—Hola, John —dijo.
Ararat, 2675
La lanzadera sobrevoló Primer Campamento. El sol casi se había ocultado. Bajo los últimos rayos del día, Vasko y sus compañeros observaron la espiral cubierta de verde desaparecer tras el cabo. La impresionante torre arrojaba su sesgada sombra en los minutos finales del día, una sombra que se movía no solo debido a la descendente luz solar, sino también por la cambiante posición e inclinación de la nave. El movimiento era casi demasiado lento para apreciarse de un minuto a otro; era como mirar la manecilla de las horas de un reloj: el movimiento era obvio únicamente cuando dejabas de mirarlo durante dos o tres minutos. Pero la nave se movía, arrastrada por la capa de biomasa. Ahora una lengua de tierra se interponía entre la nave y la bahía. No era muy extensa, tan solo los últimos cien metros del cabo, y probablemente no fuese suficiente para bloquear completamente las olas del maremoto, pero seguro que serviría de algo y conforme la nave seguía avanzando, la protección aumentaba cada vez más.
—¿Ha logrado subir a bordo? —preguntó Khouri con los ojos abiertos de par en par y la mirada perdida. Aura parecía estar durmiendo, por lo que Khouri volvía a hablar por sí misma.
—Sí —dijo Vasko.
—Espero que pueda convencerlo.
—Lo que ha pasado antes aquí… —dijo Vasko mirándola, esperando a que dijese algo. Pero no dijo nada—. Cuando Aura nos habló…
—¿Sí?
—¿Era realmente ella?
Khouri lo miró con un ojo entreabierto.
—¿Te fastidia? ¿Te molesta mi hija?
—Solo quiero saber. ¿Está dormida ahora?
—No está en mi cabeza, no.
—¿Pero lo estaba?
—¿A dónde quieres llegar con esto, Malinin?
—Quiero saber cómo funciona —dijo—. Creo que puede sernos de gran utilidad. Ya nos ha ayudado, pero eso es solo el principio, ¿verdad?
—Ya os lo había dicho. Aura sabe cosas —dijo Khouri—. Solo tenemos que escucharla.
Hela, 2727
Rashmika se sentó a solas en su cuarto en la noche siguiente a la travesía de la caravana por el puente. Abrió con manos temblorosas el tubo metálico que Pietr le había dado, temiéndose, a su pesar, algún engaño o truco. Pero en el tubo no había nada más que un rollo de fino papel amarillento, de color tabaco, que se deslizó hasta sus manos. Lo desplegó con cuidado y luego examinó la descolorida secuencia de signos grises en una cara del papel.
Para el ojo inexperto no significaban nada en concreto. Al principio le recordaron un poco a algo y tuvo que pensar un rato antes de acordarse. Los espaciados guiones verticales, agrupados y apiñados, que se iban juntando más conforme el ojo recorría la línea de izquierda a derecha, le recordaron un diagrama de líneas de absorción química en el espectro de una estrella, acercándose cada vez más hacia un borroso estado de contínuum. Pero estas líneas representaban desapariciones y el contínuum borroso quedaba en el futuro. Pero ¿qué significaba esto exactamente? ¿Se convertirían las desapariciones en la norma, con Haldora parpadeando como una lámpara defectuosa? ¿O simplemente desaparecería, desvaneciéndose para siempre?
Examinó el papel de nuevo. Había una segunda secuencia de marcas encima de las otras. Coincidían casi por completo excepto en un punto en el que la secuencia inferior tenía una marca vertical adicional que no existía en la secuencia superior. Hace unos veinte años, había dicho Pietr. Hace unos veinte años Haldora había dejado de existir durante un segundo y un quinto. Un guiño cósmico muy largo. No había sido un instante de desatención divina, sino toda una siestecita. Y durante esa ausencia, había sucedido algo que no le había gustado a las iglesias, algo que quizás le hubiese costado la vida a un inofensivo anciano. Volvió a mirar el papel y por primera vez se le ocurrió pensar por qué Pietr se lo habría dado a ella, y qué se suponía que tenía que hacer con él.
Ararat, 2675
El ascensor había estado bajando durante varios minutos cuando Antoinette notó una fuerte sacudida al salirse de su vía. Al principio gritó, pensando que se iba a estrellar, pero el ascensor continuó su camino con normalidad hasta que unos segundos después notó otra serie de traqueteos y bandazos debidos a un nuevo cambio de ruta. No tenía forma de saber dónde estaba, solo sabía que estaba en las profundidades de la nave. Quizás estuviera bajo la línea del mar, en los últimos cientos de metros sumergidos del casco. Cualquier mapa que hubiese traído consigo (no es que lo hubiera hecho, por supuesto), tampoco le habría servido de nada a estas alturas. No era solo debido a que estos niveles fuesen difíciles de alcanzar desde las cubiertas superiores, sino que eran proclives a experimentar cambios convulsos y poco claros en su arquitectura. Durante mucho tiempo se creyó que los ascensores permanecían inalterables, pero Antoinette acababa de averiguar que no era así, y que sería inútil intentar orientarse por los aparentemente familiares puntos de referencia. Si hubiese traído una brújula de inercia y un gravímetro, quizás fuese capaz de precisar su posición con un margen de error de una docena de metros en el espacio tridimensional… pero no tenía nada de eso, por lo que no le quedaba más remedio que confiar en el Capitán.
El ascensor llegó a su destino. La puerta se abrió y cayeron los últimos churretes de fluido. Golpeó el suelo con los zapatos para secárselos, notando la desagradable sensación de humedad de la costura de sus pantalones contra las pantorrillas. No estaba precisamente vestida para una reunión con el Capitán. ¿Qué pensaría él?
Miró alrededor y tuvo que ahogar una involuntaria exclamación de sorpresa y deleite. Por muy consciente que fuera de que cada instante era vital, le fue imposible no conmoverse por la visión que tenía delante. En las entrañas de la nave en las que se encontraba habría esperado encontrar otra sala oscura y húmeda. Había asumido que el Capitán se manifestaría mediante la manipulación de chatarra o en alguna de las deformadas paredes, o algo parecido. Pero el Capitán la había traído a un lugar completamente diferente. Era una sala enorme, un lugar que a primera vista no parecía tener límites. Había un infinito cielo sobre su cabeza, de un rico azul heráldico sombreado. En todas direcciones únicamente veía hileras escalonadas de árboles hasta el infinito verde azulado. Había una encantadora brisa perfumada y un cacareo animal proveniente de las ramas más altas del árbol más próximo. Más abajo, al final de una serpenteante escalera rústica, había un pequeño claro en el bosque. Había un estanque a un lado en el que caía un cantarín salto de agua. El agua del estanque era del exquisito negro del espacio. En lugar de sugerir contaminación, la negrura del agua la hacía maravillosamente fresca y tentadora. Cerca de la orilla, sobre un césped perfectamente recortado, había una mesa de madera, con dos troncos a los lados a modo de bancos.
Involuntariamente había dado un paso fuera del ascensor. Tras ella, la puerta se cerró. Antoinette no tuvo más alternativa que bajar por las escaleras hasta el estanque, donde el césped brillaba con todos los tonos de verde y amarillo que se pudieran imaginar.
Había oído hablar de este lugar. Recordaba que Clavain le habló de él en una ocasión. Un claro en el bosque dentro de la
Nostalgia por el Infinito
. Antes su emplazamiento constaba en los mapas, pero después de que la gran nave fuese desalojada en los días que siguieron a su aterrizaje en Ararat, nadie había sido capaz de encontrarlo de nuevo. Algunas cuadrillas habían peinado la zona donde se suponía que estaba, pero no lo habían localizado.
El claro era enorme. Era sorprendente que se pudiese perder un lugar así, pero la
Nostalgia por el Infinito
era inmensa y si la propia nave no quería que se encontrase algo… bueno, el Capitán ciertamente tenía los medios para esconder lo que quisiese. Los accesos y ascensores podían ser redirigidos. Todo este lugar, toda la cámara, con el claro incluido, podía haberse desplazado por la nave igual que se desplazaban las viejas balas por el interior de las personas a las que habían disparado hace años.
Antoinette pensaba que jamás averiguaría dónde estaba exactamente. El Capitán la había traído hasta aquí bajo sus propias condiciones y quizás no le permitiera volver a verlo otra vez.
—Antoinette. —La voz era un susurro, una modulación del sonido de la cascada.
—¿Sí?
—¿No te has vuelto a olvidar de algo?
¿Se refería a la linterna? No, claro que no. Sonrió. Después de todo no había sido tan olvidadiza como temía. Se colocó las gafas. A través de ellas vio el mismo claro, si cabe, con los colores aún más brillantes. Había pájaros en el aire, como pinceladas de rojo y amarillo sobre el fondo azul.
¡Pájaros! Era fantástico ver pájaros de nuevo, aunque supiera que eran una fabricación de las gafas. Antoinette miró a su alrededor y dio un respingo al comprobar que tenía compañía. Había gente sentada a la mesa, sobre los troncos colocados a ambos lados. Gente extraña, verdaderamente extraña.
—Ven con nosotros —dijo uno de ellos, invitándola a sentarse en un hueco. El hombre que le hacía señas era John Brannigan, estaba segura de ello. Pero se manifestaba de una forma ligeramente diferente. Recordó las dos primeras apariciones, ambas evocaban Marte, pensó. En la primera llevaba un traje espacial tan antiguo que no le habría extrañado que tuviese una trampilla para alimentarlo con carbón. La segunda vez, el traje era un poco más actualizado, que no moderno, de ningún modo, pero al menos sí una generación más avanzado que el primero. John Brannigan también había parecido mayor, diría que al menos una década o dos. Y ahora estaba viendo una versión aún mayor de él, con un traje que de nuevo saltaba unos cincuenta años de moda. Apenas podía decirse que fuese un traje, era más bien una especie de envoltorio de algo parecido a la saliva gris plata de un insecto cuidadosamente adherida a su cuerpo. A través del material transparente del traje podía adivinar la complejidad de los prietamente empaquetados mecanismos de aspecto orgánico: unos bultos con forma de riñones y unas masas moradas parecidas a pulmones; cosas que palpitaban y vibraban. Vio unos líquidos de color verde chillón que recorrían a toda prisa metros de tubos intestinales zigzagueantes. Bajo todo esto el Capitán estaba desnudo, los repulsivos mecanismos de catéteres y los sistemas de gestión de residuos estaban ocultos a su vista. El capitán parecía impasible. Antoinette estaba mirando a un hombre de una época remota que, bien pensado, parecía más lejano y extraño que en los períodos más antiguos que había conocido en las dos primeras apariciones.
El traje dejaba su cabeza al descubierto. Estaba más viejo ahora. Su piel parecía haber sido absorbida por su calavera mediante algún tipo de proceso de vacío, de forma que se pegaba a cada hendidura. Podría señalar cada una de las venas bajo su piel con precisión quirúrgica. Tenía un aspecto delicado, como si pudiera hacerse añicos entre los dedos. Antoinette se sentó en el lugar que le ofrecía. El resto de la gente alrededor de la mesa llevaba el mismo tipo de traje, salvo por pequeñas diferencias en los detalles. Pero ellos no se parecían en nada. A algunos les faltaban pedazos enteros de sí mismos. Tenían agujeros en sus cuerpos que habían sido invadidos por sus trajes, saturándolos con la misma intrincada maquinaria orgánica y tubos verdes que se veían en el traje del Capitán. A una mujer le faltaba un brazo. En su lugar, bajo la capa del traje había un molde de un brazo de cristal relleno con una estructura provisional de huesos, músculos y fibras nerviosas. Uno de los hombres tenía el rostro de cristal, con el tejido vivo presionando la cara interna de la máscara. Otra mujer parecía más o menos normal a primera vista, excepto que su cuerpo tenía dos cabezas: una de mujer más o menos en el emplazamiento normal y otra, la de un hombre joven sobre su hombro derecho.
—No te preocupes por ellos —dijo el Capitán.
Antoinette se dio cuenta de que los había estado mirando fijamente.
—Yo no…
John Brannigan sonrió.
—Son soldados. Elementos de la avanzadilla de la Coalición para la Pureza Neuronal.
Si aquello había tenido algún sentido para Antoinette alguna vez, era una historia que había olvidado hacía mucho tiempo.
—¿Y tú? —le preguntó al Capitán.
—Yo también lo fui durante un tiempo. Mientras se ajustaba a mis necesidades inmediatas. Estábamos en Marte, luchando contra los combinados, pero no puedo decir que pusiera toda mi alma en ello.
Antoinette se inclinó hacia delante. La mesa, al menos, era totalmente real.
—John, hay algo de lo que tenemos que hablar sin falta.
—Oh, venga, no seas aguafiestas. Si apenas he empezado a charlar con mis colegas soldados.
—Toda esta gente está muerta, John. Murieron, haciendo un cálculo optimista, hace trescientos o cuatrocientos años. Así que despierta de tu ensoñación nostálgica, ¿de acuerdo? Tienes que centrarte de una puñetera vez en la realidad inmediata.
El Capitán parpadeó e inclinó la cabeza hacia una de las personas en la mesa.
—¿Te has fijado en Kolenkow? ¿La de las dos cabezas?
—Sería difícil no hacerlo —dijo Antoinette con un suspiro.
—El de su hombro es su hermano. Se alistaron juntos. Él fue alcanzado por una araña tragahombres. Decapitación instantánea. Le están cultivando un cuerpo nuevo en Deimos. Podrían engancharlo a una máquina mientras tanto, pero siempre es mejor si estás conectado a un cuerpo de verdad.
—Seguro que sí. Capitán…
—Así que Kolenkow lleva la cabeza de su hermano hasta que su cuerpo esté listo. Incluso puede que vaya a la batalla así. Ya lo he visto antes. No hay muchas cosas que asusten a las arañas, pero un soldado con dos cabezas imagino que sí.
—Capitán, John, escúchame. Tienes que centrarte en el presente. Tenemos un grave problema en Ararat, ¿entiendes? Sé que sabes lo que pasa, ya hemos hablado de eso antes.
—Oh, ese rollo —dijo, como un niño al que le recordasen sus deberes el primer día de vacaciones.
Antoinette dio un puñetazo en la mesa, tan fuerte, que se lastimó la mano con la madera.
—Ya sé que no quieres encargarte de este asunto, John, pero tenemos que hablar de ello quieras o no. No puedes irte cuando te apetezca. Puede que salves a miles de personas, pero muchos, muchos más, morirán en el camino.
La compañía cambió. Seguía estando sentada a la mesa rodeada por soldados e incluso reconoció algunas caras; pero ahora parecía que todos habían sufrido algunos años de guerra más. Una guerra dura. El Capitán tenía una prótesis en un brazo que hacía ruidos metálicos. Los trajes ya no estaban hechos de saliva de insecto, sino que eran un ensamblaje de placas deslizantes lubricadas. Eran extraordinariamente reflectantes, como costras de mercurio congelado.