Con la misma diligencia observaba la estrella del sistema, atenta a las prominencias inestables o a llamaradas incipientes, considerando la posibilidad de una gran expulsión, y tras cuál de los múltiples cuerpos del cercano espacio podría ocultarse para protegerse. Constantemente barría el espacio local buscando amenazas artificiales que pudieran haber dejado allí otros exploradores: campos de desechos de alta densidad, minas errantes, drones de ataque latente; además de comprobar el estado de sus propios sistemas de contraataque, agrupados en compartimentos de despliegue rápido en su panza, secretamente anhelante por usar algún día estos instrumentos letales en cumplimiento del deber.
De esta manera, los anfitriones auxiliares de las subpersonas se convencían a sí mismos de que, aunque los peligros fueran posibles, no había nada más que hacer. Y entonces sucedió algo que le proporcionó a la nave una pausa para reflexionar, abriendo un punto débil en su engreída superioridad.
Durante una fracción de segundo había sucedido algo inexplicable. Una anomalía del sensor. Una pequeña palpitación simultánea en todos los sensores que observaban Haldora mientras la nave se acercaba. Una palpitación durante la cual parecía que el gigante gaseoso se había evaporado, dejando en su lugar algo igualmente inexplicable.
Una sacudida recorrió todas las capas de la infraestructura de mando de la
Dominatrix
. Apresuradamente hurgó en sus archivos, escarbando como un perro buscando un hueso enterrado. ¿Habría visto la
Ascensión Gnóstica
algo similar durante su lento acercamiento al sistema? Por supuesto que estaba mucho más alejada, pero la desaparición durante una fracción de segundo de un mundo no se pasaba por alto fácilmente.
Consternada, repasó rápidamente la vasta base de datos almacenada por la
Ascensión
, centrándose en los hilos que específicamente se referían al gigante gaseoso. Volvió a filtrar los datos, destacando solo los bloques que contenían también alertas de comentarios. Si una anomalía similar había sucedido antes, seguramente tendría una alerta. Pero no había nada.
La nave experimentó una ligera punzada de sospecha. Volvió a revisar los datos de la
Ascensión
, al completo. ¿Se estaba imaginando cosas o había indicios de que la base de datos había sido falseada? Algunas de las cifras contenían frecuencias estadísticas ligeramente desviadas de lo que cabría esperar… como si la gran nave se las hubiera inventado.
¿Por qué haría la
Ascensión
algo así?, se preguntaba. Porque (se atrevía a especular) la gran nave también había visto algo raro y no confiaba en que sus tripulantes la creyeran al decirles que la anomalía tenía su origen en un mundo real y que no era una alucinación por una desconexión en sus propios procesamientos. ¿Y quién —se preguntaba la nave— la culparía por ello? Todas las máquinas sabían lo que les pasaría si sus dueños perdían la fe en su infalibilidad.
No se podía demostrar nada. Al fin y al cabo, las cifras podían ser genuinas. Si la nave se las había inventado, seguramente hubiera sabido cómo aplicar la frecuencia estadística adecuada. A menos que estuviera usando la psicología inversa, deliberadamente haciendo que los números parecieran un poco sospechosos, porque de otro modo hubieran parecido pulcramente en línea con las expectativas. Muy sospechoso…
La nave se enredó en espirales de paranoia. Era inútil seguir especulando. No tenía datos que lo corroboraran por parte de la
Ascensión
, eso estaba claro. Si informaba de la anomalía, sería en solitario. Y todos saben lo que les pasa a los solitarios.
Volvió al problema que tenía entre manos. El mundo había regresado tras desaparecer. Por lo tanto, la anomalía no se había repetido. Una inspección más exhaustiva de los datos demostraba que las lunas, incluyendo Hela, en la que Quaiche estaba interesado, habían permanecido en órbita incluso cuando el gigante gaseoso había dejado de existir. Esto, obviamente, no tenía sentido. Como tampoco lo tenía la aparición que se había materializado durante un efímero instante en su lugar. ¿Qué debía hacer?
Tomó una decisión: borraría de su memoria los datos referentes a la desaparición, igual que quizás habría hecho la
Ascensión Gnóstica
, y al igual que ella rellenaría los campos vacíos con cifras inventadas. Pero vigilaría de cerca el planeta. Si volvía a hacer algo extraño, la nave le prestaría la atención requerida, y entonces, quizás, informaría a Quaiche de lo sucedido. Pero no antes y no sin gran consternación.
Ararat, 2675
Mientras Vasko ayudaba a Clavain con su equipaje, Escorpio salió de la tienda y se arremangó para dejar visible su comunicador. Estableció un canal con Blood y habló en voz baja con el otro cerdo.
—Lo tengo. He tenido que convencerlo pero ha accedido a regresar con nosotros.
—No suenas muy contento.
—Clavain sigue teniendo un par de asuntos que resolver. Blood resopló.
—Parece mala señal. ¿No se le habrá ido la cabeza?
—No lo sé. Una o dos veces ha mencionado que veía cosas.
—¿Cosas?
—Figuras en el cielo. Me preocupa un poco, aunque nunca ha sido el hombre más fácil de interpretar. Espero que se centre cuando vuelva a la civilización.
—¿Y si no lo hace?
—No lo sé. —Escorpio hablaba con paciencia exagerada—. Me baso simplemente en la suposición de que estamos mejor con él que sin él.
—Está bien —dijo Blood sin mucha convicción—. En ese caso puedes dejar la barca, te mandamos una lanzadera.
Escorpio frunció el ceño, satisfecho y confuso a la vez.
—¿Por qué tenemos ahora tratamiento preferente? Creía que la idea era mantener la discreción.
—Sí, lo era, pero ahora hay cambios.
—¿La cápsula?
—Exacto —dijo Blood—. Se ha desplazado y empieza a calentarse. La puñetera cosa ha pasado a modo de resucitación. Los bioindicadores han cambiado su estatus hace una hora. Ha empezado a despertar a quienquiera que esté dentro.
—Bien, estupendo, excelente. ¿Y no puedes hacer nada?
—Apenas podemos reparar una bomba de aguas residuales, Escorp. Cualquier cosa un poco más complicada que eso está fuera de nuestro alcance por ahora. Clavain puede intentar ralentizarla, claro…
Con la cabeza llena de implantes combinados, Clavain podía hablar con las máquinas de una forma de la que nadie más en Ararat podía hacerlo.
—¿Cuánto tiempo tenemos?
—Unas once horas.
—Once horas. ¿Y has esperado hasta ahora para decírmelo?
—Quería saber si traías a Clavain contigo. Escorpio arrugó la nariz.
—¿Y si te hubiera dicho que no? Blood se rió.
—Entonces podríamos recuperar la barca, ¿no?
—Eres un cerdo muy gracioso, Blood, pero no te pases. Escorpio cortó la comunicación y regresó a la tienda para contarles el cambio de planes. Vasko, casi sin poder disimular su emoción, preguntó el motivo del cambio. Escorpio, preocupado por no introducir ningún factor que alterara la decisión de Clavain, evitó responderle.
—Puedes llevarte todo lo que quieras —le dijo Escorpio a Clavain, mirando al miserable hatillo de efectos personales que había reunido—. Ya no tenemos que preocuparnos por zozobrar la barca.
Clavain recogió sus cosas y se las pasó a Vasko.
—Ya tengo todo lo que necesito.
—Está bien —dijo Escorpio—. Me aseguraré de que se encargan de tus cosas cuando envíe a alguien a desmantelar la tienda.
—La tienda se queda aquí —dijo Clavain. Mientras tosía, se puso un grueso y largo abrigo negro. Usó sus dedos de largas uñas para apartarse el pelo de los ojos, echándolo hacia atrás haciendo que cayera en ondas blancas y plateadas sobre el rígido cuello del abrigo. Cuando dejó de toser, añadió:
—Y mis cosas también se quedan en la tienda. No me has estado escuchando antes, ¿verdad?
—Te he oído —dijo Escorpio—. Pero en realidad no quería escucharte.
—Pues empieza a hacerlo, amigo mío. Es lo único que te pido. —Clavain le dio una palmadita en la espalda. Alcanzó la capa que había llevado puesta antes, manoseó la tela y luego la apartó. Abrió el escritorio y sacó un objeto cubierto por una funda de piel negra.
—¿Una pistola? —preguntó Escorpio.
—Algo más fiable —dijo Clavain—. Un cuchillo.
107 Piscium, 2615
Quaiche avanzó por la absurdamente estrecha escalerilla que recorría la
Dominatrix
de punta a cabo. La nave ronroneaba y chasqueaba su alrededor, como una habitación llena de relojes bien engrasados.
—Es un puente. Es lo único que puedo decir por ahora.
—¿Qué tipo de puente? —preguntó Morwenna.
—Es largo y estrecho, como un pelo de cristal. Ligeramente curvado salvando una especie de barranco o garganta.
—Creo que te estás emocionando demasiado. Si es un puente, ¿no lo habría visto alguien antes? Excepto quien lo construyera, claro.
—No necesariamente —dijo Quaiche. Ya había pensado en ello, y había llegado a la que él consideraba una explicación bastante plausible. Intentó que no sonara demasiado preparada mientras se la contaba.
—Para empezar, no es tan obvio. Es grande, pero si no se mira con atención no es tan fácil de ver. Una pasada rápida por el sistema no lo habría detectado. La luna podría haber estado mostrando la otra cara, o las sombras podrían haberlo ocultado, o la resolución del escáner podría no haber sido tan buena como para ver un objeto tan fino… Sería como buscar una telaraña con un radar. Por mucho cuidado que pongas, no lo vas a ver a no ser que uses las herramientas adecuadas. —Quaiche se golpeó la cabeza cuando se colocó en el ángulo adecuado para entrar en la bodega de exploración—. De todas formas, no hay pruebas de que alguien pasara por aquí antes que nosotros. El sistema es un hueco en blanco en la base de datos de nomenclatura, por eso hemos sido los primeros en ponerle nombre. Si alguien ha pasado alguna vez por aquí, ni siquiera se molestaron en colocarles algunas referencias clásicas, los muy vagos.
—Pero alguien ha tenido que estar aquí antes —dijo Morwenna—, o de lo contrario no habría un puente.
Quaiche sonrió. Esta era la pregunta que estaba esperando.
—Esa es la cuestión. No creo que nadie construyera ese puente. —Se retorció en el estrecho espacio de la bodega de exploración mientras las luces se encendían al percibir su calor corporal—. Al menos, no un humano.
Morwenna se tomó esta última revelación con calma. Quizás Quaiche era más predecible de lo que pensaba.
—Te crees que has encontrado un artefacto alienígena, ¿a que sí?
—No —dijo Quaiche—, no creo que haya tropezado con un artefacto alienígena cualquiera. Creo que he encontrado el puto artefacto alienígena definitivo. Creo que he encontrado el objeto más asombroso y bello de todo el universo conocido.
—¿Qué pasa si es algo natural?
—Si pudieras ver las imágenes, te aseguro que desecharías inmediatamente esas insignificantes preocupaciones.
—Quizás no deberías precipitarte tanto, de todas formas. He visto de lo que es capaz la naturaleza con tiempo y espacio. Cosas que asegurarías estaban hechas por mentes inteligentes.
—Yo también —dijo—. Pero esto es diferente. Confía en mí, ¿vale?
—Claro que confío en ti. Tampoco es que tenga otra opción.
—Esa no es la respuesta que esperaba —dijo Quaiche—, pero supongo que me tendré que conformar por ahora.
Se dio la vuelta en el estrecho espacio de la bodega que en total ocupaba lo que un pequeño aseo, con un aire antiséptico parecido. Muy estrecho en circunstancias normales, y mucho más ahora que estaba ocupada por la diminuta nave personal de Quaiche, amarrada en su andamio colgante, preparada encima de la alargada trampilla de acceso al espacio.
Con su habitual admiración furtiva, Quaiche acarició la suave coraza de la
Hija del Carroñero
. La nave ronroneó bajo su mano, estremeciéndose en su ames.
—Tranquila, chica —susurró Quaiche. La pequeña nave parecía más un juguete de lujo que el robusto vehículo de exploración que era en realidad. Apenas más grande que el propio Quaiche, el reluciente vehículo era producto de la última oleada de alta tecnología demarquista. Su casco aerodinámico ligeramente traslúcido parecía estar tallado y pulido con gran maestría de un único bloque de ámbar. Las vísceras de bronce y plata estaban iluminadas sutilmente. Sus alas flexibles se curvaban contra sus flancos, y los diversos sensores y sondas se escondían en los huecos sellados de su casco.
—Ábrete —susurró Quaiche.
La nave hizo algo que siempre le provocaba dolor de cabeza. Con un gesto dramático, diversas partes del casco, hasta ahora aparentemente unidas sin fisuras a las demás, se deslizaron o contrajeron, se enroscaron o plegaron a un lado, revelando en un abrir y cerrar de ojos la estrecha cavidad interior. El espacio (acolchado, con aparatos de soporte vital, controles y pantallas) era lo suficientemente grande para una persona boca abajo. Había algo a la vez obsceno y ligeramente seductor en la forma en la que la máquina lo invitaba a entrar dentro de ella.
Tendría que sentir ansiedad claustrofóbica al pensar en meterse allí dentro, pero en lugar de eso, lo estaba deseando, con penetrante ansiedad. En lugar de sentirse atrapado en el traslúcido casco ambarino, se sentía conectado a través de él a la inmensidad del universo. La diminuta nave joya le había permitido adentrarse en las atmósferas de los mundos, incluso bajo la superficie de los océanos. Los transductores de la nave le transmitían los datos ambientales a través de todos sus sentidos, incluyendo el tacto. Había sentido el frío de los mares y el resplandor de las puestas de sol alienígenas. En sus anteriores cinco exploraciones para la reina había visto milagros y maravillas, emborrachándose de su vertiginoso éxtasis. Desgraciadamente, ninguno de esos milagros y maravillas era de los que se podían recoger y vender para sacar beneficio. Quaiche se introdujo en la
Hija
. La nave rezumó y se movió a su alrededor, ajustándose para adaptarse a su forma.
—¿Horris?
—Sí, mi amor.
—Horris, ¿dónde estás?
—Estoy en la bodega de exploración, dentro de la
Hija
.
—No, Horris.
—Tengo que hacerlo. Tengo que bajar a ver qué es esa cosa en realidad.
—No quiero que me dejes.
—Ya lo sé. Yo tampoco quiero dejarte, pero seguiremos en contacto. El desfase no será muy grande. Será como si estuviera a tu lado.