviera suficiente ingenio para interceptar y robar la barcaza sin hacer añicos las obras de Trollhattan, sería indecentemente rico. En una era en la que casi cualquier cosa con un anteproyecto podía fabricarse a un coste irrisorio, los objetos hechos a mano con procedencia garantizada eran de las pocas cosas valiosas que quedaban.

Quaiche había considerado introducirse en el mercado de obras de Trollhattan durante su estancia en Parsifal. Había estado brevemente relacionado con un artesano que creía que podía producir falsificaciones de calidad usando sirvientes en miniatura para que mordieran un bloque de cristal del tamaño de una habitación. Quaiche había visto las pruebas y eran buenas, pero no tan buenas. Había algo en la calidad prismática de los originales a lo que ninguna otra cosa en el universo se parecía. Era como la diferencia entre el hielo y el diamante. En cualquier caso la procedencia los delataba. A menos que alguien acabara con Trollhattan era imposible que el mercado se tragara las falsificaciones.

Quaiche estuvo revoloteando alrededor de Trollhattan cuando vio una demostración. Quería saber si había algo sucio que pudiera usar contra el soplador de vidrio, algo que lo obligara a negociar. Si convencía a Trollhattan para que hiciese la vista gorda cuando las falsificaciones llegaran al mercado, diciendo que no se acordaba de si las había hecho, pero que tampoco recordaba no haberlas hecho, entonces podrían sacarle rendimiento a la estafa. Pero Trollhattan era intocable. Nunca decía nada y nunca se movía por los habituales círculos artísticos. Solo se dedicaba a soplar el vidrio.

Contrariado, su entusiasmo por el negocio caía en picado. Aun así, Quaiche se quedó a ver parte de la demostración. Su frío y desapasionado interés por el valor de las obras de Trollhattan dio paso rápidamente a la admiración por lo que en realidad implicaba.

La demostración incluía solo un trabajo pequeño, no una de sus creaciones que llenaban una habitación. Cuando Quaiche llegó, el artista ya había creado una planta maravillosamente intrincada, con tallos y hojas de un tono verde traslúcido con muchas flores acampanadas de rojo rubí pálido; ahora Trollhattan estaba modelando un objeto exquisito en azul resplandeciente junto a una de las flores. Quaiche no reconoció la forma inmediatamente, pero entonces Trollhattan comenzó a dibujar la increíblemente delicada curva de un pico hacia la flor y entonces vio al colibrí. El arco ambarino terminaba en punta a un dedo de la flor y Quaiche pensó que eso era todo, que el pájaro y la flor flotarían uno junto al otro sin tocarse. Pero entonces el ángulo de la luz cambió y se dio cuenta de que entre la punta del pico y el estigma de la flor había una finísima hebra de cristal soplado, una línea de oro como el último filamento de luz solar en una puesta de sol planetaria. Se trataba de la lengua del colibrí, hecha de vidrio soplado.

El efecto era sin duda deliberado, ya que el resto de espectadores descubrieron la lengua más o menos al mismo tiempo. No se apreciaba ninguna sugerencia de emoción en la cara de Trollhattan, que en teoría aún era capaz de expresarlas. En ese momento Quaiche sintió desprecio por el soplador de vidrio. Despreció la vanidad de su genio, juzgando que esa estudiada ausencia total de emoción era tan censurable como una demostración de orgullo. Por otro lado sintió una gran corriente de admiración por el truco que acababa de realizar.
¿Cómo se sentiría
, se preguntaba Quaiche,
al aportar un pequeño milagro en la vida cotidiana?
. Los espectadores de Trollhattan vivían en una era de milagros y maravillas. Sin embargo, la visión de la lengua del colibrí había sido claramente lo más sorprendente y maravilloso que ninguno de ellos había visto en mucho tiempo. Al menos así era en el caso de Quaiche. Una lengua de cristal lo había emocionado profundamente, cuando menos se lo esperaba.

Ahora pensaba en la lengua del colibrí. Siempre que se veía obligado a separarse de Morwenna se imaginaba un hilo de cristal fundido, matizado de oro y estirado hasta la exquisita delgadez de la lengua del colibrí, conectándolo a ella. Conforme aumentaba la distancia, también lo hacía n la delgadez y fragilidad de la lengua. Pero mientras fuera capaz de mantener esa imagen en su mente, y considerarse todavía unido a ella, su aislamiento no parecía absoluto. Aún podía sentirla a través del cristal, pues los estremecimientos de su respiración recorrían todo el hilo.

Pero el hilo parecía ahora más fino y frágil de lo que lo había imaginado nunca, y no sentía su respiración. Comprobó el cronómetro. Había pasado otra media hora. Siendo optimistas, no le quedaban más de treinta o cuarenta minutos de aire. ¿Era su imaginación o el aire empezaba a tener un sabor amargo?

Hela, 2727

Rashmika vio la caravana antes que los demás. Estaba a unos quinientos metros delante de ellos, en el mismo camino por el que iban, pero aún medio escondida por una serie de picos de hielo. Parecía avanzar muy despacio comparada con el vehículo de Crozet, pero conforme se acercaban, comprobaron que no era cierto. Los vehículos de la caravana eran mucho más grandes y era únicamente su tamaño lo que daba la impresión de un lento progreso.

La caravana era una hilera de una docena de máquinas que se extendía a lo largo de unos doscientos metros por el camino. Se movían en dos columnas muy juntas, casi morro con cola, con poco más de un metro o dos entre la trasera de un vehículo y la delantera del siguiente. Según veía Rashmika, no había dos exactamente iguales, aunque en algunos casos era posible apreciar que al principio eran idénticos, antes de que sus dueños les pusieran añadidos, los cortaran o los destrozaran en general. La estructura superior era un caos de añadidos que sobresalían apuntalados con andamios. Los símbolos de la afiliación eclesiástica estaban pintados con espray en cualquier parte, frecuentemente en complicadas cadenas que indicaban las cambiantes lealtades entre las grandes iglesias. En los tejados de muchas de las caravanas había grandes superficies inclinadas, todas con el mismo ángulo mediante relucientes pistones. El vapor emanaba de cientos de aperturas de escape.

La mayoría de las caravanas se movían sobre ruedas tan altas como casas, seis u ocho bajo cada máquina. Otras se movían mediante pesadas cadenas de oruga o con múltiples juegos de miembros andantes articulados. Un par de vehículos usaban el mismo movimiento rítmico de esquís que el icejammer de Crozet. Una máquina se movía como una babosa, avanzando palmo a palmo mediante ondas impulsoras de su cuerpo mecánico segmentado. No tenía ni idea de cómo se impulsaban otro par de ellas. Pero independientemente de su variado diseño, todas las máquinas eran capaces de mantener el mismo ritmo entre ellas. Todo el conjunto se movía con tal precisión coordinada que había pasarelas y túneles salvando los espacios entre ellos. Crujían y se flexionaban cuando variaba la distancia ligeramente, pero nunca se rompían o aplastaban.

Crozet situó su icejammer en paralelo a la caravana, usando el poco espacio que quedaba del camino, y aceleró. Las rugientes ruedas dominaron el pequeño vehículo. Rashmika observó las manos de Crozet sobre los mandos con inquietud. Bastaba un leve desliz de la muñeca, un despiste de un segundo, para que los aplastasen esas ruedas. Pero Crozet parecía bastante tranquilo, como si hubiera hecho esto cientos de veces.

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