Pero cualquier sensación de que la nave era un refugio, un santuario, se había evaporado. Cada vez que veía el sarcófago se acordaba de que Jasmina había invadido con sus influencias su feudo. No habría segundas oportunidades. Todo lo que le importaba ahora dependía del sistema al que llegaban.
—Puta —volvió a decir.
Quaiche llegó al puesto de mando y se deslizó en el asiento del piloto. El espacio era necesariamente minúsculo, ya que la
Dominatrix
era todo combustible y motor. El espacio en el que se sentaba no era más que una apertura bulbosa en la estrecha escala, como un reservorio de mercurio en un termómetro. Delante tenía un ventanal ovalado en el que lo único que se veía era el espacio interestelar.
—Aviónicos —dijo.
El panel de instrumentos lo rodeó como unas tenazas. Parpadearon, y luego se iluminaron los diagramas animados y campos de datos, fluyendo hasta quedar enfocados por su mirada mientras sus ojos se movían.
—¿Órdenes, Quaiche?
—Espera un momento —dijo. Primero evaluó los sistemas básicos, comprobando que no había ningún problema que la subpersona hubiera pasado por alto. Habían gastado algo más de combustible de lo que Quaiche hubiera esperado normalmente a estas alturas de la misión, pero teniendo en cuenta el peso adicional del sarcófago, era de esperar. Tenían reservas suficientes para que no le preocupara. Aparte de eso todo estaba bien: la desaceleración había terminado sin incidentes y todas las funciones de la nave eran normales, desde los sensores y los sistemas de soporte vital hasta la salud de la diminuta nave de exploración que albergaba la barriga de la
Dominatrix
, como el embrión de un delfín, ansioso por nacer.
—Nave, ¿hay algún requisito especial para esta inspección?
—Ninguno que me haya sido revelado.
—Vale, eso es muy tranquilizador. ¿Y cuál es el estado de la nave nodriza?
—Recibo constantes telemetrías de la
Ascensión Gnóstica
. Se espera que nos encontremos tras las habituales seis o siete semanas de exploración. Las reservas de combustible son suficientes para la maniobra de acoplamiento.
—Afirmativo. —No tendría mucho sentido que Jasmina lo hubiera dejado varado sin combustible suficiente, pero era gratificante saber que, al menos en esta ocasión, había actuado con sensatez.
—¿Horris? —dijo Morwenna—. Háblame, por favor. ¿Dónde estás?
—Estoy delante —dijo—, comprobándolo todo. Parece que está más o menos bien por ahora, pero quiero asegurarme.
—¿Sabes ya dónde estamos?
—Estoy a punto de averiguarlo. —Tocó uno de los campos de control, activando el control por voz de los sistemas de navegación principales de la nave—. Rota más uno-ochenta, treinta-segunda rotación —dijo.
La consola indicó conformidad. A través de la ventana de observación, unos puntitos de tenues estrellas comenzaron a aparecer de una esquina a la otra.
—Háblame —repitió Morwenna.
—Estoy virando. Estábamos al revés tras la desaceleración. Debería poder ver el sistema en cualquier momento.
—¿Te dijo Jasmina algo sobre el sistema?
—No que yo recuerde, ¿y a ti?
—Nada —dijo. Por primera vez desde que se despertó, sonaba casi como siempre. Quaiche imaginó que era un mecanismo de supervivencia. Si actuaba con normalidad, mantendría el pánico alejado. Dejarse llevar por el pánico era lo último que necesitaba estando dentro del sarcófago. Morwenna continuó:
—Solo que era otro sistema que no parecía especialmente digno de atención. Una estrella y algunos planetas. Sin informes de presencia humana. «Villarollo», vamos.
—Bueno, que no haya informes no quiere decir que no haya pasado nadie por allí alguna vez, igual que nosotros. Y quizás se dejaran algo.
—Más nos vale que así sea —remarcó cáusticamente Morwenna.
—Intento ser optimista.
—Lo siento. Sé que lo haces con buena intención, pero no pidamos lo imposible, ¿vale?
—Quizás debamos hacerlo —dijo en voz baja, esperando que la nave no oyera y se lo transmitiera a Morwenna.
Para entonces, la nave casi había completado su rotación, girando de delante hacia atrás. Una prominente estrella apareció y se situó en el centro de la ventana de observación. A esa distancia parecía más un sol que una estrella. Sin el filtro selectivo contra el resplandor, habría sido demasiado brillante para mirarla.
—Ya veo algo —dijo Quaiche, deslizando sus dedos por la consola—. Veamos. Su clasificación espectral es G, no muy caliente. Secuencia principal, unos tres quintos de la luminosidad solar. Con algunas manchas, pero sin actividad preocupante en la corona. Unas veinte UA.
—Aún está bastante lejos —dijo Morwenna.
—No si queremos estar seguros de incluir todos los planetas importantes.
—¿Y qué pasa con los mundos?
—Un momentito. —Sus ágiles dedos se movieron por la consola de nuevo y la vista delantera cambió, apareciendo líneas de colores de las órbitas con forma de elipses; cada uno de los aplastados círculos tenía una etiqueta con números que indicaban las principales características del mundo al que pertenecía la órbita. Quaiche estudió los parámetros: masa, período orbital, duración del día, inclinación, diámetro, gravedad en la superficie, densidad media, fuerza magnetosférica, presencia de lunas o sistemas de anillos. Del intervalo de confianza asignado a los números dedujo que habían sido calculados por la
Dominatrix
, usando sus propios sensores y algoritmos de interpretación. Si hubieran salido de alguna base de datos preexistente de parámetros de sistemas, habrían sido considerablemente más precisos.
Las cifras mejorarían conforme la
Dominatrix
se acercase al sistema, pero hasta entonces merecía la pena tener en cuenta que esta región del espacio estaba básicamente sin explorar. Alguien más podía haber pasado por allí, pero probablemente no se habrían quedado lo suficiente como para rellenar un informe oficial. Eso significaba que el sistema podría contener algo que alguien, en alguna parte quizás considerase valioso, aunque fuera por la novedad.
—Cuando quiera —dijo la nave, ansiosa por comenzar su trabajo.
—Vale, vale —dijo Quaiche—. En ausencia de datos anómalos, nos acercaremos al Sol, de mundo en mundo, y entonces empezaremos por los más alejados regresando de vuelta al espacio interestelar. Partiendo de esas premisas, muéstrame las cinco rutas de búsqueda más exactas en cuanto al consumo de combustible. Si hubiera una estrategia sustancialmente más eficiente que requiriese saltarse un mundo para volver a él más tarde, también quiero verla.
—Un momento, Quaiche. —La pausa duró justo lo suficiente para rascarse la nariz—. Aquí están. Según los parámetros especificados, no existe una opción claramente preferible; tampoco hay una ruta más favorable dados otros requisitos de búsqueda.
—Está bien. Ahora muéstrame las cinco opciones en orden descendente respecto al tiempo que se necesita para la desaceleración.
Las opciones se reordenaron entre ellas. Quaiche se acarició la barbilla, intentando decidirse. Podía pedir a la nave que tomase una decisión por sí misma, aplicando algún arcano criterio de selección, pero siempre prefería tomar él las decisiones finales. No era simplemente cuestión de elegir una al azar, ya que siempre había una solución que, por un motivo u otro, parecía ser más acertada que las demás. Quaiche estaba dispuesto a reconocer que decidía por corazonadas en lugar de seguir un proceso consciente de eliminación. Pero no pensaba que por eso fuera menos válido. La razón principal para encargarle estas exploraciones era precisamente para usar estas escurridizas habilidades que no eran fáciles de encuadrar en las instrucciones algorítmicas que usaban las máquinas. Intervenir para seleccionar la ruta que más le gustase era exactamente lo que pensaba seguir haciendo.
Esta vez no era precisamente obvio. Ninguna de las soluciones era elegante, pero estaba acostumbrado. El orden de los planetas en una época determinada no tenía remedio. A veces tenía suerte y llegaba cuando tres o cuatro mundos interesantes estaban alineados en sus órbitas, permitiéndole un recorrido recto muy eficiente. Estos de ahora estaban desperdigados en diversos ángulos. Cualquier ruta de exploración posible parecía dibujada por un borracho.
Pero había cierto consuelo. Si cambiaba de dirección con regularidad, no gastaría mucho más combustible en desacelerar completamente y hacer inspecciones más de cerca de cualquiera de los mundos que llamara su atención. En lugar de dejar caer paquetes instrumentales mientras hacía sus sobrevuelos a gran velocidad, podía bajar con la
Hija del Carroñero
y echar un buen vistazo.
Durante un momento, mientras la idea de volar con la
Hija
tomaba forma, se olvidó de Morwenna. Fue solo un instante. Entonces se dio cuenta de que si abandonaba la
Dominatrix
también la abandonaba a ella. Se preguntaba cómo se lo tomaría.
—¿Ha tomado una decisión, Quaiche? —preguntó la nave.
—Sí —contestó—. Tomaremos la ruta número dos, creo.
—¿Es esa su decisión final?
—Veamos: mínimo tiempo de desaceleración, una semana para la mayoría de los planetas grandes, dos para ese sistema del gigante gaseoso con muchas lunas… unos pocos días para los pequeñines… y aún debería quedarnos combustible de sobra por si encontramos algo realmente pesado.
—Coincido.
—Ya me dirás si adviertes algo inusual, ¿no, nave? Quiero decir, no has recibido ninguna instrucción especial en ese aspecto, ¿verdad?
—Ninguna en absoluto, Quaiche.
—Vale —se preguntó si la nave notaba su tono de desconfianza—. Bueno, avísame si surge cualquier cosa. Quiero estar informado.
—Cuente conmigo, Quaiche.
—No tengo más remedio, ¿no?
—¿Horris? —Era Morwenna—. ¿Qué está pasando?
La nave debía de haberla desconectado del canal de audio mientras discutían las rutas de exploración.
—Estoy sopesando las opciones. He elegido una estrategia de muestreo. Podremos echar un vistazo de cerca a lo que nos interese ahí abajo.
—¿Hay algo interesante?
—Nada llamativo —dijo—. Solo una estrella solitaria normal y una familia de mundos. No veo señales obvias de biosfera en al superficie, ni indicios de que alguien haya estado aquí antes que nosotros. Pero si hay artefactos pequeños esparcidos, probablemente no los veamos desde aquí, a no ser que estuvieran haciendo un esfuerzo activo por ser vistos, cosa que evidentemente no están haciendo. Pero no me desanimo todavía. Nos acercaremos más y miraremos bien.
—Será mejor que tengamos cuidado, Horris. Puede haber cualquier tipo de peligro sin determinar.
—Podría ser —dijo—, pero por ahora prefiero considerarlos la menor de nuestras preocupaciones, ¿no crees?
—¿Quaiche? —preguntó la nave, antes de que Morwenna tuviera tiempo de contestar—. ¿Está listo para iniciar la exploración?
—¿Tengo tiempo de entrar en la arqueta de desaceleración?
—La aceleración inicial será de tan solo un g, hasta que haya completado un minucioso diagnóstico de propulsión. Cuando usted esté en desaceleración segura, la aceleración aumentará hasta los límites seguros de la tanqueta de desaceleración.
—¿Y qué pasa con Morwenna?
—No he recibido instrucciones específicas.
—¿Hemos realizado la desaceleración a las habituales 5 ges, o te indicaron que fueses más despacio?
—La aceleración se realizó dentro de los límites especificados habituales.
Bueno, Morwenna había aguantado antes, así que todo indicaba que las modificaciones que Grelier había realizado en el sarcófago ofrecían al menos la misma protección que la tanqueta de desaceleración.
—Nave —dijo Quaiche—, ¿puedes encargarte de amortiguar la transición a la desaceleración de Morwenna?
—Las transiciones se controlan automáticamente.
—Excelente. ¿Has oído eso, Morwenna?
—Sí, lo he oído —contestó—. Quizás puedas pedirle también otra cosa. Si puede dormirme, si fuera necesario, ¿podría hacerlo durante todo el viaje?
—Nave, ¿has oído lo que ha pedido? ¿Puedes hacerlo?
—Si es necesario, se puede disponer.
¡Qué estúpido! A Quaiche no se le había ocurrido preguntarle lo mismo. Se sintió avergonzado por no haberlo pensado antes. Se dio cuenta de que aún no había interiorizado adecuadamente cómo debía sentirse Morwenna en aquella cosa.
—Bueno, Mor, ¿quieres dormir ahora? Te puedo dormir inmediatamente. Cuando te despiertes, estaremos de vuelta a bordo de la
Ascensión
.
—¿Y si fracasas? ¿Crees que permitirán que me despierte?
—No lo sé —contestó—. Ojalá lo supiera. Pero no pienso fracasar.
—Siempre suenas muy seguro de ti mismo —dijo ella—. Siempre suenas como si todo fuera a salir bien.
—A veces incluso lo creo también.
—¿Y ahora?
—Le dije a Jasmina que creía notar cómo cambiaba mi suerte. No mentía.
—Espero que tengas razón.
—Entonces, ¿vas a dormirte?
—No —dijo Morwenna—. Me quedaré despierta contigo. Cuando tú duermas, yo dormiré también. Por ahora. Pero no descarto cambiar de idea.
—Lo entiendo.
—Encuentra algo ahí fuera, Horris, por favor. Por el bien de los dos.
—Lo haré —dijo. Y en su interior sintió algo parecido a la certeza. No tenía sentido, pero era así: dura y afilada como una piedra en el riñón.
—Nave —dijo—, adelante.
Ararat, 2675
Clavain y Escorpio ya habían llegado a la tienda cuando Vasko apareció acercándose desde la parte trasera hasta llegar a la entrada. Una repentina racha de viento sacudió las sujeciones de la tienda, que dieron latigazos contra la sucia tela verde. El viento sonaba impaciente, acosándolas. El joven esperó nervioso, inseguro de qué hacer con las manos. Clavain lo miró con recelo.
—Suponía que habías venido solo —dijo en voz baja.
—No te preocupes por él —replicó Escorpio—. Se sorprendió un poco al enterarse de dónde habías estado todo este tiempo, pero creo que lo ha superado ya.
—Más le vale.
—Nevil, no seas duro con él, por favor. Ya habrá tiempo de sobra para el papel de ogro tiránico.
Cuando el joven estaba lo suficientemente cerca como para oírlos, Clavain elevó su voz ronca y gritó: —¿Quién eres, hijo?
—Vasko, señor —dijo—. Vasko Malinin.