La cápsula estaba suspendida del techo, colgando de un fino cable de metal, como el peso de una plomada. La cosa, con forma de huevo ennegrecido, era mucho más pequeña de lo que Vasko esperaba, casi parecía demasiado pequeña para albergar a una persona. No tenía ventanas, pero sí varios paneles que habían sido retirados para revelar dispositivos luminosos. Vasko vio números, rastros temblorosos y trémulos histogramas.
—Dejadme verla —dijo Clavain mientras se abría paso entre los trabajadores para acercarse más a la cápsula.
Frente a esta intromisión, uno de los trabajadores que rodeaba la cápsula cometió el error de fruncir el ceño en dirección a Escorpio, quien lo miró fijamente, enseñándole el temible incisivo curvado que marcaba su ascendencia. En ese momento, Blood señaló a los trabajadores con un movimiento afilado de su pezuña. Obedientemente, fueron saliendo y desaparecieron en las profundidades del edificio.
Clavain no dio signos de haber notado el alboroto. Aún encapuchado y anónimo, se deslizó entre los obstáculos y se acercó a un costado de la cápsula. Con mucho cuidado, colocó la mano cerca de uno de los paneles iluminados, acariciando la superficie mate chamuscada de la piel de la cápsula.
Vasko pensó que ahora podía mirarle sin problemas. Escorpio parecía escéptico.
—¿Captas algo?
—Sí —dijo Clavain—. Me está hablando. Los protocolos son combinados.
—¿Estás seguro? —preguntó Blood.
Clavain se giró dando la espalda a la máquina de forma que solo los finos pelos de su barba recibían algo de luz.
—Sí —respondió.
Entonces puso la otra mano en la parte opuesta del panel, apoyándose y bajando la cabeza hasta reposarla sobre la máquina. Vasko se imaginó que el anciano tendría los ojos cerrados, bloqueando cualquier distracción externa y que la concentración arañaba surcos en su frente. Nadie decía nada, y Vasko se dio cuenta de que incluso se esforzaba por no respirar muy fuerte.
Clavain giró la cabeza a un lado y a otro, despacio y pausadamente como alguien intentando encontrar la orientación óptima para la antena de una radio. Se quedó inmóvil en un ángulo y su cuerpo se tensó bajo el abrigo.
—Definitivamente son protocolos combinados —dijo Clavain. Permaneció callado y completamente quieto durante otro minuto al menos antes de añadir:
—Creo que me reconoce como otro combinado. No me permite el acceso total al sistema, todavía no, pero me deja consultar algunas funciones de diagnóstico de bajo nivel. La verdad es que no parece una bomba en absoluto.
—Ten mucho, mucho cuidado —dijo Escorpio—. No queremos que se apodere de ti, o algo peor.
—Lo hago lo mejor que puedo —dijo Clavain.
—¿Cuánto tardarás en decirnos quién está dentro? —preguntó Blood.
—No lo sabré con seguridad hasta que se abra —dijo Clavain en voz baja, pero que resonó por encima de todo con autoridad serena—, pero una cosa sí puedo deciros ya: no creo que sea Skade.
—¿Estás completamente seguro de que es combinado? —insistió Blood.
—Sí, lo es, y estoy casi seguro de que algunas de las señales que estoy captando provienen de los implantes del ocupante y no solo de la cápsula. Pero no puede ser Skade. A ella le avergonzaría tener algo que ver con protocolos tan viejos. —Separó la cabeza de la cápsula y miró atrás al resto del grupo—. Es Remontoire, tiene que ser él.
—¿Puedes entender lo que piensa? —preguntó Escorpio.
—No, pero las señales neutras que estoy captando están a un nivel muy bajo, información rutinaria de mantenimiento. Sin embargo, es probable que esté consciente dentro de la cápsula.
—O que no sea un combinado —dijo Blood.
—Lo sabremos en unas pocas horas —dijo Escorpio—. Pero sea quien sea, sigue quedando el problema de la nave desaparecida.
—¿Por qué es un problema? —preguntó Vasko.
—Porque quien sea no ha viajado veinte años luz en esa cápsula —dijo Blood.
—Pero ¿no podría haber llegado sigilosamente al sistema, esconder la nave en algún sitio y luego salir en la cápsula? —sugirió Vasko. Blood negó con la cabeza.
—Necesitaría una nave intrasistema para hacer el trayecto final hasta nuestro planeta.
—Pero podríamos no detectar una nave pequeña —dijo Vasko—. ¿No es posible?
—No creo —dijo Clavain—. A menos que se hayan producido cambios inoportunos.
Superficie de Hela, 2615
Quaiche recobró el conocimiento cabeza abajo. No se movía. De hecho, todo estaba inmensamente quieto: la nave, el paisaje, el cielo. Era como si hubiera estado plantado en el planeta desde hacía siglos y acabara de abrir los ojos.
Pero no creía que hubiera estado así durante mucho tiempo. Sus recuerdos del terrible ataque y de la mareante caída estaban muy claros. Lo asombroso no era que lo recordara, sino que estuviera vivo para contarlo. Moviéndose con cuidado en sus limitaciones, intentó supervisar los daños. La pequeña nave crujía a su alrededor. Al límite de su visión, girando todo lo que podía el cuello (que no parecía estar roto), vio nubes de polvo y hielo aposentándose aún tras una de las avalanchas. Todo estaba borroso, como si lo viera a través de un fino velo gris. El penacho de polvo era lo único que se movía y le confirmaba que llevaba allí tan solo unos minutos. También veía un extremo del puente, la maravillosa complejidad de volutas en las que se apoyaba la calzada curva. Había pasado momentos de ansiedad, cuando vio su artillería salir disparada y temió destruir aquello que lo había traído hasta allí. El puente era enorme, pero también parecía tan delicado como el papel. Sin embargo no había evidencias de que le hubiera infligido ningún daño. Seguramente era más fuerte de lo que parecía.
La nave volvió a crujir. Quaiche no podía ver el suelo con claridad. La nave había caído boca abajo, pero ¿estaban realmente en el fondo de la falla Ginnungagap? Miró el panel de control, pero no podía enfocarlo bien. En realidad, ahora que se fijaba, no podía enfocar casi nada. Parecía mejor si cerraba el ojo izquierdo. La fuerza gravitatoria podría haberle desprendido la retina, especuló. Ese tipo de daño reparable era lo que la
Hija
estaba dispuesta a infligirle con el objetivo de sacarlo de allí con vida. Con el ojo derecho abierto, miró el panel. Había un montón de luces rojas: mensajes escritos que indicaban defectos en los sistemas, y también muchas zonas en blanco en las que tendría que aparecer algo. La
Hija
había sufrido evidentemente graves daños. Se dio cuenta de que no eran solo mecánicos, sino también en el núcleo cibernético de su paquete aviónico. La nave estaba en coma. Intentó hablarle.
—Orden prioritaria. Reinicio.
No pasó nada. El reconocimiento de voz podría ser una de las capacidades perdidas. O eso, o esto era todo lo viva que llegaría a estar. Lo intentó de nuevo para asegurarse.
—Orden prioritaria. Reinicio.
Pero seguía sin pasar nada.
Será mejor que abandone esa línea
, pensó. Volvió a moverse, desplazando un brazo hasta que su mano tocó uno de los controles táctiles. Notó molestias, pero eran principalmente dolores difusos de fuertes contusiones, más que las punzadas de un miembro roto o dislocado. Incluso podía doblar las piernas sin demasiado dolor. Sin embargo, la punzada intensa en su pecho no pintaba bien para sus costillas, aunque su respiración parecía bastante normal y no sentía nada raro en el resto del pecho o en el abdomen. Si unas costillas rotas y un desprendimiento de retina eran los únicos daños, había escapado bastante bien.
—Siempre has sido un cabrón con suerte —se dijo mientras sus dedos manipulaban los numerosos botones y palancas del haz de control. Cada orden de voz tenía su equivalente manual, simplemente era cuestión de recordar la combinación adecuada de movimientos. Ya lo tenía. Un dedo aquí, el pulgar allí, y apretar. Apretar de nuevo. La nave tosió. Un mensaje en rojo parpadeó momentáneamente donde antes no había nada. Iba avanzando. Aún quedaban fuerzas en su vieja chica. Lo intentó de nuevo. La nave tosió y zumbó, intentando reiniciarse. Hubo un parpadeo rojo y después nada.
—Vamos —dijo Quaiche con los dientes apretados. Lo intentó de nuevo. ¿A la tercera, la vencida? La nave balbuceó, pareció estremecerse. El mensaje rojo volvió a aparecer, desapareció y surgió de nuevo. Otras zonas del panel cambiaron: la nave exploraba sus propias funciones, despertándose del coma.
—Muy bien —dijo Quaiche mientras la nave se retorcía, reorganizando su casco de forma probablemente no intencionada, sino con un ajuste reflejo para volver al perfil inicial. Algunos escombros golpearon el blindaje, desplazados durante el proceso. La nave se inclinó varios grados, variando la visión de Quaiche.
—Con cuidado… —dijo.
Fue demasiado tarde: la
Hija del Carroñero
había comenzado a rodar, desplomándose de la cornisa donde había encontrado apoyo temporal. Quaiche vio el suelo, aún unos cientos de metros más abajo, que venía a su encuentro a gran velocidad.
El tiempo subjetivo alargó la caída una eternidad. Después se golpeó con el cuadro de mandos y aunque no se desmayó, la serie de volteretas lo golpeaba como si algo lo hubiera atrapado entre los dientes y lo sacudiera contra el suelo hasta que se despedazara o lo matara.
Gimió. Esta vez era improbable que saliera tan bien parado. Notaba una fuerte presión en el pecho, como si le hubieran colocado un yunque encima. Probablemente las fisuras de las costillas habían cedido definitivamente. Eso le dolería cuando tuviera que moverse. Y a pesar de todo seguía vivo. Esta vez la
Hija
había aterrizado derecha. Podía ver de nuevo el puente, enmarcado como una foto en un catálogo turístico. Era como si el destino estuviera restregándoselo, recordándole lo que le había metido en este lío.
La mayoría de las partes rojas del panel se habían vuelto a apagar. Podía ver el reflejo de su mirada atónita sobre los mensajes fragmentados, con sus profundas ojeras y mejillas hundidas. Había visto un rostro similar una vez: la cara de una figura religiosa enterrada en la tela de un sudario. Era solo el bosquejo de una cara, como dibujada a gruesos trazos de carboncillo. El virus doctrinal refunfuñó en su sangre.
—Reinicio —dijo, escupiendo trozos de dientes.
No hubo respuesta. Quaiche buscó a tientas el haz de control, encontró la misma secuencia de órdenes y las presionó. No pasó nada. Lo intentó de nuevo, sabiendo que esa era su única opción. No había otra forma de despertar a la nave sin un equipo de diagnóstico completo.
El panel parpadeó. Algo seguía vivo todavía, aún tenía una oportunidad. Mientras seguía presionando órdenes de reinicio, algunos sistemas más volvieron de su letargo, hasta que, después de ocho o nueve intentos, no hubo más buenas noticias. No quiso continuar por miedo a gastar las restantes reservas aviónicas o de sobrecargar los sistemas que ya estaban activos. Tendría que apañárselas con lo que tenía.
Cerrando el ojo izquierdo, escaneó los mensajes en rojo. De un rápido vistazo supo que la
Hija del Carroñero
no saldría de allí próximamente. Los sistemas básicos para el vuelo habían sido destruidos por el ataque, los secundarios, machacados en la colisión con la pared y la larga caída rodando hasta el suelo. Su hermosa joya preciosa estaba destrozada. Incluso los mecanismos de autoreparación lo tendrían difícil, aunque tuviera que esperar meses mientras la reparaban. Pero suponía que debía estarle agradecido por salvarle la vida. En ese sentido no le había fallado.
Examinó de nuevo los mensajes. Las señales de auxilio automáticas de la
Hija
estaban funcionando. Su alcance estaría restringido por las paredes de hielo a ambos lados, pero no había nada que las limitara hacia arriba, excepto, claro está, el gigante gaseoso que había colocado entre él y Morwenna.
¿Cuánto tiempo tardaría en salir de detrás de Haldora? Comprobó el único cronómetro que funcionaba en la nave.
Cuatro horas hasta que la
Dominatrix
captara la señal de auxilio en cuanto emergiera de Haldora y después tardaría una hora más o menos en llegar hasta él. En circunstancias normales nunca se arriesgaría a acercar tanto la otra nave a un lugar potencialmente peligroso, pero no tenía otra opción. Además, dudaba que los centinelas trampa fueran una amenaza ya. Había destruido a dos de tres y este parecía haberse quedado sin energía, o ya le habría atacado de nuevo, si tuviera los medios para hacerlo.
Cuatro horas más otra hasta llegar a su posición: cinco en total. Ese era el tiempo que tardaría en estar a salvo. Preferiría estar fuera de peligro inmediatamente, en ese preciso instante, pero no podía quejarse y menos tras convencer a Morwenna de que tenía que aguantar seis horas alejada de él. ¿Y ese asunto de no querer colocar los satélites de repetición? Ahora tenía que reconocer que había pensado menos en la seguridad de Morwenna y más en aprovechar el tiempo. Bueno, ahora tenía que tragarse una dosis de su propia medicina, así que más le valía aceptarlo como un hombre.
Cinco horas. Nada. Pan comido. Entonces se dio cuenta de que había otro mensaje. Parpadeó, abrió los dos ojos esperando que fuera un efecto de su mala visión. Pero no había ningún error: el casco se había rajado. El desperfecto debía ser diminuto, una grieta muy fina. Normalmente la nave la habría sellado sin que él se enterase siquiera, pero con tantos daños en la nave, los sistemas normales de reparación no estaban operativos. Muy despacio, tanto, que aún no lo había notado, estaba perdiendo presión de aire. La
Hija
hacía lo que podía para compensar el suministro con las reservas presurizadas, pero no podría continuar indefinidamente. Quaiche hizo los cálculos. Tiempo hasta el agotamiento de las reservas: dos horas. ¡No iba a conseguirlo! ¿Había alguna diferencia si sufría un ataque de pánico o no? Reflexionó sobre esto durante un instante, pensando que era importante saberlo. No era que solo estuviera atrapado en un vehículo sellado con una cantidad de oxígeno limitada que lentamente se reemplazaba por dióxido de carbono de su respiración. Además, el aire se filtraba hacia el exterior a través de una fisura en el casco y la fuga continuaría sin importar lo rápido que usara el oxígeno para respirar. Incluso si tan solo respiraba una vez en las próximas dos horas, no le quedaría aire para dar la siguiente bocanada. Pero no era la reducción de oxígeno lo que le preocupaba, era la falta de atmósfera. En dos horas estaría chupando vacío del bueno, por el que alguna gente pagaba dinero. Decían que dolía los primeros segundos, pero para él la transición al espacio sin aire sería gradual. Estaría inconsciente, probablemente muerto, mucho antes. Quizás en los próximos noventa minutos.