—Vamos —dijo.
—Dicen que quieren llevarte de vuelta para interrogarte —dijo Linxe.
—¿Por escaparme de casa? ¿No tienen nada mejor que hacer?
—No es por escaparte —dijo Linxe. De nuevo miró hacia Crozet—. Es por el sabotaje de la semana pasada. Sabes a qué me refiero, ¿no?
—Sí —dijo Rashmika, recordando el cráter donde había estado el almacén de demolición.
—Dicen que lo hiciste tú —dijo Crozet.
Hela, 2615
Fuera de órbita, Quaiche notó cómo su peso aumentaba al desacelerar la
Hija del Carroñero
hasta tan solo unos miles de kilómetros por hora. Hela aumentaba, su accidentado terreno se elevaba para darle la bienvenida. El eco del radar (la señal metálica) seguía allí. Y el puente también.
Quaiche decidió descender en espiral en lugar de dirigirse directamente a la estructura. Incluso en el primer bucle, aún a miles de kilómetros sobre la superficie de Hela, lo que había visto era incitante, como un puzle que tenía que completar.
Desde el espacio profundo, la falla era visible únicamente como un cambio de albedo, una cicatriz oscura deslizándose por la superficie del mundo. Ahora tenía una profundidad palpable, especialmente cuando la examinó con las cámaras de aumento. La herida era irregular. En algunos lugares había una caída relativamente poco profunda hasta el fondo del valle, pero en otras partes las paredes eran placas verticales de roca cubierta de hielo que se alzaban a kilómetros de altura, tan lisas y premonitorias como el granito. Tenían el brillo gris de la pizarra húmeda. El fondo de la falla variaba entre la llanura de un lago salado seco hasta las grietas y fracturas de una cubierta de paneles de hielo inclinados y superpuestos, separados por avenidas finas como hilos de un negro visón puro. Cuanto más se acercaba, más se parecía a un puzle sin terminar, arrinconado por la pataleta de un dios.
Una vez por minuto comprobaba el radar. El eco seguía allí y la
Hija
no había detectado signos de un ataque inminente. Quizás después de todo solo era basura.
La idea lo atormentó, ya que eso significaba que alguien había llegado a estar tan cerca del puente sin encontrarlo lo suficientemente importante como para contárselo a nadie. O quizás querían informar, pero les había sucedido alguna desgracia. No estaba seguro de si esto último era menos preocupante en su conjunto.
Para cuando hubo terminado el primer bucle, había reducido su velocidad a quinientos metros por segundo. Estaba lo suficientemente cerca de la superficie como para apreciar la textura del suelo y sus cambios desde las rugosas tierras altas a las suaves planicies. No todo era hielo. En su interior, la mayoría de la luna era roca y una gran parte del material rocoso fragmentado estaba incrustado en el hielo o encima de él. Columnas de ceniza surgían de los volcanes latentes. Había laderas de fino talud y con una parte trasera de pedruscos afilados tan grandes como un hábitat importante del espacio; algunos atravesaban el hielo, sobresalían en ángulos absurdos como popas de barcos hundidos; otros se encontraban en la superficie, posados sobre un lado como una enorme instalación escultórica.
Los propulsores de la
Hija
funcionaban continuamente para contrarrestar la gravedad de Hela. Quaiche siguió descendiendo, acabando cerca del borde de la grieta. Encima de él, Haldora era una meditabunda esfera oscura, iluminada únicamente por un lado. Entretenido y distraído por un momento, Quaiche vio las tormentas eléctricas jugar por la cara oscura del gigante gaseoso. Los arcos eléctricos se enroscaban y retorcían con pasmosa lentitud, como anguilas.
Hela aún recibía luz del sol del sistema, pero pronto su órbita alrededor de Haldora la introduciría en la sombra del mundo mayor. Era una suerte que la fuente del eco estuviese en esta cara de Hela, si no, se habría perdido el impresionante espectáculo del gigante gaseoso avecinándose. Si hubiera llegado más tarde en la rotación del mundo, por supuesto, la falla no habría apuntado hacia Haldora. Una diferencia de ciento sesenta días le habría hecho perderse esta vista sorprendente.
Otro relámpago. A regañadientes volvió a centrar su atención en Hela. Estaba sobre el borde de la falla Ginnungagap. El terreno descendía con escandalosa precipitación. Aunque la atracción de la gravedad era tan solo un cuarto de un g normal, Quaiche sufría de tanto vértigo como en un mundo mucho más pesado. Tenía sentido, ya que la caída era aún muy pronunciada. Y lo peor es que no había atmósfera para ralentizar la caída de un objeto, no había velocidad terminal que ofreciera al menos una oportunidad para sobrevivir a un accidente.
No importa, la
Hija
nunca le había fallado y no esperaba que lo hiciese ahora. Se concentró en lo que había venido a examinar y dejó que la
Hija
siguiera cayendo, bajando de la altitud cero con respecto a la superficie de referencia. Giró, avanzando a lo largo de la falla. Se alejó uno o dos kilómetros de la pared más cercana, pero aunque se alejara de una, la otra pared no parecía más cercana que cuando atravesó el umbral. El espacio entre las paredes era irregular, pero aquí, en el ecuador, los lados de la falla nunca se acercaban más de treinta y cinco kilómetros. La falla tenía un mínimo de cinco o seis kilómetros de profundidad, penetrando hasta los diez u once en la parte más insondable y enrevesada del fondo del valle. La grieta era enorme y Quaiche llegó gradualmente a la conclusión de que no le gustaba estar allí dentro. Era demasiado parecido a estar suspendido entre las mandíbulas con resorte de una trampa.
Miró el reloj: faltaban cuatro horas para que la
Dominatrix
emergiera de la cara oculta de Haldora. Cuatro horas era mucho tiempo, esperaba emprender el camino de vuelta mucho antes.
—Aguanta Mor. Ya no queda mucho —dijo. Pero por supuesto, ella no podía oírle. Había entrado en la falla al sur del ecuador y ahora se dirigía hacia el hemisferio norte. El mosaico fracturado del suelo pasaba lentamente por debajo. Comparado con la pared más lejana, parecía que el movimiento de la nave era apenas perceptible, pero la pared más cercana pasaba lo bastante rápido como para indicarle de alguna manera su velocidad. Ocasionalmente perdía la noción de la escala y por un momento la falla parecía mucho más pequeña. Era un momento peligroso, ya que normalmente cuando un paisaje extraño se convertía en algo familiar, conocido y abarcable, era cuando podía cambiar y matarte.
De pronto vio el puente acercándose en el horizonte entre las afiladas paredes. El corazón le martilleó en el pecho. Ahora no había ninguna duda, si es que había existido alguna: el puente era una construcción, una creación de brillantes hilos. Ojalá Morwenna estuviera allí para verlo también.
Iba grabando todo el recorrido mientras se acercaba al puente, suspendido a kilómetros sobre él. Un arco se conectaba a ambas paredes de la falla mediante asombrosas filigranas de las volutas de apoyo. No necesitaba explayarse, una pasada bajo el arco sería suficiente para convencer a Jasmina. Volverían más tarde con un equipo de trabajo si era lo que ella deseaba. Quaiche miró hacia arriba maravillado mientras pasaba bajo el puente. La calzada —¿de qué otra forma podía llamarla?— seccionaba en dos la cara de Haldora, brillando levemente contra la oscuridad del gigante gaseoso. Era peligrosamente fino, como un lazo blanco lechoso. Se preguntaba qué se sentiría al cruzarlo a pie. En ese momento la
Hija
viró violentamente y la gravedad corrió cortinas rojas en sus ojos.
—¿Qué…? —comenzó a gritar Quaiche.
Pero no hacía falta preguntar nada. La
Hija
había emprendido una acción evasiva, haciendo exactamente lo que debía. Algo intentaba atacarlo. Quaiche se desmayó, recuperó la consciencia y volvió a desmayarse. El paisaje giraba a su alrededor, enviándole los reflejos de las brillantes luces de los propulsores de la
Hija
. Volvió a perder el conocimiento. Un momento fugaz de consciencia. Había un rugido en sus oídos. Vio el puente desde una serie de abruptos e inconexos ángulos, como fotos desordenadas. Desde arriba, desde abajo, arriba de nuevo… La
Hija
intentaba buscar refugio.
Algo fallaba. Tenían que subir y largarse, sin contemplaciones. Se suponía que la
Hija
lo sacaría de cualquier amenaza lo más rápido posible. Estos giros, esta indecisión, no eran lo normal. A menos que estuviera arrinconada, a menos que no pudiera encontrar ninguna ruta de escape. Durante una ventana de lucidez vio la pantalla de situación en su consola. Tres objetos hostiles le disparaban. Habían surgido de nichos en el hielo, tres ecos metálicos que no tenían nada que ver con el primero que había visto.
La
Hija del Carroñero
se sacudía como un perro mojado. Quaiche veía los penachos del escape de sus propios misiles en miniatura saliendo disparados, retorciéndose y zigzagueando para evitar ser derribados por los centinelas enterrados. Vuelta a desmayarse. Esta vez, cuando recuperó el sentido, vio una pequeña avalancha descendiendo por un lado del precipicio. Uno de los objetos atacantes estaba fuera de juego. Al menos uno de sus misiles había dado en el blanco. La consola parpadeó. La opacidad del casco cambió a negro absoluto. Cuando el casco se aclaró de nuevo y la consola se recuperó, apareció un mensaje de alerta en la pantalla en letras de un rojo intenso. Le habían alcanzado de gravedad.
Hubo otro temblor al disparar otro grupo de misiles. Eran diminutos cohetes antimateria del tamaño de un pulgar con un rendimiento de un kilotón. Otro desmayo y la sensación de caída libre al despertar. Otra pequeña avalancha; un atacante menos en la pantalla. Uno de los centinelas seguía ahí fuera y no tenía más artillería que mandarle. Pero no estaba disparando. Quizás estuviera dañado, o quizás simplemente recargando. La
Hija
vaciló, atrapada en un torbellino de posibilidades.
—¡Orden prioritaria! —gritó Quaiche—. ¡Sácame de aquí! Notó la fuerza de la gravedad de golpe. De nuevo las cortinas rojas cegaron su vista, pero esta vez no se desmayó; la nave intentaba mantener su sangre en la cabeza, procurando mantenerlo consciente el mayor tiempo posible. Vio el paisaje caer a lo lejos y vio el puente desde arriba. Luego algo lo golpeó. La pequeña nave se caló, el propulsor se detuvo durante un instante. Luchó por recuperar empuje, pero algo, algún subsistema vital de propulsión debía de haber recibido el impacto. El paisaje permaneció inmóvil bajo la nave para luego comenzar a acercarse de nuevo. Estaba cayendo. Se desmayó.
Quaiche caía en diagonal hacia la pared vertical de la falla, perdiendo y recuperando la consciencia en el trayecto. Asumió que iba a morir, aplastado contra la pared del acantilado en un instante de centelleante destrucción, pero en el último instante antes del impacto, la
Hija del Carroñero
usó un último aliento del propulsor para amortiguar el choque. Aun así fue terrible, a pesar de que el casco se deformó para suavizar el golpe. La pared dio vueltas alrededor, ahora veía el acantilado, ahora el horizonte, ahora un plano presionándolo desde el cielo. Quaiche perdió el sentido, lo recuperó y lo volvió a perder. Vio el puente girando en la distancia. Las nubes de hielo y escombros seguían cayendo de los puntos de avalancha en los lados del acantilado en los que sus misiles habían impactado en los centinelas. Durante todo el tiempo, Quaiche y su pequeña joya de nave caían dando volteretas hacia el fondo de la falla.
Ararat, 2675
Vasko siguió a Clavain y a Escorpio hasta el edificio de administración con Blood escoltándoles a través de un laberinto de habitaciones y pasillos casi vacíos. Vasko esperaba que le impidieran el paso en cualquier momento: su pase de la División de Seguridad definitivamente no contemplaba esta clase de negocios. Pero a pesar de que cada control de seguridad era más estricto que el anterior, su presencia era aceptada. Vasko suponía que nadie iba a cuestionarles a Escorpio y Clavain su elección de huéspedes.
Llegaron a un control de cuarentena en lo más profundo del edificio, un centro médico con varias camas recién hechas. Esperándoles estaba un hombre de rostro cetrino, un médico llamado Valensin. Llevaba unas enormes gafas romboidales y el fino pelo negro pegado hacia atrás formando brillantes ondas, y sostenía una pequeña y gastada bolsa con equipamiento médico. Vasko no había visto a Valensin antes, pero siendo el médico de mayor categoría del planeta, su nombre le era familiar.
—¿Cómo estás, Nevil? —preguntó Valensin.
—Me siento como un hombre que ha superado su tiempo de visita en la historia —dijo Clavain.
—Nunca te han gustado las respuestas directas, ¿verdad?
—Mientras hablaba, Valensin extrajo un aparato plateado de su bolsa y con él iluminó los ojos de Clavain, mirando a través de su propio ocular.
—Le hicimos un chequeo durante el vuelo —dijo Escorpio—. Está lo suficientemente sano. No tienes que preocuparte de que haga algo embarazoso como caerse muerto en cualquier momento.
Valensin apartó la luz.
—¿Y tú, Escorpio? ¿Tienes planeado caerte muerto de manera inminente?
—Eso te facilitaría mucho la vida, ¿no?
—¿Migrañas?
—Ahora mismo tengo una.
—Luego te examino. Quiero ver si esa visión periférica tuya se ha deteriorado más rápido de lo que anticipaba. Tanto correr de un lado para otro no es muy recomendable para un cerdo de tu edad.
—Gracias por recordármelo, en especial cuando no tengo otra elección.
—Es un placer. —Valensin sonrió abiertamente, dejando a un lado su equipo—. Ahora deja que aclare un par de cosas: cuando se abra la cápsula, que nadie le toque un pelo al ocupante hasta que lo haya examinado exhaustivamente. Y por exhaustivamente, quiero decir, por supuesto, limitándome a las restringidas posibilidades actuales. Buscaré agentes infecciosos. Si encuentro algo y decido que hay una remota posibilidad de que sea desagradable, entonces cualquiera que haya estado en contacto con la cápsula puede ir olvidándose de volver a Primer Campamento o a cualquier sitio donde vivan. Y por desagradable no me refiero a armas de virus modificados genéticamente. Quiero decir incluso algo tan simple como la gripe. Nuestros programas antivirales ya están forzados hasta el límite.
—Lo entendemos —dijo Escorpio.
Valensin los condujo a una habitación enorme con un alto techo abovedado esqueleto de metal. La sala olía agresivamente estéril. Estaba casi completamente vacía, excepto por un pequeño grupo de gente y máquinas en el centro. Media docena de trabajadores de blanco se afanaban alrededor de las destartaladas torres de los equipos de observación.