—Dios, es lo que me faltaba, compasión. —Hizo una mueca de dolor al notar como si un rayo golpease su cráneo, una sensación más precisa y concisa que el malestar general del trauma de resucitar.
—No deberías usar el nombre de Dios en vano —le regañó Morwenna—. Sabes que solo te haces daño a ti mismo.
La miró a la cara, obligando a sus ojos a abrirse a pesar del cruel resplandor de la sala de resucitación.
—¿Estás de mi parte o no?
—Intento ayudarte. Estate quieto, ya casi he quitado el último cable. Hubo una última punzada de dolor en su muslo al sacar el tubo, dejando una herida limpia con forma de ojo.
—Bueno, ya está todo quitado.
—Hasta la próxima vez —dijo Quaiche—. Asumiendo que haya una próxima vez. Morwenna se quedó inmóvil, como si se hubiera dado cuenta de algo por primera vez.
—Tienes miedo de verdad, ¿no?
—¿No lo tendrías tú en mi lugar?
—La reina está loca. Todo el mundo lo sabe. Pero también es lo suficientemente pragmática como para reconocer un recurso valioso cuando lo ve —se sinceró Morwenna, al saber que la reina no tenía micrófonos funcionando en la cámara de resucitación—. Mira si no a Grelier. ¿Tú crees que toleraría a ese monstruo ni por un minuto si no le fuera útil?
—Esa es precisamente la cuestión —dijo Quaiche, cayendo en un pozo aún más profundo de abatimiento y desesperanza—. En el momento en el que ambos dejemos de serle útiles…
Si hubiera podido moverse, habría hecho un gesto como si se cortara el cuello con un cuchillo. En lugar de eso, solo emitió un ruido como si se ahogara.
—Tienes una ventaja sobre Grelier —dijo Morwenna—, me tienes a mí, un aliado entre la tripulación. ¿A quién tiene él?
—Tienes razón —dijo Quaiche—, como siempre. —Con un tremendo esfuerzo, se estiró y rodeó con su mano el guantelete de acero de Morwenna.
No tuvo valor para recordarle que ella estaba casi tan aislada en la nave como él. Si algo garantizaba el ostracismo de un ultra, era tener cualquier tipo de relación interpersonal con un humano de base. Morwenna lo afrontó con valentía, pero Quaiche sabía que si tenía que recurrir a su ayuda cuando la reina y el resto de la tripulación se volvieran contra él, ya podía darse por crucificado.
—¿Puedes sentarte ya? —le preguntó.
—Lo intentaré.
El malestar remitía lentamente, como ya sabía que pasaría, y por fin fue capaz de mover grupos de músculos mayores sin gritar. Se sentó en la camilla, con las rodillas clavadas en su pecho sin pelo, mientras Morwenna sacaba suavemente la sonda urinaria de su pene. La miró a la cara mientras maniobraba, oyendo únicamente el sonido del metal deslizándose contra el metal. Recordó el miedo que había pasado la primera vez que le tocó ahí con sus manos brillando como cizallas. Hacer el amor con ella era como hacerlo con una trilladora. Sin embargo, Morwenna nunca le había hecho daño, incluso cuando sin darse cuenta se cortaba en sus propias partes vivas.
—¿Estás bien? —preguntó.
—Sobreviviré. Hace falta algo más que una resucitación rápida para arruinarle el día a Horris Quaiche.
—Así me gusta —dijo ella con tono no demasiado convincente. Se inclinó y lo besó. Olía a perfume y a ozono.
—Me alegra que estés aquí —dijo Quaiche.
—Espérame aquí. Te traeré algo de beber.
Morwenna se levantó de la camilla de resucitación, desplegándose en toda su altura. Aún incapaz de enfocar correctamente, Quaiche la vio deslizarse hacia el otro lado de la habitación, hasta una escotilla en la que se servían varios caldos reconstituyentes. Sus trenzas de color gris acero se balancearon con el movimiento de sus largas piernas movidas por pistones.
Morwenna regresaba con un caldo reconstituyente adornado con medicinas, cuando se abrió la puerta de la sala. Otros dos ultras entraron, un hombre y una mujer. Tras ellos, con las manos en la espalda, apareció la figura más pequeña del inspector general de Sanidad. Llevaba una bata blanca sucia.
—¿Está en condiciones? —preguntó el hombre.
—Tienes suerte de que no esté muerto —saltó Morwenna.
—No seas tan melodramática —dijo la mujer—. No va a morirse simplemente porque lo descongelásemos un poquito más rápido de lo normal.
—¿Nos vais a decir para qué lo quiere Jasmina?
—Es algo entre la reina y él —le contestó.
El hombre le lanzó una bata plateada a Quaiche. El brazo de Morwenna saltó como látigo y la atrapó. Fue hasta Quaiche y se la dio en mano.
—Quisiera saber qué está pasando —dijo Quaiche.
—Vístete —dijo la mujer—. Te vienes con nosotros.
Se giró en la camilla y puso los pies en el frío suelo. Ahora que el malestar se estaba disipando, empezaba a sentir miedo en su lugar. Su pene se había encogido, retirándose hacia su interior como si estuviera planeando su propia huida. Quaiche se puso la bata, atándosela a la cintura.
—¿Tú tienes algo que ver con esto? —le preguntó al inspector general.
Grelier parpadeó.
—Mi querido colega, lo único que he podido hacer es intentar evitar que te calentaran más rápido.
—Ya te llegará tu hora —dijo Quaiche—. No lo olvides.
—No sé por qué sigues con ese tono. Tú y yo tenemos mucho en común, Horris. Dos humanos solos en una nave ultra… No deberíamos discutir ni competir por el prestigio y el estatus. Deberíamos apoyarnos mutuamente, reforzando nuestra amistad. —Grelier se limpió el guante en la bata, dejando una fea mancha ocre—. Tú y yo deberíamos ser aliados. Llegaríamos muy lejos.
—Cuando el infierno se congele —respondió Quaiche.
La reina acarició el moteado cráneo humano apoyado en su regazo. Tenía las uñas muy largas y pintadas de negro azabache. Vestía un chaleco de piel, anudado en el escote y una falda corta de la misma tela oscura. Llevaba el pelo negro peinado hacia atrás, salvo por un único mechón muy definido. Situado frente a ella, Quaiche creyó que llevaba maquillaje: rayas verticales gruesas como hilos de cera roja derretida desde los ojos hasta la comisura de su labio superior. Luego, de pronto, se dio cuenta de que se había sacado los ojos. Aun así, su rostro todavía poseía cierta belleza austera.
Era la primera vez que la veía en carne y hueso, en cualquiera de sus manifestaciones. Hasta esta reunión, todos sus tratos con ella habían sido a distancia, bien a través de alfa proxy o intermediarios vivos como Grelier. Hubiera deseado que siguiera así.
Quaiche esperó varios segundos, escuchando su propia respiración. Finalmente logró decir:
—¿Le he fallado, señora?
—¿Qué clase de nave crees que dirijo, Quaiche? ¿Una en la que me puedo permitir llevar exceso de equipaje?
—Creo que mi suerte ha cambiado.
—Un poco tarde para eso. ¿Cuántas paradas hemos hecho desde que te uniste a la tripulación, Quaiche? ¿Cinco?
¿Y qué hemos logrado con esas cinco paradas?
Abrió la boca para contestar, cuando vio el sarcófago ornamentado entre las sombras detrás del trono. Su presencia no era casualidad. Parecía una momia, hecho de hierro forjado u otro metal de la era industrial. Tenía varios enchufes de alta resistencia y puntos de conexión, y una rejilla rectangular oscura donde debería estar el visor. Había rebordes y marcas de soldadura donde se habían unido o fundido nuevas partes. También había trozos lisos de metal obviamente nuevo.
El resto del sarcófago estaba cubierto por una intrincada trama de grabados. Cada centímetro cuadrado libre estaba repleto de detalles obsesivos que dolían a la vista. Eran demasiados como para verlos todos de un vistazo, pero mientras el sarcófago giraba sobre él, Quaiche vio monstruos espaciales con cuello de serpiente, escandalosas naves fálicas, rostros gritando y demonios, dibujos de sexo y violencia explícitos. Había narraciones en espiral, fábulas, aventuras comerciales a gran escala. Había esferas de relojes y salmos, líneas de textos en idiomas que no reconocía, estrofas musicales, incluso renglones de números primorosamente grabados, secuencias de códigos digitales o ADN, ángeles y querubines, serpientes, muchas serpientes. Le dolía el corazón con solo mirarlo.
Estaba agujereado y descascarillado por los impactos de micrometeoritos y rayos cósmicos. El hierro grisáceo aparecía teñido aquí y allá de verde esmeralda o bronce oxidado. Tenía arañazos allí donde las partículas ultrapesadas habían tallado sus propios surcos al impactar en ángulo oblicuo. Y tenía una delgada línea alrededor por donde se abría por la mitad y podía volver a soldarse para cerrarlo.
El sarcófago era un instrumento de castigo, aunque hasta ahora su existencia no había sido más que un cruel rumor. La reina metía a la gente dentro y los mantenía vivos alimentándolos con información sensorial. Así quedaban protegidos de la lluvia de radiación de los vuelos interestelares cuando los sepultaba, a veces durante años, en el hielo del escudo de la nave. Los más afortunados estaban muertos cuando los sacaban.
Quaiche intentó controlar el temblor de su voz.
—Si se miran las cosas desde un cierto ángulo, en realidad… tampoco lo hemos hecho tan mal… teniendo todo en cuenta. No hay daños materiales en la nave, no ha habido bajas en la tripulación ni heridos graves; ni incidentes de contaminación, ni gastos imprevistos… —dejó de hablar y miró esperanzado hacia Jasmina.
—¿Esa es tu mejor excusa? Se suponía que nos harías ricos, Quaiche. Se suponía que cambiarías radicalmente nuestra suerte en estos tiempos difíciles, engrasando los mecanismos del comercio con tu encanto natural y conocimientos de la psicología y los paisajes planetarios. Se suponía que ibas a se nuestra gallina de los huevos de oro.
Quaiche se retorció, incómodo.
—Pero en cinco sistemas lo único que has encontrado es basura.
—Usted eligió los sistemas, no yo. No es culpa mía si no había nada de valor.
La reina negó con la cabeza despacio y con preocupación.
—No, Quaiche. Me temo que no es tan sencillo. ¿Sabes? Hace un mes interceptamos algo. Era una transmisión, un diálogo comercial entre una colonia humana en Chaloupek y la nave
Lejano Recuerdo de Hokusai
. ¿Te suena de algo?
—La verdad es que no…
—Pero sí lo conocía.
—El
Hokusai
entraba en Gliese 664 justo cuando nosotros salíamos de ese sistema. Era el segundo sistema que recorrías para nosotros. Tu informe decía… —La reina levantó la calavera hasta su oído para escuchar lo que salía por la mandíbula—.
Veamos… «No se ha encontrado nada de valor en Opincus o en los otros tres mundos terrestres; únicamente objetos menores de tecnología obsoleta recuperados de las lunas de la cinco a la ocho del gigante Haurient… nada en los campos internos de asteroides, ni enjambres de tipo D, enclaves troyanos ni grandes concentraciones en el cinturón K».
Quaiche se estaba imaginando hacia dónde conducía todo esto.
—¿Y la
Lejano Recuerdo de Hokusai
? La conversación era absolutamente fascinante. Al parecer la
Hokusai
encontró un alijo de mercancías enterradas hace más de un siglo, de antes de la guerra y de la plaga. Mercancía muy valiosa, no solo artefactos tecnológicos, sino arte y cultura, la mayoría piezas únicas. Oí que sacaron lo suficiente como para comprarse una capa acorazada completamente nueva. —La reina lo miró expectante—. ¿Algo que decir o añadir?
—Mi informe era sincero —dijo Quaiche—. Tuvieron suerte, eso es todo. Señora, deme otra oportunidad. ¿No nos estamos acercando a otro sistema?
La reina sonrió.
—Siempre nos estamos acercando a otro sistema. Esta vez es un lugar llamado 107 Piscium, pero sinceramente, desde lejos no parece mucho más prometedor que los cinco anteriores. ¿Quién me asegura que vas a ser de más utilidad esta vez?
—Deje que use la
Dominatrix
—dijo, entrelazando las manos sin darse cuenta—. Deje que la baje a ese sistema.
La reina guardó silencio durante muchos segundos. Quaiche solo podía oír su propia respiración, salpicada por el abrupto chisporroteo de un insecto o rata moribundo. Algo se movía lánguidamente tras el cristal verde de la bóveda semiesférica de una de las doce paredes de la sala. Notaba que era observado por alguien más que la figura sin ojos sentada en el trono. Sin que nadie se lo dijera, entendió en ese momento que la que estaba tras el cristal era la auténtica reina, y que el deteriorado cuerpo allí sentado no era más que la marioneta en la que actualmente vivía. Así que todos los rumores eran ciertos: el solipsismo de la reina, su adicción al dolor extremo como medio para anclarse a la realidad, la gran reserva de cuerpos clonados que guardaba únicamente para ese propósito.
—¿Has terminado, Quaiche? ¿Has terminado tu defensa?
—Supongo que sí —suspiró.
—Muy bien entonces.
Debía haber emitido una orden secreta, porque al momento se abrió de nuevo la puerta de la sala. Quaiche se giró al notar la ráfaga de aire fresco en su nuca. El inspector general y los dos ultras que habían ayudado a Quaiche en su resucitación entraron en la sala.
—He acabado con él —dijo la reina.
—¿Y sus órdenes son? —preguntó Grelier. Jasmina se chupó una uña.
—No he cambiado de idea. Metedlo en el sarcófago ornamentado.
Ararat, 2675
Escorpio sabía que no debía interrumpir al viejo mientras meditaba. Ya no sabía cuánto tiempo había pasado desde que le contó que un objeto había caído del espacio, si es que venía de allí. Por lo menos cinco minutos. Durante todo ese tiempo, Clavain se había sentado tan serio como una estatua, con la expresión fija y los ojos clavados en el horizonte.
Finalmente, justo cuando Escorpio empezaba a dudar de la cordura de su amigo, Clavain habló:
—¿Cuándo fue? —preguntó—. ¿Cuándo llegó esa «cosa», sea lo que sea?
—Probablemente durante la semana pasada —dijo Escorpio—. Pero la encontramos hace dos días.
Hubo otra incómoda pausa, aunque tan solo de un minuto o dos esta vez. El agua golpeaba las rocas y gorgoteaba en los pequeños remolinos de las charcas junto a la orilla.
—¿Y qué es exactamente?
—No podemos estar completamente seguros. Es un tipo de cápsula. Un artefacto humano. Nuestra idea más aproximada es que sea un receptáculo con capacidad para volver. Creemos que cayó al océano y ha vuelto a flotar en la superficie.
Clavain asintió con la cabeza, como si la noticia fuera de poco interés.